Jueves, 29 de diciembre de 2005 | Hoy
AÑO UNO D.C.
Por Mariano Blejman
Siempre es difícil pensar Cromañón. Un lugar común sucede cuando se dice algo en un contexto así: intentos de suicidio, brotes psicóticos, pánico, depresión, miedo a salir, terror al encierro. Porque esas son las verdaderas esquirlas de una masacre que todavía no sana. Así estamos, recordando la anécdota, haciéndole el juego a una cortina de humo que envuelve el incendio que terminó con 194 de los nuestros. Una pelea de aves de rapiña intentando acusar con dedos gordos, mientras nosotros contamos los muertos. Porque tal vez algunos se hayan olvidado: mientras avanzan los juicios, las denuncias cruzadas, el manoseo mediático con los familiares de las víctimas, un dolor inescrutable recorre el cuerpo de miles de jóvenes que siguen marchando sin destino cierto. Y están los que ya no marchan. Pero, ¿habrá justicia, aun cuando se dictamine? A los tribuneros enardecidos, encaramados a la impunidad de las radios, o a las tarimas de cualquier programa idiota, a los músicos que todavía no hablaron o acusaron con ignorancia, a nosotros mismos, habría que invitar a caminar con los familiares, con los amigos de los que ya no están, ofrecer un brindis con una copa vacía en la mesa de fin de año. Es que mientras avanza el debate judicial con tiempos propios de esa burocracia –con preferencia sobre la criminalización de la banda y los dueños del lugar antes que la política–, el debate cultural parece estancado. En el “Balance 2005” del NO, repasamos los hechos ocurridos, intentando dilucidar cómo fueron cambiando los humores. Pero hay algo que siempre termina de faltar cuando se habla de Cromañón. Son esas frases que surgen en cualquier conversación, cuando sale el tema: yo tengo un amigo que quedó medio loco, otro se quiso suicidar, un conocido que le tiene terror a la gente, alguno que dejó la escuela, otro no puede irse del santuario y uno anda con los pulmones hechos media sombra. Y mientras no paren de ensuciar el aire, seguirá habiendo humo en el ambiente. Ese humo que tapa, que no deja ver, que les sirve a los atorrantes para aparecer menos evidentes.
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