CRóNICA DE UN VIAJE AL MUNDO DE LOS NIñOS EN BOLIVIA
Niños mineros, niños campesinos, niños sirvientes, niños explotados. La convivencia laboral de los niños con sus familias en las minas de Potosí, en La Paz y en Titicaca.
› Por Brian Majlin
Pedro Romero, Pedrito, hace cuentas y saca porcentajes con una calculadora grandota, que apenas le cabe en sus manos pequeñas. Hace números que no le corresponden, ni por oficio, ni por edad escolar. No hay razones para que sepa manejar esa calculadora y sacar porcentajes de descuentos a tal velocidad. Eso sí: a la hora de cobrar, llaman a papá Fabián. Villazón, en Bolivia, es un reducto comercial. Es una pequeña ciudad fronteriza cubierta de ese polvo rojizo que cubre todo el NOA argentino y también la mitad sur de Bolivia. Apenas cruzando el paso fronterizo de La Quiaca se ven los primeros comercios de este paraíso de la compra-venta que, en verano, se llena de jóvenes hordas argentinas en tránsito.
En cada puesto, precario o más formal, se amontonan infinitos productos. Artesanales, tecnológicos o de dudoso origen. Allí, entre regateos y descuentos, aparece Pedrito. También está su hermana Lucía. Y los padres, Fabián y Sebastiana. Los hermanos Romero tienen 8 y 10 años. Mientras hacen números –”pues te dejo dos paños a 50 pesos”–, Lucía le tira del cabello a Pedro, que la regaña severo: “Estamos trabajando, Niñitay, ahora no se juega”.
“Aquí, los niños ayudan porque hace falta y porque tampoco tenemos dónde dejarlos o mandarlos”, explican los padres, con naturalidad. Pedro se ríe. “A mí me gusta ayudar”, dice y sonríe, algo tímido. Los juegos típicos de la edad. Aquellos años en que los niños juegan a vender. Por Villazón, lejos del juego, los niños son expertos en regateo y números de varias cifras. Son tenaces comerciantes –”Llévate pues”, insisten– y avezados cuentapropistas. Son adultos responsables y parte de las estadísticas.
Hay cerca de 18 millones de niños trabajando en América latina y el Caribe, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En el mundo, más de 200 millones. En Bolivia se supone que hay más de 800 mil chicos trabajando pero la cifra es imposble de verificar: nadie controla nada en la meseta andina. Niños mineros, niños campesinos, niños sirvientes, niños explotados sexualmente. Niños que manipulan fácilmente los materiales, que se mueven por espacios menores en la montaña, que apuestan al cooperativismo, que no tienen horarios.
En pleno 2012, el buena cantidad de los chicos de Bolivia trabaja. No van a la escuela o lo hacen a medias. Que no tienen tiempo para jugar y esparcirse. Que ven deteriorada su salud (física y mental). En fin, que son parte de un mundo de adultos. Esta crónica es un pedazo de ese mundo. Muy chiquito. Un par de historias que dan color a la estadística. Color gris, claro. De sur a norte. De Villazón a la Isla del Sol. Para ver y oír. Para entender el juego del trabajo.
Los niños que mendigan, los niños que limpian vidrios, los niños trapitos, los niños que venden medias en el centro. En las grandes ciudades, siempre asombra e incomoda la imagen de esos niños esclavos de su necesidad y del trabajo. Fuera de las grandes ciudades, la división entre la niñez y la adultez es más bien borrosa. En el campo, en las casas, en los comercios. Los niños son un bien familiar, mano de obra que ayuda a obtener el alimento.
En Bolivia, una de las actividades más tradicionales del continente es la que más chicos emplea. En el mismo sitio donde esclavizaron y murieron decenas de miles de indígenas, bajo el rótulo de aprendices, miles de jóvenes se adentran en los húmedos e infaustos socavones para arañar metales.
La minería, actividad principal de la zona desde 1545, cuando descubrieron el metal de Potosí, sigue siendo el refugio predilecto de las masas trabajadoras del interior boliviano. En Cerro Rico, a 4200 metros sobre el nivel del mar, está Jorge Escobar. Ojos rasgados, pelo crespo y ralo, moreno, piel curtida del sol, la sombra y la altura. Pectorales inflamados, bíceps tonificados, mirada seria. Jamás una sonrisa y muy pocas palabras. Es aprendiz. Aún no acaba la secundaria y seis veces a la semana se instala en el tercer nivel de la Sección El Rosario de la mina Siglo XX. Allí, según relata al NO, “aprende”.
Es probable que su aprendizaje, entre arsénico y sulfato de cobre que hacen del aire caliente y fétido de la mina un componente fatal irrespirable, sea más vital para la subsistencia que los que la escuela le ha dado. O eso piensa y parece decir, cuando explica que quiere dejar el estudio “para no perder el tiempo”.
Allí, en la mina, a donde va desde hace dos años. “A los 14 empecé a venir”, cuenta, tiene un futuro como minero de segunda y, si se muestra laborioso y vital, una puerta hacia la cooperativa y así a su propia galería de explotación. El sueño de cualquiera: ser jefe de tu trabajo.
Eso sí: lo que saca, lo carga en su mochila que se incrusta en su espalda y sale a la luz del día, tras jornadas de más de 10 horas sin alimentos y soportadas solamente a base de pijchar coca con llijta –ceniza de quinoa y anís–. Ya afuera, aplica la matemática elemental y calcula cuánto le cabe de dinero según los valores del metal en el mercado internacional. Jefes de sí mismos, los mineros cooperativos trabajan más horas que antes y venden al precio internacional.
Su único día de esparcimiento es el domingo, cuando en la mina nadie trabaja. “¿A qué jugás?”, le consulta el NO. “Ayudo en casa y, a veces, juego al fútbol”, dice, como si ambos “juegos” estuvieran al mismo nivel.
No sólo sacando minerales trabajan. Además manipulan dinamita o diferentes productos tóxicos para separar el metal de la piedra. Dependiendo la edad y el tamaño de sus cuerpos, ocupan una u otra labor.
El promedio de vida de los trabajadores mineros absorbiendo porquerías es de 35 años. Luego, débiles y maltrechos, se agarran silicosis, la enfermedad de la mina y terminan muriendo de tuberculosis, tosiendo, en el hospital de Potosí. Mucho antes de esos 35 años ya están débiles y deben hacer otras labores o mendigar. O vivir de sus esposas, si es que tienen. O de sus hijos, con suerte. Entonces les queda tiempo de sobra para jugar, pero ya no tienen fuerzas ni ganas, y sus hijos están en la mina, así que tampoco tienen con quien hacerlo.
A principios de 1800, cuando las revoluciones libertadoras por todo el continente, nadie se hubiese escandalizado al ver un niño en una fábrica. Eran épocas de Revolución Industrial y era común la presencia y uso de pibes en labores pesadas. Agiles, dóciles, con energía vital y un rápido y corto período de recuperación. “Son maleables, fácilmente convencibles de que su labor es parte de un juego”, decían las crónicas de la época.
Después vinieron la Convención de Ginebra (1924), los Derechos Humanos (posguerras mundiales) y los Derechos del Niño, institucionalizados tras la Convención de la ONU en 1989. El panorama cambió, y sin embargo la base de todo juego occidental infantil consiste en el descubrimiento de oficios.
“¿Qué vas a ser cuando seas grande?”, se oye de tías, abuelas, padres y desconocidos. Que la Juliana ama de casa, que la Barbie veterinaria. Y los muñecos: policías, soldados, bomberos. Jugar al doctor y, para los osados y futuros científicos, un microscopio. O témperas para hacer grandes obras de arte, nada de dibujos infantiles. Obras de arte. Serás exitoso o no serás nada. Todos esos juegos, tan universales como los derechos humanos, son también cosa del género y, por supuesto, de la clase social. De dónde naciste. De qué necesidades fluyen por las calles de tu barrio, tu ciudad, tu país. De las urgencias familiares, que son las primeras urgencias. Cuanto menos se tiene, menos se juega. Y no por vicio materialista sino por una ecuación temporal: menos tiempo que perder, más tiempo que trabajar y ganar el pan del día.
El turismo es casi el 10 por ciento del PBI boliviano por estas épocas. Como toda actividad económica, aun en su pequeño crecimiento, atrae el trabajo de niños. Guías o artesanos, ayudantes de cocina, tendedores de camas. Son parte de ese paisaje. Pasando por La Paz, donde los niños se abarrotan en mercados y ferias, se llega a Tiwanaku. Es el pueblo indígena más característico de la cultura ancestral boliviana, a 80 kilómetros de la sede de gobierno nacional. Allí, hace unos años, fue investido con el poder de la tribu Evo Morales Ayma, al fundar el Estado Plurinacional. Es uno de los atractivos turísticos por excelencia, en un país que, muy de a poco, va incrementando la cantidad de visitas cada año.
Al salir del predio arqueológico y el museo, los turistas son atajados por varios chicos y adolescentes que, hasta instantes atrás, jugaban con montones de tierra y se lanzaban unos a otros. Ahora, calmados y sonrientes, ofrecen sus artesanías. Réplicas en cerámica de los tesoros arqueológicos de Bolivia. Wiracocha –uno de los dioses más relevantes de la cultura local–, la Puerta del Sol, la Pirámide de Akapana y demás elementos. “Te dejo estas seis piezas a diez pesos bolivianos”, dice uno de ellos. “Yo te dejo los dos juegos de seis a 15”, se entromete otro. Y un tercero, Erwin Seitjas, los reta por competir: “Ya, no molesten, todos pueden vender”.
Erwin tiene 11 años. Va a la escuela del pueblo, juega al fútbol en la canchita del pueblo, cuando se enferma va a la salita del pueblo y hace sus artesanías –o las compra, según cuáles– en el pueblo. Nunca ha salido de allí. “No conozco La Paz, ni El Alto, pero pronto iré”, dice, como quien asegura que viajará por el mundo entero. Como un aventurero.
“Voy a la escuela y luego vengo aquí a vender, para ayudar a mis padres y hermanos. Somos cinco”, cuenta con la misma sonrisa que tiene para ofrecer sus piezas. El pueblo de Tiwanaku es un lodazal en época de lluvias. Aunque el sol pegue fuerte unas horas al día, siempre hay más agua para embarrar las calles. Cuando los turistas se alejan, los chicos vuelven al juego sobre los montones de tierra hechos barro. Al fin juegan.
El mapa se va tiñendo de historias. Ya no son meros números, cuando hay caras y ojos que miran. En el punto más alto del mapa, alrededor de la zona más turística del país, brotan los niños trabajadores. En Copacabana, quizás el pueblo más preparado para recibir al turista. O, mejor dicho, el lugar más artificial, construido mirando al turista más que al poblador local. Son 3 mil habitantes, aunque contabilizando zonas rurales asciendan a más de 10 mil. Y los niños, salvo los que logran irse de allí, trabajan a la par de sus padres y madres. Atienden el local, sirven la comida y ofician de guías.
Cruzando el gran charco, el lago más alto del mundo, el Titicaca, está la familia Ari. No se entiende bien cuántos viven allí. Tienen una casa de hospedaje con un rústico comedor que da de frente al lago, en la parte norte de la Isla del Sol. Es la parte menos construida de la isla y los Ari viven apenas a unos 150 metros del muelle, a la izquierda. Alternan en la cocina, y atendiendo a los turistas que allí se hospedan, Javier y su esposa Sara, la madre de ella y los hijos de ambos. En total son cuatro, pero la hija nunca sale de la cocina. Los tres varones, con edades que van de los 7 a los 12, están siempre en el comedor. A las siete de la mañana ya están allí atendiendo y a las 23 siguen en su puesto de trabajo. No reciben sueldo a cambio.
“Ya, Javier Darío, pórtate bien”, le dice Javier Luis a su hermano menor. “Sí, Darío, ves que estamos trabajando y hay gente”, dice Javier Esteban. Los tres se llaman como su padre. O al menos eso dicen. “No es cierto, yo soy Javier, él es Darío”, dice Luis. “Ellos dos mienten, el único Javier es él”, dice Esteban mientras señala a Javier Darío. Al rato, mientras dos de ellos corretean por el parque delantero de la casa, el tercero corre con una bandeja repleta de platos de trucha y papas fritas, la especialidad local. Al pasar, les grita: “Ya, ustedes dos, dejen de molestar y trabajen, que papá los llama”.
La obligación por encima del juego y así de 7 a 23, por lo menos. Javier Darío –o Darío solo, según me dice después el padre, aunque todos usen su nombre para jugar con los turistas– es el más pequeño. Tiene siete años y, según dice, no le gusta trabajar. “Prefiero jugar o ir a la escuela. Voy a ésa que está allá arriba, es la escuela de la isla”, cuenta en un recreo que se gana tras cerrar la mesa 16. Sus bromas son las de cualquier niño, sus ganas de jugar las de cualquier niño. Pero no es cualquier niño. “Yo trabajo”, dice y, cuando el NO le pregunta por su labor, los juegos y los amigos, dice con madurez artificial: “Tengo un amigo en la escuela, pero los demás me pegan porque soy el más pequeño. Me defiende mi hermano, y no me quedo mucho rato porque tengo que venir a trabajar. Es un juego de chicos”.
Derecho a una vivienda, al descanso, al juego, al afecto. Son sólo algunos de los derechos del niño que figuran en todas las convenciones refrendadas por la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia, sancionada en 2007 y refrendada por la Asamblea en 2008. En el artículo 61 deja explícita la prohibición del trabajo forzado y la explotación infantil de los niños. Agrega, como lo hace la OIT en sus estatutos, una salvedad: los niños que trabajan en familia son aceptados, siempre que su trabajo tenga función formativa. La OIT añade excepciones cuando los niños son pobres.
Blanqueando, las instituciones legalizan el trabajo de los chicos en determinadas situaciones. Unicef es una de las organizaciones no gubernamentales que trabajan en Bolivia desde 1950, y ha promovido informes, estadísticas y programas de erradicación del trabajo infantil. Tiene un edificio imponente con ladrillos a la vista en La Paz. En realidad, en la zona sur de La Paz, que es una parte donde hay casas imponentes y bien terminadas, camionetas importadas, autos europeos. Todas cosas que no se hallan normalmente en la mayor parte de Bolivia. Además es la zona más baja de la ciudad, por lo que la temperatura es más cálida y agradable para los funcionarios. Allí, a dos cuadras del imponente edificio de Unicef, está Micha. Es una joven de veintitantos, proviene de Oruro, carga un bolso mediano y harapiento, y dos hijos a los lados. Ellos, algo muertos de hambre, son testigos directos de la inacción institucional.
“Yo he venido de Oruro porque mi marido me pegaba mucho. Me escapé y llegué aquí, pero nadie me presta atención, ni me da trabajo. ¿Sabes tú dónde puedo hallarlo?”, inquiere al cronista del NO. La respuesta, también negativa, no la desespera, aunque la desconcierta. “Ya no sé qué hacer, los niños tienen hambre. Si al menos pudiera conseguir dinero me iría a Cochabamba, allí mis padres me ayudarán”, se ilusiona. Los niños aceptan un trozo de pan y cuentan que están bien. Sonríen, luego se molestan entre ellos, en un juego que se repite: mientras trabajan, esperan o tan sólo sueñan, los niños juegan a corretearse o agolpar sus cuerpos. Sea Pedrito en Villazón, o Jorge en Potosí, Erwin en Tiwanaku o los hermanos Javier Darío y Javier Esteban en la Isla del Sol. No importa quién sea: todos siguen pidiendo permiso para jugar.
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