LA PROMESA DE ETERNIDAD DE LA COCTELERíA ARGENTINA
El boom gastronómico global por el cual los cocineros coparon las tapas de revistas aparejó otro estallido: el del escabio curado, de autor, de tradición o de rutina. ¿Pensar global y escabiar local? Algo así: acá los nuevos referentes defienden la coctelería como folclore sin despreciar su sofisticación y evolución
› Por Hernán Panessi
Ya se lo dijo Enrique Symns a Mosca de 2 Minutos: “El bar es la pequeña vida que te permite respirar de la ciudad”. A la sazón, decir que Buenos Aires es una ciudad cosmopolita es construir sobre una obviedad: la punta del ovillo de esta historia resalta que por aquí hay bartenders trabajando activamente hace más de 100 años, y hasta la palabra cóctel aparece mencionada en un censo de finales de 1800. Es una ciudad de inmigrantes, y la coctelería edifica sobre ciudades constituidas de expatriados. Los ejemplos más románticos apuntan a Nueva York, Nueva Orleans, San Francisco, París y Milán, lugares con grandes puertos donde la coctelería ganó espacio rápidamente. Entonces, acá y allá, la coctelería nos antecede y sobrevive.
A principios del siglo XX, Buenos Aires transitó una época de coctelería más pura que llegó por conocimiento extranjero: nacía un nuevo modo de entender la vida, las relaciones, el ocio, el placer y el hedonismo. Paulatinamente y por fuera de los bares de la época, el trabajo de los bartenders fue moviéndose hacia cafés y confiterías. Los extranjeros legaron el oficio y lo popularizaron, pero fue en los ‘50, durante el peronismo, que llegó la sofisticación. Por esos momentos, la coctelería vivió una era de oro, asomándose en los libros, el cine y la radio: hasta Doña Petrona tuvo sus propios bartenders en horario central.
“Demasiado joven para una biografía, demasiado conocido para no decir algo de él”, reza el texto introductorio de Pichín, el Barman Galante, libro que cuenta la historia de Santiago “Pichín” Policastro, leyenda de la coctelería argentina. En 1946, Pichín tomó fama internacional como campeón mundial de coctelería con un trago llamado El Pato, en honor al deporte nacional. No pasó mucho hasta que Perón lo mandó a llamar. Por su talento, Pichín fue engalanado con un regalo. El presidente le obsequió un barco para que viaje por el mundo divulgando la coctelería local y le exclamó: “¡Usted es de los argentinos que hacen patria!”.
Tras sucesivas crisis y modificaciones de los patrones de consumo, a mediados de los ‘90 en Estados Unidos y Gran Bretaña la coctelería vivió un regreso a todo trapo. En Argentina, a la par de los sucesos mundiales y en una época donde internet apenas asomaba, el advenimiento de bares como Mundo Bizarro (Serrano 1222, inaugurado en 1997) o Danzón (Libertad 1161, de 1999) invitaron a saltar de nivel con una propuesta moderna e innovadora. A mediados de los 2000, el nuevo navajazo histórico vino tras la apertura de lugares como 878 (Thames 878) o Doppelganger (Av. Juan de Garay 500), bares que beben del legado nacional conviviendo con una propuesta personal. Más acá, algunos espacios comenzaron a repetir clichés y otros se construyeron a medida de las tendencias globales. Y ahí fue precisamente dónde se abrió la grieta: la personalidad empezó a trenzarse con el negocio.
¿De qué se habla cuando se habla de un “boom”? Como un fenómeno curioso, en los últimos años la alta gastronomía comenzó a crecer horizontalmente. Y eso vino añadido a otra costumbre: la coctelería dejó de ser refugio elitista y engordó su estampa cultural. “Somos la primera generación que accede a estos lugares por vocación”, comenta Julián Díaz, referente de la coctelería actual y empresario gastronómico. “Hay un aceleramiento de la presencia y el destaque de la coctelería en los últimos cinco años”, suma Martín Auzmendi, divulgador de la coctelería argentina y embajador de Cinzano.
“Nosotros tenemos un bagaje de muchos años y el fenómeno actual sucede en todas las grandes ciudades ahora mismo”, dice Inés de los Santos, formadora de nuevas generaciones de bartenders y voz referencial en cuestiones de bebidas. “En los últimos años vivimos un boom de la gastronomía donde, por ejemplo, un cocinero es tapa de una revista”, continúa la dueña de Julep, empresa que asesora a bares y marcas. El punto crítico es cuando el “fenómeno” se torna pose, mueca: la falsedad, lo impostado.
Ante la falta de algunos ingredientes, apareció la creatividad: se hace con lo que hay. La evolución de los profesionales detrás de las barras dignifica y embellece el presente de la coctelería. “Estamos a punto de tener una coctelería con verdadera identidad nacional, sólo falta tiempo y alguien que lo haga bien”, aventura Inés. Mientras tanto, a partir de la restricción a las importaciones, muchas bebidas comenzaron a revalorizarse. ¿Qué se produce acá? Vermut. Por consiguiente, se dio el gran retorno de los aperitivos a la discusión. Siempre estuvieron en el ADN y, picadita mediante, volvieron a ser un deber.
En la barra del anglo-porteño New Brighton (Sarmiento 645), entre jueces, empleados del Senado y garcas con título universitario, el Negroni, su trago típico, sale distinto según la hora del día. “Está rico”, masculla un joven mientras aplaca el suspenso y se morfa un canapé de lechón. Acá no hay triolet: con el trago te dan una picada con seis copetines. Su barman, el legendario Aldo Echarri, quien trabaja en el paño hace más de 5 décadas, tuvo por estos días el ofrecimiento de jubilarse. Pero sin este trajín, él se muere. Y con él activo, se encienden las luces de una verdad inflexible: nos comimos el chamuyo de Palermo.
A contramano del happy hour, el speakeasy y los engañapichanga con nombres en inglés, hay un circuito de coctelería que se apoya mucho más en la tradición que en la moda. Bares escondidos donde no fluyen el wi-fi ni los hipsters. Espacios donde nadie quiere figurar ni hacer de eso una postal instagrameable. Más bien todo lo contrario. Como Daddy Yankee: lo que pasó, pasó. Y hay una médula espinal montada entre el Manhattan y el Martini. Lugares que sostienen cartas respetuosas de la propia historia argentina: acá se toma lo que se fue.
En la barra del subsuelo del Hotel Plaza (Florida 1005), el amable bartender Gabriel Santinelli apura dos Claritos y, a su costado, el escritor Edgardo Cozarinsky comparte una charla en inglés con vaya a saber quién. Decir que el lugar parece de James Bond es fallarle a la literatura policial. ¿De qué trabajan los que están ahí? ¿Cómo llegaron a este delicado secreto que estaba a mano? El hotel tiene más de 100 años y en su barra descansa el peso de la historia. Se habla del “boom de la coctelería” pero aquí, más bien, hay tradición. Las papas fritas son caseras, cortadas en lonjas con una fiambrera, y las empanadas de carne salen requete hirviendo. “Están peor que mi tía”, bromea Gabriel.
En un circuito caminable de veinte cuadras se ensancha el pecho de la porteñidad coctelera y reposa manso el orgullo del bebedor: el paladar refinado tiene más tiempo del que se cree. Algunos reductos como Florida Garden (Florida 899), viejo refugio de intelectuales, sobreviven con hidalguía entre una carta clásica e historias de “servilletas” del menemismo. A pasos, el cadáver exquisito de lo que fue la Confitería Richmond (Florida 468) adornado por zapatillas último modelo: el casco perdura pero hoy es una casa de deportes.
En Los Galgos (Av. Callao 501), ahora propiedad de Díaz (también dueño del famoso 878), no hay atisbos extranjerizantes. En su oferta no hay conceptos en inglés ni se aboga por el esnobismo. No lo grita, pero Díaz es enemigo de la idea del bar como réplica neoyorquina o londinense. No obstante, el imaginario de esa esquina yace en el vermut, la luz tenue y el de crudo y queso en pan francés. A esa palestra se le suma una moderna chopera de aperitivos. Sin embargo, de fondo, su idea está en sostener lo que trasciende: un respeto por la tradición criolla.
“Hay una tensión entre la coctelería como una moda que mira las tendencias del mundo y cierto rescate local que anda en la búsqueda de nuestra identidad”, explica Auzmendi. “Me gusta que coexistan pero hay un valor agregado en los lugares que cuentan una historia o se apropian de la ciudad.” Hay un reverso sin tatuajes ni superestrellas. Sin moñitos ni barbas. Sin tiradores ni fuegos artificiales. Bartenders que escuchan y no juegan al protagónico. Bebedores acodados en barras y demandas específicas. Espacios que respetan la herencia y las pautas culturales de consumo. “Lo que nosotros hacemos es una tradición, no una moda”, cierra con fuerza Díaz mientras apura un ristretto. Así las cosas, pasan los años, pasan los “booms” y la coctelería –en todas sus formas– se yergue estoica como la última oferta de la eternidad.
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