Viernes, 26 de diciembre de 2014 | Hoy
LO QUE ESCONDE EL MITO POST-CROMAñóN
Ni todo bien ni todo mal: de la masacre surgieron el horror y la vida nueva, pero el humo que queda no debe tapar la disparidad de la industria.
Por Luis Paz
El 30 de diciembre de 2004 la música argentina vivió su mayor tragedia. El 31 fue puro luto. Y el 1º de enero de 2005, el rock argentino empezó de nuevo. Desde entonces se edifica una época monumental, con nombre propio y destino de evolución: post Cromañón. Una era, también, dotada del vicio idiota de la polarización, en este caso afincado en una historia oficial de hipótesis doble: que luego de Cromañón todo está bien, o que todo está mal (aun a sabiendas de que hay para quienes jamás volverá todo a estar bien).
Según la escala cromática del convencimiento o el nihilismo, el post Cromañón equivale a una nueva primavera autogestiva, colaborativa y resistente en lo cultural, discordante en lo económico y participante en lo político, o bien al fotolienzo de un yermo de guitarras derrumbadas.
El mito post Cromañón lo patentó como causa y origen de todo (los bienes, los males) a posteriori. La ebullición de sellos cooperativos o el fetiche por grupos indie, la acustización de la música urbana o la consolidación de géneros ajenos al rock como el reggae lover o la cumbia colombiana aparecen digitados como resultados lineales, lógicos, hasta naturales de la masacre.
En el pasado ejemplar del NO, dedicado al balance del año, y en éste, esta redacción procuró poner en duda esa relación jusnaturalista de la cultura musical urbana de 2005 a esta parte, y cifrar los acontecimientos en aquellos campos junto a movimientos regionales e internacionales cuya órbita es mayor a la del barrio porteño de Once.
Pero queda por lo menos un elemento, seguro muchos más, pero éste posiblemente sea el más fundamental de todos: la inequidad perviviente en la música joven urbana. La brecha de esta década, groseramente, se podría ilustrar con una billetera desbordada por la explotación de catálogo amohinado de un lado, y por un disco rígido explotado de canciones sin perspectiva económica de publicación del otro.
No es sólo debido a Cromañón que popes de la industria permanecen allá y los revulsivos y jóvenes gritos sagrados resuenan en los tugurios. La industria pesada de la música local se decidió a operar de determinada forma, aun antes de Cromañón. La falta de lugares para tocar, de sellos que financien a nuevos artistas, de productores que realicen curaduría de contenido, de medios interesados en poner en crisis los discursos no responde sólo a la masacre: es coletazo de decisiones tomadas por los responsables de una industria corporativa, celosa y fagocitaria, y es a la vez una de las consecuencias de esa misma complacencia y esa misma miseria.
La primera década del post Cromañón ha terminado. Algunos sobrevivientes han empezado a contar ellos mismos su historia mediante canciones. Chabán ha muerto. Los músicos de Callejeros han sido condenados, encerrados, medicados y vueltos a enjuiciar por otros siniestros episodios. La segunda década del post Cromañón requerirá ir corriendo el velo, disipar lo que queda de humo, desprender ya ese pesado telón negro y revisar quiénes son los Magos de Oz que, detrás del decorado, permanecen al reparo del mito post Cromañón, resguardados de sus responsabilidades en el vaciamiento de la que alguna vez fue la industria más importante del rock en español, apuntando, ellos también, sus índices hacia el horror.
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