El oficial estaba con el arma en la cintura parado en la rotonda de salida de Bolívar, sobre la Ruta 205, volviendo hacia Buenos Aires. Gorra azul, cinturón cargado, ropa ad hoc. ¿Qué hacés, Blejman, levantando un policía en medio de la ruta?, me dije, mientras estacionaba en la banquina, ¡y sin testigos! Ya no podía irme. Una pila de discos hicieron lugar al hombrecito azul que no pasaba las dos décadas de existencia y mientras arrancaba, el asunto se mantuvo en silencio. Durante 170 kilómetros el policía conversó fluidamente y confesó (eso ya es un oximorón) que se iba a visitar a su novia que había conocido en la locademia; que la seccional Bolívar estaba brava, y estaba lleno de chupamedias. Por un momento sentí algo de poder frente al poli-copiloto: ¿y si lo dejaba en el medio de la nada?, ¿sería éste un acto de justicia?, ¿me iba a denunciar?, ¿me iba a disparar? Cuando hurgó entre los discos en la guantera, le pregunté si le gustaba la música. “Sí, me gusta Attaque 77... Cadena Perpetua y Callejeros”, sorprendió. La ruta estaba lluviosa, una nube descansaba sobre el pavimento, y en el stereo sonaba Mötorhead. “¿Y qué sentís cuando hablan mal de la policía?”, le pregunté. “A mí eso no me toca”, dijo, inflándose de hombros, y se puso a mirar por la ventana. Entonces sentenció: “A mí me gusta el punk. Pero mis compañeros me miran raro, escuchan cumbia todo el día”. El pitufo se las ingenia para ver en vivo la música que escuchó desde que era preadolescente. Dice que entre sus planes está ir al recital de Callejeros en La Plata. ¿Va vestido de policía? “Sólo para viajar, así voy gratis”, dice. “Pero, cuando llego, me cambio de vestuario.” Ajá, le dije. Qué bueno. ¿Eso es ser punk? ¿Luchar contra el sistema desde adentro? Aguante el rocanrol, pensé; y lo dejé en un cruce frío y austero pasando Saladillo.