Es diciembre, es enero, es febrero, es esperable: hace calor. Y las altas temperaturas no sólo hacen sufrir a los seres vivos –sean homo sapiens, helechos o mascotas– sino también a los objetos inanimados. Bien lo sabe nuestro epitelio cada vez que nos vestimos, al notar la tela ardiente de nuestra remera de los Ramones. Bien lo sabe nuestra epidermis cada vez que nos bañamos, al notar la tela ardiente de aquel toallón choreado oportunamente de un hotel. Pero no sólo los productos textiles parecen quemarnos la piel; también los discos parecen subir de temperatura durante el verano.

La prueba empírica está al alcance de la mano y se la puede realizar en cualquier discoteca doméstica sita en un ambiente que carezca de refrigeración asistida. El plástico de la tapa de los CD resulta sospechosamente caliente al tacto en estos días: andá, toqueteá, verificá. No se trata de un fenómeno que sólo afecta a los discos que contienen canciones como Hace calor, de Los Rodríguez; Fuego, de Intoxicados; Light my Fire, de The Doors; Dame fuego, de Sandro y Los de Fuego; Eternal Flame, de The Bangles; Estaba en llamas cuando me acosté, de Charly García; ni Fuego caliente, de Fidel Nadal (a propósito, ¿por qué no hay canciones de rock sobre sopletes o matafuegos?). Pasa con todos los CDs. Y ahí da para sospechar que el calor que emana de la música no siempre tiene que ver con la pasión ígnea del artista, ni con la sudorosa reacción del oyente.

Por estos días, aun las canciones del cantautor más apático pueden hacer caer chorros de sudor al público más indiferente de todos los países escandinavos. Por estos días, aun la persona menos ricotera del mundo puede admitir que el Indio Solari tenía algo de razón al bautizar a su banda post-Redondos como Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado: hay días en los que cualquier persona es una potencial célula dormida del integrismo de las frigorías.