EL LARGO TENTáCULO DEL EROTISMO NIPóN
La indagación en culturas pop alternativas o bien en formas radicales del porno suelen llevar a la casa del Sol Naciente, donde todo parece ser más guarro, más insólito, más bestial. Aquí una disección del comportamiento onanista en Japón, donde pop y porno se penetran cada vez más y más duro.
› Por Stephanie Zucarelli
Existe una regla de Internet que fue viralizada a partir de su aparición en 4Chan, una especie de foro internacional de todas las temáticas imaginables. La llamada Regla 34 estipula que “si existe, hay porno de ello”. Es decir que para todo lo que hay en el universo conocido por el hombre, le corresponde una persona capaz de ratonearse con ello. Para tomar mayor perspectiva de lo que significa esta medida implícita, basta con levantar la vista y observar todo lo que se tiene alrededor: desde el picaporte de la puerta hasta un ventilador de techo, los ojos de un fetichista no discriminan absolutamente nada. No hay mejores explotadores de esta condición que el país que no sólo festeja el Día del Pene e inaugura bares exclusivos de masturbación femenina sino que se llevó el Record Guinness a la paja más larga: Japón. Desbancando todo preconcepto acerca de la sexualidad nipona, las cantidades inagotables de pornografía que ofrece el país escandalizan cual señora a muchos autodenominados expertos en porno occidental. Desde géneros animados que muestran pedofilia a montajes reales donde la coprofagia es una de las cosas más normales que se encuentra, se hace difícil entender cómo muchas series de este tipo no generan ningún tipo de conflicto moral o legal.
Pero para entender la convivencia entre este tipo de “liberación” sexual y una sociedad conservadora como la japonesa, es necesario sacarse todo el bagaje de gaijin cuadrado occidental y entender una clave fundamental: mientras que los valores de ambas sociedades son los mismos, sus interpretaciones tienen años luz de diferencia. Se puede decir que la libertad en la sociedad japonesa es un sentimiento colectivo que no implica solo una elección sino la capacidad de elegir bien. Sumado al archiconocido código de honor japonés, que funciona de tabula rasa en donde se dibuja el espectro de elección, cada persona debe moverse como un engranaje dentro de la maquinaria hipereficiente de la sociedad nipona.
Mientras que la libertad en la sociedad occidental sigue siendo tratada como algo abstracto y difícil de definir, los japoneses hicieron uso de ella productivamente. Claramente esto produce un cambio de enfoque a la hora de tratar las problemáticas sociales: los japoneses se concentran arduamente en la prevención de conflictos en lugar de pasar años en decidir cuáles serían los castigos para las acciones delictivas.
¿Qué tiene que ver esto con los fetiches extremos? Hay dos formas de responderlo. En primera instancia, una gran solución a cómo se encauzan las fantasías sexuales violentas es producir material virtual que respondan a ellas sin causar daño a terceros. Es así como empresas dedicadas a la producción de videojuegos eroge (eróticos) como Illusion tienen un espacio importante en el mercado japonés. La empresa tiene entre sus 40 títulos al videojuego Rapelay, que causó mucho revuelo en el mundo occidental y terminó siendo prohibido en la Argentina: con un motor gráfico en 3D, invita al jugador a manosear y violar a tres de los personajes femeninos de la historia, controlando sus acciones a través del mouse. Sin embargo, este “simulador de violación” no es interpretado en su país de origen como un entrenamiento a futuros violadores sino más bien como un juego de rol donde el usuario pueda entretener su morbo en las reacciones irreales de los personajes. Esta compañía tiene como política estricta que sus juegos sólo se comercialicen en Japón, cosa que gracias a Internet termina siendo sólo un aviso diplomático.
Por otro lado, hay que entender que para una persona criada en una sociedad centrada en la excelencia, es muy difícil aceptar frustraciones y fracasos. Al ser las relaciones humanas extremadamente aleatorias e incontrolables, muchas veces los nipones de la generación más joven optan por ignorar la necesidad de conocer a otras personas. Desde la perspectiva de alguien proveniente de una cultura acostumbrada a construir edificios en días, es fácil concluir que al haber un amplio margen de error dentro de una relación, hasta intentarlo es una pérdida de tiempo. Esto no quiere decir que los impulsos sexuales sean mágicamente eliminados y que no exista más de un oriental con tremendas ganas de encontrar su descarga.
La sociedad japonesa se encargó de sustituir todo lo que uno desea de una relación por un servicio: es posible pagarle a alguien para que sólo te mire a los ojos, te acompañe a dormir, te cocine o hasta te limpie las orejas con un hisopo. El límite entre este juego y la realidad es el contacto físico. Mientras que estas prácticas llevadas acabo por hosts o hostess son posibles y legales, la prostitución está reglamentada por la mafia japonesa, que suele tener estrictos controles para los extranjeros. El sexo entonces se convierte en algo sucio y que roza la ilegalidad, y lentamente las posibilidades de contacto con otra persona son reprimidas. Es por ello también que un latino acostumbrado a abrazar y besar capta enseguida las restricciones de las culturas orientales y se desorienta terriblemente al contemplar “la libertad” en la cantidad masiva de pornografía expuesta públicamente en librerías o estaciones de servicio.
A pesar de tantas reservas y restricciones entre los sexos, los japoneses no están particularmente en contra de la homosexualidad o de cualquier tipo de prácticas fetichistas, pero sí es pecado imperdonable llegar tarde o no ser exitoso en el trabajo. La clave es la privacidad: puertas para adentro, el japonés regular es absolutamente libre de hacer lo que quiere. Nadie lo mira o lo juzga, y puede volcar su tiempo a todo el porno que su mercado le provea.
Y ahora, a sacarse los guantes. ¿Cuáles son los géneros ya conocidos y populares en Japón? Partiendo de lo que se llama genéricamente hentai (pornografía), hay muchos subgéneros: futanari (de mujeres hermafroditas), yuri o yaoi (entre personas del mismo sexo), netotare (infidelidad y degradación), y los más turbios shotacon o lolicon (sexo entre niños prepúberes y adultos). Los subgéneros que comprenden actos que involucran zoofilia están prohibidos por la ley y es por ello que los empresarios de la industria le encontraron el giro: el infame tentacle rape (violación de tentáculos) y el furry (sexo de animales humanoides) es ilustrado o 3D. De la fusión de todos géneros nacen muchas fantasías gore increíblemente chocantes como escenas de sexo mientras transcurren procesos médicos como transfusiones o diálisis. Y cómo olvidar el manga de Monzetsu, donde se representaba el oculolinctus (lamida de ojo) y que confundió a miles de portales latinos que creían que éste era el génesis del nuevo sexo joven.
Pero así como en la zoofilia, la legislación japonesa impone límites particulares en la pornografía: las partes genitales deben estar pixeladas y está terminantemente prohibido mostrar actos de penetración. Es posible que esto sea o causa o consecuencia del extrañamiento que tienen los japoneses a la hora del contacto físico: lo pueden ver, pero el nexo que lo convierte en realidad es censurado. Es entendible entonces que a medida que la necesidad de soltarse de una represión constantemente ejercida por una sociedad tan exigente, la violencia comience a ser partícipe común de la pornografía. El dolor es tangible, mientras que el placer no lo es.
Más allá de la eterna contradicción dentro de la estricta sociedad japonesa, también hay que entender que esta censura transforma la manera de ver la sexualidad en la vida cotidiana. Existe una escena conocida de la serie Dragon Ball, donde un curiosón Goku le saca la ropa interior a su compañera dormida y se aleja gritando, asustado porque ella “no tiene nada”. Estos guiños “chanchos” o imágenes hipersexualizadas en las series de acción para chicos siempre son teñidos por un código inocente. No hay nada más ahí para ver que lo que hay para ver, y no hay ningún otro deseo (puro) más allá de lo explicitado. Estos giros interminables en las series cotidianas que siguen siendo transmitidas hasta hoy revolucionaron en su primer contacto a las empresas doblajistas latinoamericanas que, acostumbrados al humor picante al mejor estilo Olmedo, tijeretearon muchísimas escenas que no respondían al “mismo estándar cultural”.
Pero a pesar de que la sociedad occidental se sorprenda de la represión sexual oriental, definitivamente no puede considerarse como una cultura liberada. No existe persona que no tema ser juzgada por su pareja a la hora de hablar sobre gustos sexuales, como tampoco aquella que se atreva a compartir lo que “lo activa” si no pasa de lo convencional. El argento está tan acostumbrado a “ser feliz” con “culo y teta” que el refinamiento de esta condición escandaliza hasta a los más asiduos al porno: es así que sigue compartiendo “sucios” secretos sólo con su historial del navegador. Nadie se salva: de Oriente a Occidente, la represión sexual ya no es una cuestión cultural sino que se transformó en una constante humana.
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