CRóNICA SOBRE EL SHOW DE DIVIDIDOS EN LA PUNA TILCAREñA
Un Cristo tapado por demás, peregrinos rockeros en busca de comestible, rugby de altura, músicos con ganas de caminar y funcionarios todoterreno son algunas de las postales que dejó el impactante show de Divididos en Tilcara, por la salida de Amapola del ‘66.
› Por Mariano Blejman
Diego Arnedo observa que hay algo extraño en un Cristo dorado que está frente a la iglesia de Tilcara: alguien le ha puesto un taparrabos bastante más grande de lo normal. Es algo así como una pollera roja oscura que llega hasta abajo de sus rodillas. “Eso no estaba ahí hace un rato”, les dice Arnedo a algunos compañeros del inmenso equipo de producción que llegó hasta Tilcara a presentar Amapola del ‘66. Son las cuatro de la mañana, el show ha terminado hace rato y el baterista Catriel se divierte en el bar de enfrente, dado en llamar La Peña del Colla. De Ricardo Mollo no hay noticias, pero se presume en su hotel junto a Natalia Oreiro.
Diversas teorías, algunas un tanto esotéricas y otras más bien existencialistas, se apropian de la conversación, mientras las calles de Tilcara todavía están plagadas de jóvenes aferrados a la guitarra, a los vinos en cajita, a cervezas ya calientes, a los amigos de siempre y a los recién hechos. El Cristo de brazos abiertos permanece inmutable frente a los feligreses de Divididos, que se han devorado toda la comida de Tilcara hace rato, y ahora vagan por las calles con el ánima encontrada, y la panza llena. Tal vez el rock encontró su redención y a Cristo le da cierto pudor. El show de Divididos en la Laguna de los Patos, a 2 kilómetros de la plaza de Tilcara, acaba de reunir unas 15 mil personas, esparcidas ahora como termitas por la penumbra de la Puna.
La presentación del flamante disco de Amapola del ‘66 encuentra en el altiplanito su amalgama natural entre rock y folklore. Divididos llega en un momento inmejorable, sin contratos discográficos a futuro, con libertad creativa y aspiraciones de volver a la rueda de la industria. Ocho años después de su último disco y diez años después de su primer y hasta entonces único show en Tilcara, el impecable semblante de Mollo habla de unas tremendas ganas de seguir, pero sin condicionamientos de ningún tipo, en un mercado discográfico cada vez más confuso, con intereses cada vez más cruzados con la política en los prolegómenos de un año electoral.
“Tenés que venir, porque es alucinante. Acá no llueve nunca”, le había dicho Ricardo Mollo a Gillespie por la FM Rock & Pop, unos días antes. Mollo llegó el 17 de marzo a Purmamarca, a 26 kilómetros de Tilcara, abrió la puerta de un hospedaje y preguntó si había lugar. Había. Después estuvo caminando unas horas, más o menos hasta las 20.30. “Caminar hace bien a la cabeza porque los pensamientos siguen de largo, no se instalan”, dice Mollo. “Había que estar un poco antes. No corras que te agitás”, cuenta el cantante, que llegó dos días antes que Arnedo y Catriel. Sobre la fecha, Tilcara recibe un centenar de personas dedicadas al show, entre la producción, los realizadores del DVD, el imbatible manager Killing, periodistas, fotógrafos, funcionarios locales y del gobierno porteño...
“¿Sacaste fotos?”, le pregunta Gillespie. “Soy bastante raro, me putean porque no saco fotos. Pero ahora saco con un celular, que ya es un montón”, responde Mollo. Divididos trasladó su estudio completo La Calandria a Tilcara en un inmenso camión. “No trajimos las paredes porque no las necesitábamos”, dice Mollo.
El 24 de marzo terminan tocando en un acto en conmemoración del golpe de Estado. “Está bueno que se recuerde”, le dice Mollo a Este asunto suena raro, el programa que conduce Lisandro Aristimuño por FM La Tribu. Durante la entrevista, Mollo camina por las calles de Tilcara y al aire se escuchan voces visitantes que ya están apropiándose del lugar. Piensan hacer unas escenas para un próximo DVD en una callecita del lugar, pero cuando un hombre los echa, terminan en la plaza a las 2.30 de la mañana, convirtiendo la toma en un minirrecital para 50 personas. Durante toda la semana, Mollo, Arnedo y Catriel transcurren entre ensayos que terminan en asados y asados que terminan en ensayos, con músicos del lugar. Fortunato Ramos, Micaela Chauque, los músicos del fallecido Ricardo Vilca y Facundo Nardone, entre otros, ensayan frente a la plaza central de Tilcara, y la gente se agrupa en la puerta. “Entran un montón de pibes adentro”, cuenta Mollo, después. El cantante tiene claro que esta vez la movida será más grande que la primera, cuando tocaron frente al Pucará de Tilcara. En la cancha de rugby de la Laguna de Los Patos, dice Mollo, se jugó un solo partido, y habría que ver en qué circunstancias y con qué efecto doblaba la pelota ovalada, a 2500 metros de altura. Para el jueves 25, la capacidad hotelera está casi colmada. Sólo quedan algunos lugares en el camping. El escenario está terminando de montarse, y la producción en altura cuesta horrores.
Un día antes del show hay ensayo general y unas doscientas personas respetan religiosamente las indicaciones de la gente de la producción para que no se acerquen al escenario. ¿El motivo? La filmación del DVD logra que los fans permanezcan inmóviles a unos 40 metros del escenario. Así pasan para las cámaras El arriero, Hombre U, Buscando un ángel, Mantecoso (“El servicio del rock es más grande que la artística del rock”, dice sobre el tema Arnedo en el DVD), Muerto a laburar (compuesto según sugiere Mollo en honor a Michael Jackson), y finalmente pisan las tablas los amigos del asado, Micaela Chauque, Gustavo Patiño, Facundo Nardone, y después de pasar por Senderos y Jujuy (dos temas centrales en la concepción del disco y que difícilmente quieran tocar separados), aparece una obra maestra en la versión de Mañana en el abasto con erke (disculpe el lector del NOA, pero el erke requiere una descripción: es un cuerno colocado en la punta de una caña larga, por la cual se sopla), y el bombo bagualero de la Chauque, que vienen a confirmar eso que Mollo decía por lo bajo: que saber mucho de técnica no es lo mismo que ponerle sentimiento a lo que uno toca. Esa versión de Mañana en el Abasto es el Aleph borgeano del rock nacional: todos los espíritus musicales embutidos en una clase magistral.
El intendente radical de Tilcara, Félix Pérez, anda con un handy en la mano y recibe al mochilero Hernán Lombardi en el aeropuerto, que viene a explicar por qué han puesto recursos de la Ciudad de Buenos Aires para realizar un show en Jujuy. “Es un aporte al Bicentenario”, dice el jefe de prensa del ministro de Cultura porteño. Pero Félix Pérez tiene unos clavos que están intentando enderezarle el antebrazo desde que se cayó, “por borracho”, cuenta él. Después del ensayo, los integrantes de Divididos son invitados por el intendente para recibirse de ciudadanos ilustres.
A unas cuadras de allí, en la esquina de la plaza central, está La Peña de Carlitos, atendida por su dueño, músico entrador y carismático que toca todas las noches casi una hora y después se queda charlando un rato en cada mesa. Carlitos cuenta que rearmó la esquina que le dejaron sus viejos, destruida por un gran viento hace unos años, con una “minga” comunitaria. Cuenta también que desde que Tilcara se declaró Patrimonio de la Humanidad, la ciudad se convirtió en un gran negocio inmobiliario, que aparecieron antiguos dueños que hacía décadas no pintaban a reclamar tierras olvidadas, que por ahora el tema de las minas explotadas a cielo abierto está parado, pero quién sabe hasta cuándo, y después convida otra empanada y un platito de queso de cabra con dulce de batata.
Terminando el viernes 26, cuando faltan unas cuantas horas para el show del sábado, la fila india de mochileros no para de crecer. Jujeños, catamarqueños, tucumanos, salteños, mendocinos, cordobeses y unos cuantos porteños desandan el camino hacia el camping, con paradas esporádicas en la plaza, centro de la payada rockera. Ahora bien, una reflexión sobre el fogón: finalmente, las canciones de Los Redondos, Divididos, La Renga, Pappo y Andrés Calamaro han logrado imponerse a los antediluvianos rasguidos de Sui Géneris, salvo por alguna que otra canción de Tanguito, o Me gusta ese tajo, de Spinetta.
Mientras en la plaza venden el disco original a 70 pesos (que incluye DVD), el público que se disgrega por Tilcara es lo más parecido a “la clase media” del rock, estudiantes universitarios, con ambición de ascenso social, bien informados, debatidores. Una jujeña dice que, por cierto despliegue automotor, “esto se parece a Punta del Noroeste”, pero lo cierto es que es notable la armonía con la que ocurren las cosas. Y cuando a eso de las tres de la tarde la masa rockera camina lentamente dos kilómetros hasta el escenario, una caravana de puestos de comida de altura acompaña la procesión. “Realmente pasa algo con el clima y el espacio, la gente se relaja. En Buenos Aires no hay espacio, entonces la gente se altera mucho”, decía Mollo un par de días atrás.
Pero, a esta altura, el relajo ya no es tal. La policía de la provincia de Jujuy hace double check de bolsos, pero igual pasa de todo. Por ahí viene Eduardo de la Puente haciendo informes para el sitio de ¿Cuál es?, acribillado mansamente a preguntas y saludos para Pergolini y “la tele” (donde ya no está, pero la tele es así). También derrapa Lalo Mir, conectado con quienes hacen el DVD, y toda la parafernalia de fotógrafos y camarógrafos, algunos de ellos más interesados por descubrir a Natalia Oreiro en la carpita de atrás que en escuchar los rasguidos de Ricardo.
El recital arranca tarde por la lluvia (“acá no llueve nunca”, le había dicho Mollo a Gillespie), músicos, periodistas y público en general corren a esconderse donde pueden: abajo de los camiones, detrás de las piedras, adentro de algunos autos, en la consola de sonido. Como si quisieran adelantarse en la peregrinación de Punta Corral que va a comenzar un día después, a 30 kilómetros de la ruta, Mollo le pide a la Virgen que pare... y para. Durante el show, aquello que había sido un ensayo minimalista un día antes cobra una fuerza notable, pero sin saturación. Es como si esa limpieza sonora que adquirieron en el disco (“¿será porque nos casamos?”, se preguntaba Diego Arnedo en la entrevista que le hizo Alfredo Rosso para el DVD) se hubiera terminado de asentar en la altura. Y después de Senderos y Jujuy, entonces, Micaela Chauque canta en copla “de arriba viene lloviendo, de abajo viene tronando, nosotros con Divididos, la tradición festejamos”.
La peña rockera sube con Perro Funk, Rasputín, El 38, Ala Delta, Amapola del ‘66 con un final a bombo mojado, épico y onírico, que reinterpreta esa connotación opiácea, beatlemaníaca, onganíaca, pero también recuerda aquella fiesta de “Pajarito (Zaguri) y Moris arriba del Rastrojero haciendo quilombo y promocionando Rebelde”, como dice Mollo. Metal y carnaval. Jet, ¿qué esperas? Mañana se peregrina para Buenos Aires. Pero ahora, después del show, la procesión va por el centro, copa la parada con innumerables guitarreadas, que resisten en caminatas esporádicas los desalojos de la policía provincial, no queda comida en el pueblo y sólo La Peña de Carlitos puede salvar a este cronista y sus colegas del famelismo, con empanadas de queso, vendidas como si fueran ilegales.
Y así, después de ese encuentro algo místico con el Cristo tapado misteriosamente hasta las rodillas frente a La Peña del Colla, Arnedo y Catriel van a terminar en lo de Nina, un emblemático luthier tilcareño con aspecto de cacique, los ojos bien adentro pero nada ciegos, que abrió su rancho de una sola puerta para convertirlo en una especie de “after” andino donde todo puede pasar a cualquier hora, como si el encuentro fuera un loop de trasnoche conversada y con alcohol en sangre. Catriel y Arnedo piden un bombo y amenazan con sonorizar la peña, pero ya es demasiado tarde como para encarar otra cuesta. Sólo queda esperar una cálida mañana de sol. Y rogar que Cristo finalmente se destape.
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