RECORRIDA POR PASSY, MONTPARNASSE, MONTMARTRE Y PèRE-LACHAISE
Los necrobarrios parisinos entrañan leyendas como las del miembro próspero de Víctor Noar o la tumba vacía de Morrison.
› Por Juan Ignacio Provéndola
La muerte no existe. No es. ¿Alguien la vio en algún lado? Sólo se la puede explicar a través de la vida que la precedió. Como la oscuridad, que se define a partir de la luz que falta, y no al revés. Lo que invadió al segundo hombre tras ver morir al primero no fue únicamente temor, sino, además, curiosidad. Entonces, se instaló el oxímoron de querer aproximarse a algo que a la vez se desea lo más lejos posible. Los cementerios explican esta conducta. Son el reflejo de cómo las sociedades interpretan y se vinculan con la muerte, encontrando en lápidas de cemento un sustituto material a la carne ausente.
En París, que como toda metrópoli milenaria tiene más cuerpos bajo tierra que sobre ella, los cuatro cementerios actuales no fueron construidos por dudosas inspiraciones existenciales sino por las urgencias sanitarias de una ciudad que ya no tenía dónde depositar los muertos de su larga historia. Fueron ubicados en los extremos cardinales de la ciudad por deseo de Napoleón. Sólo la muerte pudo contradecirlo, apostando el suyo dentro del Museo de los Inválidos, en pleno centro.
Passy, detrás del Trocadero donde los enamorados se fotografían con la Torre Eiffel como escenografía, es el más pequeño. Tiene apenas dos hectáreas, diez veces menos que el de Montparnasse, al que diariamente asiste gente a cortejar la tumba de Cortázar. Entre medio se encuentra el de Montmartre, sobre la base de la colina más famosa de la ciudad. Los tres fueron levantados entre 1820 y 1825, recién dos décadas después de Père-Lachaise, el primer talento del cuarteto. El cementerio del Este es el más viejo y el más extenso. Tiene 44 hectáreas, más que los otros juntos. La medida de una ciudad. Un sitio en el que la muerte se sucede sin solución de continuidad a través de un punto de fuga gris mármol.
Dos siglos antes de que se estudiara licenciatura en Marketing, las autoridades de París pensaron en la muerte como sujeto de mercado y ordenaron enterrar en el flamante cementerio de Père-Lachaise a toda persona ilustre que cayera en desgracia por la zona. El primero fue La Fontaine, el de las fábulas, y luego el comediógrafo Molière. La estrategia tuvo tanto éxito que hasta muchos se preocuparon en vida por ganarse un lugar futuro en esa nueva tierra prometida. El cementerio se transformaría en un increíble panteón de la historia contemporánea.
Entre medio de Oscar Wilde, Balzac, Cyrano de Bergerac y Edith Piaf vuelan cuervos y crecen árboles, dos de las especies que más vida les aportan a los cementerios del mundo. La muerte busca un desesperado intento final de belleza entre las esculturas que subrayan al que yace bajo ellas, como la de Chopin, llamada “La música triste”. La de Víctor Noar, tallada en bronce a tamaño natural, tiene una zona notablemente despintada. Su celebridad no se la debió a su trabajo como periodista sino al inexplicable ritual que obliga a tocarle la pija como símbolo de prosperidad futura.
También hay víctimas del Holocausto, de las guerras mundiales, de las expediciones en Africa y de distintos procesos domésticos que encierran en el oscuro granito de su intimidad las sangrías de un continente que viene de siglos de generaciones mutiladas. Incluso uno de sus paredones está manchado con el horror real de las 147 personas que allí fueron fusiladas en 1871 por cuestiones políticas.
Père-Lachaise tiene más de 300 mil tumbas, aunque la mayoría de sus grandes misterios están encerrados en apenas dos. Una es la del tucumano Juan Bautista Alberdi, autor intelectual de la Constitución de 1853, cuyo pomposo mausoleo yace vacío. La otra, la de Jim Morrison. Allí, miles de fieles peregrinan para dejar todo tipo de ofrendas, que pueden ir desde una botella de cerveza hasta el meo que más cerca pueda tirarse desde las vallas que aíslan la tumba. La necrofilia se manifiesta de modos extraños, pero no es de ahora. Varios ortodoxos incluso repiten con fe sacerdotal que Morrison no murió, que vive en una isla de Africa. Un destino pobre para quien logra fingir su deceso y cambiar de identidad: el de no ser dueño ni de su propia muerte.
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