ALICE IN CHAINS ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
El grunge no habría sido lo que fue sin esta emblemática banda que perdió dos integrantes por abusos de drogas y que finalmente debuta en la Argentina.
› Por Mario Yannoulas
nSe dice con justa razón que la del grunge fue la última revolución auténtica del rock. Su emblema natural es Kurt Cobain, que con Nirvana pateó una escena atestada de maquillaje y secadores de pelo para darle voz a una generación joven, deprimida y desanimada por años de liberalismo. La suerte de Cobain también reinsertó masivamente el fantasma de la muerte del rockero joven, en este caso no como consecuencia directa de excesos sino de un suicidio: el éxito del sufrimiento le resultó insoportable. Es curioso que, un año antes de que Nirvana publicara Nevermind, Alice in Chains ya hubiera lanzado su debut, Facelift, cuya primera canción –previamente editada en un EP– fue We Die Young (“Morimos jóvenes”), que traía consigo muchos de los códigos constitutivos del grunge como lenguaje: distorsión, densidad, depresión verbalizada, pérdida de fe en el progreso y ganas de quebrar la hegemonía de la generación anterior.
El grunge no habría sido lo que fue sin Alice in Chains, que encarnó una versión popular pero menos pop que Nirvana, y que por sus características resultó más afín al gusto del público del heavy metal que el resto del movimiento originado en Seattle. Ya desde Facelift, el cuarteto demostró contar con uno de los guitarristas más interesantes de la primera mitad de los ‘90, Jerry Cantrell, y con uno de los cantantes más talentosos y profundos de su tiempo, como lo fue Layne Staley, cuya muerte por sobredosis tras años de padecimiento –cuando el grunge ya no era más que una fruta marchita– no hizo sino validar su mensaje.
Por dos razones no tiene sentido convertir este relato en una efeméride inerte. Primero, porque la historia permite analizar el presente con otra perspectiva; segundo, porque se avecina la primera visita de un reformado Alice in Chains a Buenos Aires. “Pueden pasar dos cosas: que haya chicas bailando, papel picado, pirotecnia y muchas explosiones... o que no pase nada de eso y subamos al escenario para tocar nuestras canciones”, pincha el baterista Sean Kinney, explicitando el contrapunto con el glam y el shock rock. Y se dispone a repasar, junto al NO, de qué se trató la revolución grunge en el amanecer de los ‘90: “Había muchas ganas de que ocurriera un cambio general, por lo menos sentíamos que algo pasaba con la música en nuestra ciudad. Lo que no sabíamos era que se iba a transformar en un fenómeno global. Esta banda es única: nunca habló de fiestas, autos, chicas y cosas así; siempre se enfocó en la música, en desarrollar una personalidad propia y no en ser solamente famosos con plata. Había mucha buena música dando vueltas, porque en ese momento valía; ahora la música se redujo a nada, es gratis, entonces no tiene el mismo valor”.
Hay un dato que separa esta reunión –que se concretó en 2005, después de un receso de siete años con la muerte de Staley en el medio– de un mero acto nostálgico, y es que Alice in Chains sacó dos nuevos discos de estudio en ese tiempo. El segundo, The Devil Put Dinosaurs Here, editado este año, da cuenta de una formación afianzada, con William DuVall en voces. Como ya ocurrió con otros regresos discográficos –Black Sabbath es un ejemplo–, estos trabajos engordan los libros, pero no la historia; es decir, mantienen un estándar de calidad, pero no agregan demasiado al legado ya impreso, aunque siga siendo destacable el hecho de jugarse por lo nuevo. “Este no es un acto retro porque seguimos creando música y hay mucha gente nueva que se suma, aunque nuestra historia sea muy intensa”, sigue Kinney. “Sonamos como sonamos, nunca nos vamos a olvidar de cómo sonar. No tenemos intención de ser exactamente lo que fuimos, pero el núcleo de la banda se conserva porque nuestras razones, nuestros sistemas de creencias y nuestra amistad son los mismos.”
Si bien el disco anterior era respetuoso de la sustancia sonora de la banda, en éste parecen querer acercarse a sus años dorados. ¿Así lo pensaron?
–Lo planeamos más que al primero, que en realidad se hizo sin que tuviéramos la idea fija de volver, porque los eventos se precipitaron. Para nosotros lo más importante siempre fue la amistad, no la plata. Como vimos que las cosas funcionaban, nos sentíamos cómodos y nos entusiasmaba seguir haciendo música juntos, fuimos para adelante. Con Jerry tocamos desde hace veinte años y jamás discutimos sobre el sonido, porque la banda siempre se centró en la armonía y en lo vocal.
Pasó más de una década desde la muerte de Staley, a la que hace unos años se sumó la de Mike Starr, el bajista original. Ambas fueron a causa del abuso de drogas. ¿Cuál es tu visión sobre ese asunto?
–Mi opinión es la misma desde hace diez años. No tengo muchas ganas de discutir sobre eso, pero es un hecho simple: pase lo que pase, las drogas te matan. Si empezás a tomarlas a los diecisiete y no tenés control, van a funcionar en tu contra. Hablo por experiencia personal, porque no eran sólo Layne y Mike, éramos todos. Es un cuento trágico pero, a diferencia de lo que se piensa, Layne no era un tipo miserable; era una persona súper talentosa, feliz, amorosa y divertida que no pudo superar la situación. Le pasó a mucha gente, está pasando ahora, y va a seguir siendo así.
* Sábado 28 en el Luna Park (Corrientes y Bouchard). A las 21.
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