¿Y SI NO EXISTIERAN LAS GROUPIES?
› Por Javier Aguirre
Nota: el concepto de “groupie” acaso tenga orígenes machistas que llevan a creer que siempre se trata de una chica. Seguramente, el resto de la diversidad sexual que aflora en estas pampas dará fe de la existencia de otro tipo de groupies masculinos o trans. Aclaración preventiva al margen, cada vez que se mencione la palabra “groupie”, la acepción usada en el NO refiere a una mujer.
¿Qué pretende un rocker cuando forma una banda, escribe canciones, canta su verdad? ¿Busca dinero, fama, realización artística... o acaso quiere arribar a El Dorado de la fornicación, cumplir el sueño de la oferta vaginal ilimitada? Cada rocker sabrá. Lo cierto es que, desde Sigmund Freud hasta el baile del caño, desde las modelos que se desnudan para vender perfumes hasta las que se desnudan para el arte de tapa de un disco, no es secreto que la promesa de una sesión de coito funciona como zanahoria (guiños fálicos, abstenerse) delante de un burro (guiños fálicos, seguir absteniéndose). Y esa promesa toma forma –turgente– en la groupie, anglicismo que define a la “chica de un grupo”, o para más precisión, a la “joven cachonda que manifiesta su fanatismo musical por vía venérea y que ofrenda sus favores sexuales a uno o a varios músicos de una banda de rock”, según la definición que daría la Real Academia del NO, el #Roc(k)cionario.
La groupie, la chica a la que no hay necesidad de seducir porque ya fue seducida por las canciones, los videoclips o los posters, es un fin, un target, un remanso de cópula y felación para el guerrero del rock, una de las satisfacciones que esperan al artista en los camarines. No hace falta sembrar con bombones, con cena romántica ni con palabras dulces: la groupie ya precalentó sola y está ahí, a la salida del concierto, esperando ser cosechada por el rocker.
Que la groupie sea en sí un objetivo responde a la idea de que “todo lo que hace un hombre apunta a levantarse minas”, tesis defendida por dos cracks como Alejandro Dolina o Roberto Fontanarrosa. Es la premisa de que, si algo alienta al rocker al subir al escenario, es la fe en que, al bajar, habrá chicas esperándole.
Comparte el amor por la fama con su prima futbolera, la botinera, pero en cambio, la groupie del rock no busca dinero. La impulsa la pasión musical, que de tan ardiente deviene en pasión física. La groupie tiene algo de trágico romanticismo, de entrega (espiritual, carnal, sumisa) al poder de la canción. Después, claro, el amor se abre camino, el pasado prescribe y la groupie podrá convertirse en biógrafa, en jermu con libreta, anillo y descendencia; o hasta en corista y co-compositora en el nuevo proyecto del cantante que dejó la banda. Pero ya será otra historia.
Y aunque su existencia es un secreto a voces, y seguramente muchas de las “ellas” y de las damas con nombre de las canciones de rock sean groupies,
no es tan fácil encontrarla, como musa abstracta, en las letras (un saludo para Billordo y su oda loser “¿Dónde están mis groupies?”). Acaso esta omisión tenga que ver con lo difícil que resulta gestar rimas con la palabra “groupie”: ¿Snoopy, Whoopi (Goldberg), chupi...?
La película Casi famosos (2000, de Cameron Crowe) hizo mucho por reconocerle sus méritos contantes, sonantes y lubricantes en la cotidianidad del astro del rock a la groupie de a pie. El bombón Kate Hudson fue la actriz que encarnó a la Groupie Desconocida, a esa María Magdalena del calvario hot del rocker famoso. Entonces, ¿la gloria o la groupie? ¿Almorzar –de corbata– con Mirtha Legrand o desayunar –en bolas– con Kate Hudson? ¿Podría el paradigma de austeridad hedonista de las bandas straight-edge bañar de castidad al rock todo? ¿Habría existido Elvis sin sus caderas interpeladoras? ¿Qué palabra encabeza aquello de “sexo, droga y rock and roll”? ¿Podría existir el rock sin las groupies? Tira menos una yunta de Premios Gardel que un vello púbico de fan entonada.
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