Jue 27.08.2009
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SOBRE MANAGERS Y AMIGOS

"Necesitamos en quien confiar"

› Por Andrés Calamaro

El manager es una figura legendaria. Las relaciones de amor-odio entre managers y “artistas” serían dignas de un relato de Willy Shakespeare. Existe al manager-amigo, que llega del barrio con los músicos, o es alguien de confianza de alguien. Existe el manager “big fish”, esa vieja escuela de managers paternalistas que convertían el carbón en diamantes en almíbar. Existen managers corruptos que cuidan sus intereses con demasiado cuidado, que tejen debajo de la mesa los acuerdos discográficos, pues en los managers se depositan confianza y activos. Asimismo habría que diferenciar entre el “road manager” (que organiza la gira, que viaja con la banda), el “personal manager” (que también ordena los asuntos propios de la contabilidad y la infraestructura diaria de un “artista”) y el anteriormente citado “big fish”, que es el CEO de una “oficina” de managerato. No hay que descartar cierta sensibilidad artística, una influencia intelectual, y otras capacidades que permiten al manager ponerse al frente de la tarea que corresponda: desde llegar a destino, cobrar, que todo resulte, etcétera. Lo cierto es que todos necesitamos alguien en quien confiar, y muchas relaciones (de managerato musical) no están detalladas en ningún contrato. El “manager amigo” gestiona los primeros pasos, será quien tenga que enfrentarse (o adaptarse) a “la oficina”, a la “compañía”. Puede ser traicionado, puede traicionar, puede corromperse como cualquiera.

Mi primer manager fue Pepe Vinci. Cuando lo conocí vivía en un modesto departamento cercano a la avenida Santa Fe, y me invitó a cenar salchichas con puré de arvejas. También estábamos juntos cuando nos detuvieron los “civiles” de toxicomanía y nos llevaron a “Huergo”. Detenido y de cara a la pared, Pepe me susurró el teléfono de Joe Stefanuolo. Conseguí memorizarlo y, cuando salí (era menor de edad y después de unos sopapos era cosa de encontrar un adulto que me pase a buscar y respirar la libertad en el colectivo de vuelta a casa), lo llamé para que “libere” a mis compañeros.

Para mí ya se terminó “la era del 30 por ciento”. En algunos casos, el manager cobra el 30 por ciento del cachet, después se descuentan los gastos, y lo que queda se reparte entre los músicos; de esta forma, el manager siempre tiene mejor coche y mejor ropa, pero los tiempos cambian y los músicos aprendemos de nuestros errores y de nuestro instinto (y del de otros). Los Vitale “transmiten” los principios artesanales de la independencia discográfica a Patricio Rey y treinta años después sigue siendo un ejemplo intacto de independencia ética y estratégica, y un caso único en el mundo mundial.

La figura del manager se expande hacia el área discográfica, oficiando de intermediario y productor ejecutivo, hacia el patrimonio editorial (legalmente plausible), hacia los presupuestos de publicidad, etcétera... Nuestra historia también es la de nuestros managers: desde el editor Jorge Alvarez, fundador del sello Mandioca y de la movida cuevera organizada, su “delfín” Oscar López, el legendario Daniel Grinbank, Alberto Ohanian (el visionario que expandió los lindes del rock argentino a toda la América), hasta nuestros días de PopArt, una compleja estructura liderada por el carismático Roberto Costa.

Todos los mencionados, entre otros (Pierre, Pity, Ares, etc.), colaboraron con la existencia misma del movimiento, con la existencia pura de los grupos y su música, es imposible imaginar al rock argentino (el rock nuestro de cada día) sin el concurso de los managers. Pero la ocasión hace al ladrón, algunos tenemos el culo limpio y otros menos. Los “artistas” pueden ser infantiles descerebrados, bohemios, adictos o estrategas elegantes, cada uno tiene un “imperio romano” en el pantalón... o un cohete.

Como ocurrió en Cromañón... ¡fue un fuckin’ cohete! No puedo señalar las responsabilidades, porque no estoy debidamente informado. No me consta que exista un crimen siquiera, acaso una imprudencia o un accidente fatal; se habla de “los autores intelectuales” del affaire de las bengalas y el fuego, de una puerta abierta y otra cerrada. La peligrosidad y la inseguridad genéricas también son derechos humanos; el soborno, la debilidad de las infraestructuras, la vista gorda, son folklorismos que aceptamos como parte de la cultura criolla (la viveza, en este caso). Dudo mucho que todo el peso de la condena “tenga” que caer sobre los hombros de Omar Chabán, el manager y no sé quién más. Otra vez no hay vencedores ni vencidos, sospecho que la Justicia es ciega pero corta de vista, ni siquiera tengo una opinión formada (rígida) con respecto a esta tragedia que ensombrece los recuerdos y la realidad. Claro que puedo ponerme en el lugar de aquellos que perdieron familiares o amigos: tengo una estructura moral, tengo familia y tengo amigos; sé lo que es perder. Nuestro país ya soporta una pesada carga de dolor y metafísica: los asesinados en la dictadura, que no son muertos, ni están vivos. Sin cementerios donde llorarlos. La punta del ovillo, la bola de nieve... Hay demasiados culpables, tantos como enemigos. En el trágico caso de Cromañón ocurre algo similar, la cadena de responsabilidades es larga, se ramifica y se extiende; sufrimos la inocencia y encontrar tres culpables se nos atraganta. Es impensable que Omar Chabán haya sido condenado a veinte años de prisión, que haya pagado dos años esperando este resultado. Tiene dimensiones bíblicas. Quizá deberían crucificarlo con dos motochorros y que todo se termine; así podemos seguir viviendo tranquilos hasta el próximo incendio, hasta que no queden mangueras para pisarnos entre bomberos.

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