FAN › UN DIRECTOR ELIGE SU PELíCULA FAVORITA. ALEJO MOGUILLANSKY Y PIERROT LE FOU DE GODARD.
› Por Alejo Moguillansky
Acaso sea una traición de mi parte no hablar aquí de, por ejemplo, Monsieur Teste de Paul Valéry, o de El desierto rojo de Antonioni, o de Surfer Rosa de los Pixies, o de todos los films de Renoir, o de Manet y de Reembrandt, o de Paul Celan, o de Playtime de Tati, o de Bresson o de Ozu, o de The Clash, del disco Revolver, o de John Ford o de esa divinidad llamada Rossellini, o incluso de Tom Waits.
Corría el año 1996 y yo cursaba el 6to. año de un colegio céntrico de la ciudad de Buenos Aires. Formaba parte de una pequeña secta de tres o cuatro integrantes que se juntaba todas las noches con los ojos hinchados a escuchar The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars de David Bowie, los viejos discos orquestados de Joao Gilberto, leíamos Les fleurs du mal, yo leía Beckett en soledad, y asistíamos a los estrenos locales de Hal Hartley en calle Lavalle. En algún momento de esa búsqueda, claro, llegaríamos inevitablemente a ese personaje que ya forma parte de un horizonte afectivo y que ha cambiado el cine para siempre una y varias veces en su vida. Lo primero que vi de él sería ese año Une femme est une femme. Su comienzo (“¿Qué se van a servir?” “Un café, negro.” “¿Y usted?” “Un café, verde.”) fue a mis diecisiete años el momento de mayor empatía que había sentido con alguien jamás. Sencillamente había entendido que eso me concernía. De la misma manera que Baudelaire me concernía, a mí Jean-Luc Godard me concernía. Luego vi Alphaville y el efecto fue igualmente devastador. Hasta que finalmente vi ese mismo año Pierrot le fou y fue el momento en que entendí que abandonaría la carrera de Arquitectura que había iniciado tímidamente en Ciudad Universitaria, que las materias que me había prometido cursar en Filosofía y Letras podían esperar un tiempo, y que me dedicaría ineludiblemente al cine.
Lo que pasaba con Pierrot era tan alucinante como perturbador. Por un lado la confirmación de que en el cine se podía labrar algo parecido a la materia, y que esa materia no era necesariamente un argumento. No había una idea y luego una forma. Había sencillamente una imagen donde se conglomeraba todo a la vez. El turquesa del mar era –por sobre todas las cosas– el turquesa del mar. El rojo de los automóviles, el rojo de la sangre, no era sangre, no eran automóviles, era rojo. La presencia de los cuadros en el film no era metafórica, eran cuadros. La Guerra de Argelia estaba todo el tiempo en el film, era algo que existía por dentro y por fuera de la película. Y allí Belmondo y Anna Karina parecían no tener límites. Acaso en Tener y no tener (1944) de Howard Hawks, Humphrey Bogart y Lauren Bacall tampoco tenían límites. Se asistía allí a la cita de dos titanes conociéndose, enamorándose, para apenas un año después confirmar todo lo que uno sospechaba de ese film con un matrimonio. Hawks era el primer testigo de una química sin precedentes cinematográficos, ni siquiera literarios. Aquí en Pierrot, el caso era distinto. Godard completaba el triángulo de Anna Karina y Belmondo. Se trataba, quizás, de una troupe dispuesta a tomar por asalto absolutamente todo. Todo. TODO –en cualquier salto tipográfico que a uno se le pudiera ocurrir–. Era tal la dimensión del asunto que alguien ha dicho alguna vez que este film es un caso de adaptación del modo condicional al cine. Que allí donde la literatura puede decir: “podría haber pasado esto o aquello”, este film es algún intento de llevar esa la latencia a la imagen. Y lo que yo siempre creí era que ese modo de ver las cosas era aún una subordinación del cine al verbo. Que aún se pensaba allí al cine desde la literatura, o desde el guión, o desde ese abstracto y sospechoso prontuario que llega a una imagen desde una idea. Pues bien: no. Aquí las imágenes, sencillamente, son. Alguna vez Beckett escribió algo así como (cito de memoria): “No hay pintura. Hay cuadros. Estos, al no ser salchichas, no son ni buenos ni malos. Todo lo que se puede decir sobre ellos es que son misteriosos empujes del hombre hacia la imagen”. He ahí en Pierrot las imágenes. He ahí una aventura tratando de acoplarse –como puede, como sea– a esa imágenes. Y en el medio de todo eso, he ahí la Historia, uniendo puntos remotos, lejanísimos, irreconciliables. Todo al mismo tiempo y nada a la vez en un Eastman color con aspecto de Techniscope, más politizado que Malévich y más colorado que el Kremlin en la Plaza Roja de Moscú.
Me había prometido hace varios años no escribir sobre Godard, ni siquiera nombrarlo en mi rol de profesor de cine en la universidad sencillamente por la repulsión que me da la idea de un canon, de fomentar eso, y peor aún: que sus propios films formen parte de eso. Pero ya es hora de volver a hacerle justicia a aquel a quien siempre le deberemos todo, la necesidad de mirar siempre desde una distancia justa, la aptitud del cine como forma que piensa, el sencillo goce de asistir a la creación de una imagen -aún al acecho del brazo punitivo de los comisarios de lo popular o de la derecha. Larga vida a Godard. Ahora y para siempre.
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