Jueves, 25 de julio de 2002 | Hoy
UN PASEO POR LOS MARGENES DEL ROCK HECHO EN BUENOS AIRES, AQUI Y AHORA
¿Qué hay de cierto en aquello de “acá no está pasando nada”? ¿Qué es de la vida del under en la Capital de un país sepultado? Antes de extenderse en esa clase de reflexiones apocalípticas, el No trazó un itinerario azaroso de un posible fin de semana rocker: antros húmedos, acoples y sótanos, 50, 100 gatos y gatas locos y la energía propia del momento inicial de algo.
1. JUEVES, SALON
PUEYRREDON
POR PABLO PLOTKIN
El rock, todo el
mundo sabe, murió y revivió tantas veces como le fueron necesarias.
Así y todo, hay cosas que permanecen inalterables. Un pequeño
festival garage un jueves a la noche fue, es y será más o menos
lo mismo. Impuntualidad, riñas, rock sucio, poca gente, cerveza no del
todo fría. El Salón Pueyrredón es el lugar perfecto para
esa clase de puesta en escena: una guarida anarquista levantada en Palermo,
entre la Godoy Cruz de los travestis y la Santa Fe de la cumbia. Esta noche,
se supone, tocan tres bandas: Glasgow, Mujercitas Terror y Cexxxa. La fecha
se denomina Fiesta Cham Punk, lleva más de dos horas de demora y el escenario
está a oscuras, con un par de integrantes de Mujercitas Terror aullando
en micrófonos desconectados. Resultaría una especie de prueba
de sonido sin sonido, y la mayor parte del público está tomando
algo o mirando una extraña película en la que Melanie Griffith
es secuestrada por un comando de terroristas cinematográficos.
A eso de las dos de la mañana, Cexxxa sale al escenario. Ahora sí,
hay sonido, luces y una audiencia conformada por unas cincuenta personas. El
guitarrista y cantante es César, un chico que alguna vez tocó
con Gori (ex Fun People, actual Fantasmagoria) en un grupo llamado Catarsis.
Cexxxa es un trío de rock melódico, con cierto filo post-punk
y un pequeño pero respetable arsenal de estribillos pegadizos. El público
celebra la aparición. Después de unas diez canciones de amor sin
demasiada melancolía, la gente pide otra. “No tenemos más”,
se excusa César, y entonces vuelve a tocar un tema que en alguna parte
menciona la palabra “lluvia”. El sonríe y las chicas del público
también.
Llega Glasgow. Cinco ex ramoneros devenidos en rolingas psicodélicos
que en su momento –puede suponerse– habrán flasheado con el
disco stone de Primal Scream, Give out but don’t give up. Tienen dos cantantes;
uno es una especie de Pity revoltoso y otro usa corbata y parece una mezcla
de Tanguito y el cantante de los Hives. Hacen rock and roll fiestero, con algunas
canciones reservadas a la protesta como la explícita “Está
todo mal”, que en el Salón cuenta con las participaciones de Gori
(guitarra) y Pato (voz). También pasa una versión de “Search
& destroy”, de Iggy. El final llega con los cantantes revolcándose
en el piso y el baterista mostrándole el culo a la audiencia. “De
esto se trata más o menos el rock and roll, ¿no?”, dice uno
de ellos.
Cerca de las cuatro de la mañana, la velada debería cerrar con
el show de Mujercitas Terror, un grupo mixto que se destaca por el look de una
de sus integrantes (una rubia con un vestido de novia de película de
horror) y del que aparenta ser el frontman, mezcla de Tim Burton y Carca. Se
comenta que hacen un rock ruidoso y revulsivo, con cierta coherencia estética.
El asunto es que los músicos están discutiendo sobre el escenario
con los dueños del Salón por algunas cuentas pendientes, y al
final se resuelve cortarles el sonido. Los artistas están a las puteadas;
los del lugar los acusan de irrespetuosos. Nadie hace demasiado escándalo,
tampoco. Era jueves, de última, y ya se hizo bastante tarde.
2. VIERNES,
DOWNTOWN
POR
ROQUE CASCIERO
La mitad del escenario
en la que está emplazada la batería está construida con
ladrillos, pero el frente es una tarima que no da la impresión de aguantar
demasiado peso. Danger, danger: el show de Les Enfants está terminando
y el bajista y cantante Marcos (ex integrante de Leo García is Dead)
se deja caer de rodillas. Daria, que ya dejó la guitarra, y Hernán
(voz) se le tiran encima. Marcos sigue tocando como puede, en medio de un revoltijo
humano. Mientras, Ramiro (batería) yDemián (guitarra) continúan
construyendo un drone energético. Un amigo de la banda graba el show
en su handycam, pero nunca apunta la lente hacia el público indiferente.
Son las tres de la mañana del sábado y en un sótano de
la ciudad, algunas chicas que parecen salidas del fans club de un cantante latino
se quejan a los gritos porque la banda insiste en tocar, cuando ellas quisieran
estar festejando un cumpleaños. Les Enfants toca la última nota
de la canción y enseguida suena Bob Marley por los parlantes, no sea
cosa que el grupo pretenda seguir adelante. Las chicas, supuestas habitués,
respiran aliviadas.
Al principio, la tolerancia era mayor. The Elevators decidieron no dar el presente,
así que los reemplaza un invitado ignoto que insiste en repetir una nota
durante minutos. Pretende ser hipnótico, pero sólo logra aburrir.
Encima, el micrófono para la voz parece estar apagado, como en el resto
de la noche. El público se lo toma en joda y le pide otra, pero el chico
no hace caso. Enseguida suben Fernando Cenzabella y sus Pacientes, un trío
punk que debuta-debuta en vivo con un cover adrenalínico: “Death
Valley 69”, de Sonic Youth. Cenzabella era el guitarrista de Sugar Tampaxxx
hasta que Sol Shurman decidió irse, y lo acompañan la platinada
Soledad (bajo, voz y actitud riot grrrl) y Federico (batería). Desajustado,
como corresponde en un debut, el trío apunta, pega y desaparece: el set
es breve y potente, con otros dos covers emblemáticos (Ramones y Stooges)
que ayudan a imaginar a qué futuro aspiran.
Les Enfants le hacen honor a su nombre, porque a un par de sus miembros le falta
bastante para cumplir los veinte. Sin embargo, parecen seguros de lo que hacen,
más allá de que Daria prefiera anteponer un despliegue de actitud
a la concentración para tocar en tempo. Demián es todo lo contrario:
podría pasar por una estatua, pero crea mantras eléctricos con
su guitarra. Cuando se pierde en la música, Marcos salta, y su metro
ochenta y pico de delgadez extrema casi choca contra el techo del lugar. Con
apenas cuatro shows, la banda parece segura de su búsqueda, que está
orientada por el costado más ruidoso de Spacemen 3 y My Bloody Valentine,
con ciertos vómitos de energía punky de cuando en cuando. El set
del quinteto desparrama vigor y buenas ideas, pese a la sonora opinión
de las chicas que apenas soportan la imposibilidad de soplar velitas y comer
torta. Es más que evidente: alguien se ha equivocado de lugar.
3. VIERNES,
ESPECIAL
POR PABLO MARCHETTI
La Astro Zombie
Feast estaba programada para la medianoche, pero es la una y media de la mañana
y todavía no llegó casi nadie. Quince minutos después,
alguien pregunta en la puerta: “¿A qué hora empieza?”.
“Ya empezó –contestan–. Está tocando Acum 23.”
Acum es Bruno de Vincenti, argentino, 27 años, que toca con una laptop
y una multiefecto y, dice, hace inteligent, pero desde el ‘95 pasó
“por todos los estilos: ambient, house, tecno, drum’n’bass”.
Tiene tres temas editados en compilados e integra Miranda, banda para la que
se encarga de la multiefecto y de producir bases. Su performance se va poniendo
movidita con la llegada de la gente y al final algunos bailan. En la pantalla
se proyecta una y otra vez el final de Blade Runner, película de la que
Acum es fan.
Inmediatamente (la música no se detiene durante toda la Feast) suben
los (AD). Es decir, Diego “Diéguez” Rodríguez (26, groovy
vox y portaestudio) y Nicolás Di Yorio (35, consola de efectos, casetera),
con Daniel Rodríguez (28) como músico invitado. Conceptualmente
es lo más interesante de la noche. Dicen que hacen “como free jazz,
pero sin el jazz” y la verdad es que la música resulta medio inclasificable.
Entre sus influencias rescatan al futurismo (una de las vanguardias artísticas
de comienzos del siglo XX) y a su fundador, el poeta italiano Filippo Tommaso
Marinetti, que ideó una máquina para hacer música con dos
tachos conpiedras. En la pantalla se ven imágenes de dos películas
soviéticas: La huelga (1924, dirigida por Sergei Eisenstein) y de El
hombre de la cámara (1929, de Dziga Vertov). Sobre bases entre house,
punk, hardcore y, según ellos, “influencias de la música
concreta”, se escuchan las voces de Eva Perón (que repite “el
capitalismo salvaje”), Arturo Frondizi, José López Rega y
Leopoldo Galtieri. Estas dos últimas, dicen, las pusieron “para
asustar”.
Raving Mad Carlos está dado vuelta. Puede que los otros también,
pero Carlos (el único indicio que da de su verdadero nombre, 31 años,
voz y sampler) no puede disimularlo. Su performance, sin embargo (o quizá
justamente por eso) es la más contundente de todas y es el que logra
que la pista arda y la gente no pare de bailar. Tiene una remera que dice “One
Man Band”, toma tragos y fuma mientras, de vez en cuando, mueve las perillas.
Es el único que canta, aunque de vez en cuando. Las imágenes son
un collage de lo que venga, sin otra conexión en la Tierra que la casi
calva cabeza del loco Raving. Pero funcionan perfectamente y le suman calor
a un set no demasiado interesante, pero muy contundente. Un tribunero, Carlitos.
A Bad Boy Orange (Eduardo La Forgia, 24, DJ, ex baterista de bandas de rock
“estilo Manchester” y de heavy metal) le cuesta remontar la pista
caliente que le dejó su colega. Y eso que arranca con unas imágenes
fuertes de La naranja mecánica (en obvia alusión a su alias) y
dispara algunas bases poderosas. Pero le cuesta adaptar un set complejo a una
noche que pide un final de palo y a la bolsa. De todos modos, termina siendo
la performance más trabajada en cuanto a tocar en vivo: muy concentrado
y sin relajarse casi nunca, alterna vinilos, CD, acetatos (discos de vinilo
de una sola copia, con música propia), efectos y scratchs. Aunque cuesta
un poco, al final el drum’n’bass del chico malo hace mover la patita
a todos. Y eso que parecía que no pasaba naranja, Orange.
4. DOMINGO,
CEMENTO
POR CRISTIAN VITALE
Seis de la tarde.
Hora poco ortodoxa para un show de rock, al menos según la usanza porteña.
Afuera, nadie. Adentro, poco más de 200 personas esperando por el primer
número: una banda hardcore de Campana llamada Bobby Slam. “¿Me
queda bien el verde?”, pregunta un chico sobre el color de rimmel a la
maquilladora. Tras él, tres más esperan para pintarse los labios.
De fondo, una feria de fanzines, muñequitos, calcos, discos y prendedores
con coloridos motivos hardcore: Fun People, Bad Religion, The Cure, Los Crudos
y Apatía No dominan el artesanal merchandising. Algunos compran, muchos
esperan por Cucsifae, pocos toman cerveza. Es cara: medio litro vale 3 pesos;
un litro, cinco. Prefieren el pancho y la coca a dos mangos.
Con cierto retraso, empieza el aperitivo: Bobby Slam. Algunos siguen en la feria,
otros terminan de pintarse, unos 60 se arriman a escucharlos. El sonido es malo.
El acople, ensordecedor. La chica que está al frente se defiende y empalaga.
Tocan media hora de hardcore melódico y se van. El “patio”
de Cemento –llueve más adentro que afuera– vuelve a llenarse:
mucha mochila con prendedores, camperas Adidas de colores, cinturones con tachas,
pantalones muy por debajo del nivel de la cintura, batidos tipo Boom Boom Kid.
El público del Festival Sensible –así se llama– es hipertranquilo.
“Hay varias especies de hardcore. Nosotros somos los sensibles, estamos
contra la violencia y el machismo. El pogo de los fans es tranquilo, sólo
tratan de pasarla bien”, cuenta Lucas, cantante y guitarrista de Cucsifae,
echado de Fun People por Nekro.
Es el turno de Nos-Independencia, banda punk rock chilena, aunque ellos prefieren
denominarse “rock-proleta”. Suenan por momentos a Biohazard, Deftones
o Madball. Potencia, desprolijidad, reivindicación lésbica ycerteros
disparos contra el dictador Pinochet. Pero nadie acusa recibo. “En la Argentina,
la gente es apática con las bandas de Sudamérica –se queja
Soledad, bajista de Cucsifae–. En cambio, cuando nosotros vamos a Chile
ellos se re-copan. Con estas movidas sin frontera tratamos de generar que los
argentinos cambien. Seguro que si viene una banda yanqui, saltan todos por más
que no les guste. Eso no tiene nada que ver.”
Otro visitante es Pirexia, grupo de Las Piedras, Uruguay. Bajan del barco y
suben a tocar. El baterista, Mauro, es buenísimo. Cortes de jazz en pleno
punk rock. Canta Joaquín, salta de a dos metros, acompaña el estruendo.
Las letras conjugan amor y rabia. “Todos los hijos de puta de esa época
se están volviendo locos... bien merecido lo tienen”, grita el cantante
en “Desaparición”, una buena canción. Pero advierte
el clima: “No parece que la estén pasando bien, están todos
quietos”.
Lucas marca tres y arranca Cucsifae. Ahora sí están todos. Se
abre un círculo: los chicos, pintados, poguean en calma; las chicas,
pintadas, los miran desde el borde. Letras en inglés, agudos melódicos,
algo de psicodelia. “Hace mil años que no tocamos, tocar es una
necesidad fisiológica”, dice el cantante.
A la medianoche, Cemento queda otra vez oscuro y en silencio.
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