NOTA DE TAPA
Después de su salida de Los Piojos, Buira pudo alternar su carrera artística de primer nivel con un trabajo social, grupal y también militante a cargo de la agrupación La Chilinga. En esta profunda conversación con el NO, el percusionista habla de su lugar junto a Vicentico, sus deseos consumados y su verano del ’92.
› Por Roque Casciero
Se entiende que Daniel Buira diga que carece de tiempo para pensar en el pasado y el futuro, porque da la sensación de que su vida no puede sino ser en presente continuo, como en una montaña rusa en la que el placer y la responsabilidad se entremezclan hasta confundirse. Por ejemplo, en el hecho de organizar un viaje a Tilcara para cincuenta miembros de La Chilinga, la escuela de percusión que el ex batero de Los Piojos y actual músico de Vicentico fundó hace doce años: en una escuela rural jujeña a la que llegarán cargados de comida que les donaron, los chilingos tocarán sus tambores y les enseñarán a los chicos del lugar que la percusión no excluye a nadie. En Tilcara, Buira dormirá en una bolsa de dormir, sobre el piso de la escuela, mientras que en las giras de Vicentico puede relajarse en las asépticas sábanas de los hoteles de cinco estrellas. “Tuve la suerte de conocer cómo es estar en un estadio para 50 mil personas y cómo es tocar en medio de un barrio de clase baja. Y sé lo que me gusta más”, explica el músico. “Si tenés la apertura para darte cuenta de que dormir en el piso de una escuela rural es parte de la realidad y que está bueno, entonces entendés a La Chilinga.”
Buira encontró una clave para tener un pie en el mainstream de la música y otro en la realidad. “Pasa por no creértela. No sos más porque estés en un hotel de cinco estrellas: estás ahí porque hay una canción, un producto que funcionó. En todo caso, si alguien tiene que creérsela, es Vicentico. Yo trabajo con él, está buenísimo... Es más, ahí descanso. Todos se van a conocer y yo no salgo de los hoteles, porque aprovecho para descansar. Igual, es muy simple: no te la creas.” En el mundo del rock, creérsela no sólo es muy fácil sino que hasta es necesario para plantarse en el escenario. “Muchos colegas me sorprenden con ciertas actitudes”, afirma el músico. “Porque pasen tu canción todo el tiempo en la radio no estás en otra situación. Y no estoy hablando ni en pedo de Vicentico, porque si hay un artista al que todo eso le chupa un huevo, es él. Cero glamour. Eso fue lo que me flasheó cuando lo conocí: pensé que iba a encontrarme con un tipo de hotel cinco estrellas y él no hace bandera de nada. Por eso digo que tengo la suerte de que La Chilinga me hace convivir permanentemente con la realidad: es un privilegio.”
La Chilinga cuenta con más de 500 alumnos, de los cuales un centenar está becado. Entre tanto choque con la realidad, hay que insistir para que Buira se despegue del presente y haga un poco de memoria: “En la época en la que fundamos La Chilinga, viajaba mucho a Bahía, en Brasil, donde justamente hay escuelas de percusión. Y me encantaba que la gente fuera a aprender algo grupal, porque la base de la percusión es grupal. Yo ya tocaba mucha percusión, me gustaban los tambores, por haberme comprado en los viajes. Al principio fue algo para divertirme, pero enseguida se ligó a la realidad y al compromiso. Nos juntamos diez a tocar y enseguida los chicos de H.I.J.O.S., que se unieron ese mismo año, nos propusieron que les hiciéramos el aguante. Cuando llegué a ese evento y vi el fin que tenía, ya empezó un compromiso: del divertimento inicial pasamos a pensar en enseñar”.
Para Buira, el compromiso es algo a lo que no se le puede esquivar el bulto. Si La Chilinga es una vidriera para un trabajo social, le resulta imposible no hacerlo. “Te sensibilizan cosas todo el tiempo”, afirma. “Desde el momento en el que nació La Chilinga fue como algo popular, amistoso y social. Cuando tuve que evaluar si quería eso, dije que sí. Y después ya no podés evaluarlo, tenés que seguir, porque no es ético que cambies de rumbo cuando hay tantas cosas en juego. Hay amigos, hay familias, parejas que se conocieron en La Chilinga y que tienen hijos... Es parte de lo que uno arma y lo que uno quiere. Lo que me indica la experiencia es que si cada uno en su lugar aportara lo que tiene que aportar, todo estaría más balanceado.” Entonces cuenta con orgullo otro de los objetivos cumplidos por La Chilinga: dar clases en las cárceles de Ezeiza. Pero, fiel a su costumbre, no puede tomarse demasiado tiempo para festejarlo, porque ya está pensando en sacar a los chicos presos para tocar en la escuela, en llevar a sus alumnos a tocar al penal...
–¿Cómo fue ese momento de la decisión, de pensar que La Chilinga iba a estar con H.I.J.O.S., con las Madres, que iba a hacer un trabajo social?
–En parte tiene que ver con saber lo que no teníamos que hacer, lo que no queríamos. No quería ser un típico docente que cobra 80 pesos la clase y que limita a todo el mundo. La realidad es que yo gano menos plata ahora que cuando les daba clases a diez alumnos, en la época de Los Piojos. Después, si nos llaman las Madres, para mí resulta imposible decir que no. Tiene que ver con la personalidad de cada uno, porque eso me satisface muchísimo. Y me sensibiliza mucho más tocar en la marcha del 24 de Marzo que en el Pepsi Music. En una de las marchas estaba en Perú tocando con Vicentico y yo tenía cierta tristeza, porque no podía estar tocando en la marcha. Entonces él tocó Desapariciones, casi como un regalo, y yo lagrimeaba desde la batería, a miles de kilómetros de Plaza de Mayo.
–Después de tu salida de Los Piojos te ofrecieron integrar varias bandas. ¿Por qué le dijiste que sí a Vicentico y no a los que te lo habían ofrecido antes?
–Porque al toque encontré en él a un músico grosso, muy abierto. Ya hace siete años que toco con él. Y hace poco él me decía que la primera vez que lo vi le dije: “Lo único que quiero es que me dejes poner todo lo que yo quiera”. Y él me dijo: “Sí”. Y eso me mató, porque yo venía de un lugar en el que había que pelear por todo, esa cosa cerrada y argentina de las bandas de rock. Y en estos siete años grabé con Pedro Aznar, toqué con Mercedes Sosa, con Peteco, con bandas mexicanas... Cosas que no hubiera podido hacer nunca en mi vida. Por cuestión de estilos, que uno puede respetar o no, pero son formas de laburo de bandas de acá.
–¿Con quién te falta tocar?
–Hace poco me di el gusto de tocar con Mercedes Sosa, que para mí es una de las “virgencitas” de la música argentina, así que era uno de los placeres más grandes que tenía postergados. Es muy loco lo que voy a decir, pero me hubiera encantado armarle algo con tambores a un tema de Atahualpa Yupanqui. Soy fanático de él, me parece el más grande de todos los músicos de la Argentina y que es el que mejor supo expresar nuestra música. Y si lo hubiera conocido, estoy seguro de que me hubiera dicho que sí, porque cuando escuchás muchas obras de una persona te das cuenta de por dónde quiso hacer las cosas.
–En una nota diste a entender que los tambores y tocar colectivamente eran casi el antídoto contra los males de la globalización.
–Claro. Es volver a las raíces. ¿Cuál fue el instrumento más primitivo del hombre? La percusión. No necesitabas nada más que la naturaleza. Y, por otro lado, está la cosa social que tiene la percusión. Hoy es increíble cómo avanza el mundo, pero vos sabés cada vez menos de tu hermano. Bueno, los tambores tienen esa cosa de unión: enseguida charlás con el de al lado, hacés una amistad. Y si a eso le sumás lo místico del tambor...
–¿Qué es ese componente místico del tambor?
–Es místico porque es religioso: tiene que ver con las religiones más antiguas del hombre, en las cuales a través del tambor se pedía que lloviera, se pedía amor, se pedía comida... Tiene que ver con el latido del corazón, con el cuerpo humano. Es una descarga. Eso hace diferente a un tambor de una guitarra eléctrica, por ejemplo. Y además está la simpleza del tambor: apenas lo tocás, ya estás percutiendo y haciendo un sonido. Si yo te dejo un tambor acá y me voy, en algún momento lo vas a tocar. Ni hablar si te lo dejo en tu casa: vas a ponerte a tocar, vas a cantar encima y seguro vas a terminar diciendo que te flasheó. Pero para una guitarra ya tenés que saber.
–¿La Chilinga es un referente en cuanto a percusión?
–Puede ser. Si escuchás a La Chilinga, sabés que es La Chilinga. Y pasa por algo artístico, que es que al tocar no podés esquivarle al aire de Buenos Aires. Hay muchos grupos de percusión que quieren imitar un samba o un candombe, y no pasa por ahí. Vos comés bife de chorizo con fritas, no feijoada... La Chilinga toca más porteñamente.
–Bueno, vos también sos un referente para cualquiera que hable de percusión en Buenos Aires.
–Claro, pero creo que es eso, precisamente: es algo de Buenos Aires. Qué sé yo, cuando planteé Verano del ‘92 en Los Piojos, en ningún momento quise que sonara a algo de afuera. Podemos ir más profundo, porque armé un toque que rítmicamente tiene cosas de la milonga, del tango y algunas cositas brasileñas: de ahí salió el ritmo de Verano del ‘92.
Buira cita el viaje a Francia que hizo con Los Piojos en 1991 como un momento de quiebre en su concepción musical. En esa época recurría a grabaciones en casetes, porque los discos de grupos africanos que llegaban a Buenos Aires eran más que escasos y no había downloads de ninguna clase. “El mismo día que tocaban Los Piojos, también estaban dos de los grupos que escuchaba en casetes”, rememora Buira. “Cuando vi lo que hacían se me rompió la cabeza, y entendí que siempre empezaban el show arriba del escenario y lo terminaban abajo, entre la gente. Ahí entendí por dónde pasaba todo. Por eso La Chilinga siempre hace arriba un espectáculo, pero después terminamos entre la gente. Ese viaje fue un quiebre total, aunque ya escuchaba eso antes de viajar. O a Rubén Rada, que me partía la cabeza. Desde chico me encantaba, siempre me pareció algo diferente.”
–En una nota en el NO, Andrés Ciro dijo que él te insistía para que escuches a Rada y que, al principio, a vos no te gustaba...
–Bueno... Sin palabras, sin palabras. No necesito explicar nada, que la gente diga quién metió los tambores...
–¿Alguna vez se sabrá por qué te fuiste o te echaron de Los Piojos?
–Mirá, con el paso del tiempo, cuando mirás para atrás –y en esto sí lo hago–, me parece que hacía cinco años que estaba en La Chilinga y que ése era mi lugar, donde podía seguir volcando cosas. Soy muy inquieto y, en algún punto, tocar cada tres meses no era mi destino. Esto que decía de que tocar en la calle me sensibiliza más que hacerlo arriba de un escenario tiene que ver con montones de cosas que fueron dándose y sucediendo. Me sensibiliza muchísimo saber que hay mucha gente aprendiendo a mi lado, que necesita expresarse a través de un tambor, o saber que me meto a dar clases adentro de una cárcel. Ese es el destino de La Chilinga y el destino que yo voy armando. Quizás ése es mi aporte artístico. Son muchas cosas. El disparador no fue que haya tenido una historia con una pibita, como se dijo, porque fueron doce años de banda. Fueron muchas cosas... Por suerte todos pudimos separar las cosas y el día de hoy está todo más que bien. Nos encontramos, charlamos... De lo que estoy seguro es de que, después que me fui, se terminó una etapa y empezó otra. A mí, en un punto, el rock me aburre. Ahora me aburre; en algún momento era fan de los Redondos, iba a los shows. Hoy me llegan otras cosas, me gusta la mezcla de culturas, la mezcla entre el folklore y el rock. No sé, cosas nuevas... Tampoco me gusta demasiado el candombe mezclado con el rock, ya está...
–Claro, ¡si ya lo hiciste vos!
–Es que podemos ir por otros lados. Y me parece que no hace falta andar explicando tanto, las respuestas hay que encontrarlas en el arte. Para mí, en el primer disco de Vicentico encontrás eso que falta en el disco de Los Piojos. Yo peleé muchísimo para que las tumbadoras entraran en un disco de Los Piojos. En esa época era cosa de putos. Y después la banda quedó ligada con eso, pero costó mucho. Por una parte, qué bueno que esté, más allá de que haya costado, porque también podría haber sido un no rotundo y no entraba, pero era todo un laburo. Verano del ‘92 era un reggae. En esa época, Pity, Micky y Tavo tocaban en La Chilinga. Cuando Andrés se fue a Londres, no me acuerdo bien a hacer qué, les dije a los chicos: “Cuélguense los tambores, vamos a tocarlo a la placita”. Vino Alfredo Toth, que era el productor del disco, y le enloqueció la idea. Cuando Andrés volvió, le encantó. Pero si no hubiera sido por eso, era casi imposible que hiciéramos un tema así.
–¿No extrañás nada ser parte de una banda de rock?
–No, no.
–¿Fuiste a ver a Los Piojos después de tu salida?
–No. Hay cosas con ellos que son más fuertes que lo musical. Los conozco desde muy chicos. No sé si tengo ganas de ir a ver un show, prefiero ir a la casa de alguno a tomar mate. Varias veces me invitaron, pero no...
–¿Escuchaste los discos que hicieron sin vos?
–No. ¡Pero porque no escucho ningún disco! Ni los de Vicentico, ni los de La Chilinga: nada. Pero eso ya es material para el psicólogo.
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