Jue 06.02.2003
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FIN DE SEMANA DE REGGAE EN LA MONTAÑA

Vibraciones

El festival “Oye Reggae” reunió buena parte de la escena argentina del género, convocó a más de 800 personas en el impactante paisaje del cerro Las Gemelas y dejó algunas certezas, pero también interrogantes.

› Por Esteban Pintos

Desde Capilla del Monte, Córdoba

lAquí nadie usa reloj y ése es un detalle mínimo porque, después de todo, ¿a quién le importa saber la hora? A mil metros de altura, sobre el cerro Las Gemelas –a cinco kilómetros de Capilla del Monte, en la región del valle de Punilla–, la cuestión horaria poco importa. Una vaca que se escapó de su corral pasa por entre varios autos estacionados, gente tirada en el pasto y algunos perros que se enojan y ladran. Está sonando, de fondo, “Get up stand up” versión Marley. Hace calor pero no pasa nada. Un poco más arriba de donde esto ocurre, unas setenta personas pasan el rato dentro y fuera del agua de una pileta que emerge sobre la ladera del cerro. El cuadro es revelador y las circunstancias en las que ocurren las imágenes reseñadas, también. El Festival Oye en la montaña, cuya segunda edición se concretó el fin de semana pasado con unas 800 personas dando vueltas, subiendo y bajando al cerro como podían (a pie, en camión, en algunas combis), presenta estas particularidades que lo hacen único. Reggae en la montaña, en un paisaje serrano soñado: ésa es la buena idea que un grupo de jóvenes músicos y amantes de esta música tan especial tuvo, y concretó. El domingo a las siete de la tarde, cuando el negro Brown de Abuela Coca –uruguayo rastaman, buena combinación– entonó dulcemente “Waiting in vain”, el sol caía a pleno sobre las laderas de los cerros y algunas nubes oficiaban de filtro lumínico, quedó claro que esto recién comienza. Papá Bob Marley todo lo puede.
Gabriel Giordano (Gabo para todos), cantante de Los Superskunk, es la cabeza visible de un pequeño y entusiasta equipo de producción que organiza estos festivales. Cuenta que pasó buena parte de su infancia y adolescencia en este paisaje encantado (su abuelo y su padre viven por aquí) y que solía venir a tocar con su grupo por esta zona hasta que conoció “el lugar”. El lugar es el complejo turístico “Agua de los palos”, propiedad de otro joven como él (Lucho), el mismo sitio en donde se hacen algunas fiestas electrónicas, competencias de parapente y demás. Gabo dice que en la primera edición le quedaron 12 pesos como toda ganancia, pero que insistió. Por eso el numeroso cartel de este año, y la idea de sumar más bandas e incluso aventurarse con algún nombre pesado del género (Steel Pulse, sueña) para la edición 2004. “Me gasto la guita en lo que me gusta”, dice sin soberbia pero con toda lógica. Quién pudiera ¿no lo haría? El lo hizo. Tratando de atender todos los detalles de semejante emprendimiento, lidiando con generadores de electricidad que dejaron de funcionar y combis que nunca aparecían para transportar gente, Gabo se hizo un lugar para cantar una linda versión reggae del clásico folklórico “Drume negrito”, cerca del final del show de Los Superskunk. Era noche plena de sábado y el cuadro, una vez más, pareció perfecto.
Ahora bien: el reggae argentino todavía no se ha puesto de pie, apenas está dando sus primeros pasos. El difuso árbol genealógico local del género, desde que Luca Prodan llegó a Córdoba con el dinero suficiente para comprar vacas y algunas hectáreas de campo (no tan casualidad, en el mismo paisaje serrano cordobés, en otra región de la provincia), cuenta con dos décadas de vida y todavía no creció lo suficiente como para afirmar una escena con personalidad y actitud distintivas. Parece difícil traducir una música que incluye ideología y religión, con un mensaje espiritual tan fuerte, a la idiosincrasia argentina básica. Sobró y sobra snobismo, culto a la imagen (los colores, la iconografía rastafari, hablar de “Jah” y “Selasie ai”), cierto marketing de la marihuana y poco más. El reggae argentino no es un género que haya prendido en el proletariado del rock, el mismo que prefiere el rock stone o la cumbia. El día que esto suceda, tal vez, algunas cosas cambien (válido es pensar en el antecedente de la “amistad” Pablo Lescano-Fidel Nadal, con todo lo que estos personajes son, hacen, dicen y representan).
En los grupos que tocaron en este festival, los más “puristas” (Los Cafres, Los Superskunk, Riddim, Mensajeros, Nonpalidece, CronikSinsemilla,Juan Maiorano, Kalipsonians) se sostiene buena parte del movimiento actual. A ellos debería sumarse Resistencia Suburbana, Aztecas Tupro y algunos otros nombres. Todos circulan por un circuito más bien pequeño de actuaciones, ediciones discográficas, shows conjuntos y el entusiasmo por hacer crecer la escena. Todavía están en eso, y eso se reflejó aquí. Eso sí: en el festival, además, hubo pequeñas revelaciones de la mano de dos bandas con mujeres al frente. El sábado, los muy prolijos y enérgicos Spiritual Reggae brillaron con una chica cantante (Sol, sub 20, buena imagen) que dará que hablar. El grupo suena bien, se deja llevar por la cadencia única de esta música y dice cosas en sus letras. Con un rato de buenas canciones se hizo notar por sobre la media. El domingo, ese lugar fue ocupado por Wincox: reggae en estado puro y una cantante negra que entonó dulcemente esas canciones. El mismo día, dos integrantes de Abuela Coca hicieron algo grande de lo pequeño: solos con sus guitarras y una máquina de ritmo, los dos uruguayos enviados a Córdoba recrearon grandes clásicos de Marley y encendieron al público.
Los cordobeses Armando Flores y los mendocinos Karamelo Santo, presentes en el festival (otra buena idea), no son precisamente bandas de reggae y eso quedó claro en sus dos calientes performances. Los Karamelo les hicieron frente –como corresponde– a las dificultades eléctricas del sábado (un generador dejó de funcionar, se hizo complicado subir otro) y mostraron que son una banda viva, con mucho por recorrer y dar. Entre reggae, ska, cumbia y hardcore, hablando de amores, culebras y vino pero también denunciando el presente, levantaron al público que los observaba en la oscuridad. Esto fue así, realmente: la electricidad apenas alcanzaba para que el sonido, las luces y los instrumentos funcionaran. El resto de la iluminación esa noche corrió por cuenta de las miles de estrellas que se ocupaban de permanecer sobre la serranía. Felizmente. Al otro día, ya con energía eléctrica recompuesta, Armando Flores se hizo un lugar con ese funk-hardcore reggae de intenciones y expresiones contestatarias, sostenidos en la buena escena general y el carisma de su cantante y bajista (“El ají”, un pelado cordobés hiperkinético). Si no fuera porque insisten en extender las canciones hasta donde no se puede o debe -demasiados solos de guitarra, demasiado protagonismo del bajo, largas zapadas–, el grupo hubiera redondeado uno de los mejores momentos del festival. Aun así, lo hicieron. Madrugada del lunes. Bajar del cerro en un camión cuya actividad es –según reza un pequeño letrero en uno de sus lados– “transporte de sustancias alimenticias” no es lo mejor, piensan músicos, periodistas y roadies de algunas bandas. Es el fin de un fin de semana vivido en un paisaje impactante, con buena música de fondo y el espíritu de papá Bob sobrevolando la serranía. Llegado el caso, poco importa todo lo demás: el reggae suele resultar infalible en lugares así.

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