Dom 23.11.2014
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FAN › UN ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: MARíA FERRARI HARDOY Y M1, DE SERGIO BAZáN

ESE MUERTO ES MÍO

› Por María Ferrari Hardoy

La primera vez que vi ese muertito fue en el Centro Cultural Borges. Bazán era mi maestro en un taller legendario de la calle Boulogne Sur Mer, por el que pasaron decenas de artistas de mi generación y varias anteriores, y donde enseñaron, en orden cronológico, Ahuva Szlimowicz, Guillermo Kuitca y Sergio Bazán. Entrabas a un PH semiderruido en medio del Once y clavabas tu tela en la pared ya sin yeso, de tantos clavos que había soportado a lo largo de los cuarenta años que llevaba sirviendo a los pintores.

Un lugar impresionante. Daba un poco de miedo que se te cayera el techo encima, o el piso se te deshiciera debajo los pies. Lo recorrías y en cada recoveco había alguien pintando. Hasta en el baño, un día que las paredes escasearon. Las condiciones podían ser duras. El invierno se calentaba con garrafas y lavar los pinceles en el patio, con agua helada, se hacía bastante penoso. Pero las cosas pasaban en los cuadros.

En esta muestra, Los Muertitos, Bazán había llenado una sala inmensa, de ésas del último piso, las que dan a la plaza de abajo de la cúpula, con pinturas de calaveras. Chorreadas, perforadas, pintadas y vueltas a pintar. Pintura escurrida, amasada, puesta con pincel, espátula, trapo, dedos y vaya a saber qué más. Calaveras como joyas iluminadas, las disponía traslúcidas sobre fondos turbios o a veces aterciopelados, líquidos o plenos y contundentes. Abarcando casi toda la superficie de la tela. Vistas frontales, axiales, posteriores, laterales. Grises, verdes, turquesas, rojas. Calaveras de variación escasa, o de abrupto contraste, sugerían las mil dimensiones que puede tomar el alma humana, en la vida y en la muerte. Con todo el desparpajo posible, Bazán te tiraba a la cara su libertad pictórica y su saber hacer.

Lo primero que pensé fue “¡Me robó la obra!”. Yo no hacía tanto que había empezado a pintar y todavía me aferraba con uñas y dientes al tema, no había hecho el gran click que hacemos los pintores cuando nos liberamos de ese peso, descubrimos que el tema no importa y emerge eso otro, que sí importa. Utilizaba mi historia personal para pintar cuadros de personajes con miradas impedidas o sin rostro directamente. Pensando en mi padre, al que no conocí, elegía figuras masculinas, muertas también pero con la carne todavía adherida al cráneo, músculos, piel y ropas en su lugar también.

Luego me di cuenta de que no era eso lo que estaba sucediendo, no me habían robado nada, más bien era que la obra de Bazán era tan potente que llegaba directo a las entrañas, te sacudía profundamente hasta el punto de hacerte pensar que era tuya, que eras vos quien había tenido la idea de pintar esas calaveras geniales, con sonrisas a medias, que te miraban desde el más allá un poco invitándote a acompañarlos, un poco asegurándote de que la muerte y los impuestos llegan pero no son tan terribles, que todavía se puede reír después de muerto.

Bazán pensaría seguramente en otros muertos. Junto a las calaveras había colgado impresiones de ecografías, sobreescritas con leyendas que remitían a la vuelta del exilio de Perón. Gaspar Campos 1065 es la que recuerdo. Una obra más “política”. Tal vez esas calaveras para él representaban otros muertos, más lejanos, en sangre y genes, pero cercanos en ideas.

Y eso pasaba. En un extremo de esa obra estaba la vibración de Bazán, esa emoción que para él sería comunidad intelectual, política. En mí la vibración era otra, parecida pero distinta. En los dos esa soledad que se siente cuando alguien a quien uno quiere dirigirle la palabra no está ahí para escuchar. Otro espectador pensaría quizás en su propia muerte, en el miedo a la enfermedad, o a lo desconocido por venir. Y ahí estaba el cuadro aunándolas todas, tejiendo un hilo de experiencia humana entre nosotros.

El muertito no era mío, claro. Pero había algo ahí de lo que pasa con las grandes obras; te llegan de una manera que inmediatamente las hacés propias, te hablan al oído. Te hacen sentir que no estás solo, que alguien comparte tu mirada hacia el mundo y confortan, aunque de lo que hablen sea de la finitud de la vida.

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