Dom 20.11.2005
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Una cantante elige su canción favorita

Liliana Herrero y “Cartas de amor que se queman” del Cuchi Leguizamón

POR LILIANA HERRERO

Tan complejo es el mundo de la música que elegir una canción me parece casi imposible, un gesto de una arbitrariedad casi extraordinaria. Además, todas las canciones están en todas. Hay una tradición en la que se inscriben las canciones, los diseños melódicos, los textos, las armonías; al punto que es posible decir que todas las canciones están en una canción, que las canciones están emparentadas, que siempre son parientes, lejanos o cercanos, según.

Por todo eso me resulta tan difícil elegir una canción y me gusta más pensar en autores, aunque también es algo muy difícil, casi una cadena al infinito. Finalmente pensé en las canciones de Pancho Viña y en el Cuchi Leguizamón. Y dentro del calidoscopio extraordinario que es la música de Tom Jobim elijo Retrato en blanco y negro, una canción de amor y al mismo tiempo una canción desesperada. Y del Cuchi Leguizamón, Cartas de amor que se queman. Es la misma desesperación la que está presente en ambas canciones, la desesperación ante las cartas de amor y ante una foto en blanco y negro. Y en ambos casos también ocurre que estas canciones no tienen más alternativa que remitirse a un otro, a alguien que escuchó antes (porque siempre hay alguien que escuchó antes, como siempre se lee a los que leyeron antes). Ambas canciones son un eslabón al infinito en la cadena de cartas y de retratos que conforman una tradición y que recuerda que todas las canciones están emparentadas.

Cartas de amor que se queman, además, es una zamba que he cantado mucho y que sigo cantando. Y cantar es darle a una canción una voz que la piensa de nuevo. Por eso, para mí, esta zamba tiene otro significado. ¡Y viene con moraleja! “No hay que quemar nunca las cartas de amor.” ¿Por qué? “Porque enlutan el corazón.” Yo sigo al pie de la letra ese consejo: nunca quemaría una carta de amor. Es tratar de imaginar que las cosas no ocurrieron y las cosas ocurren y eso no se puede borrar, aun cuando de aquello ocurrido sólo nos quede un rumor lejano; aun cuando no podamos recuperar el cuerpo íntegro de eso que alguna vez sucedió. Quemar una carta de amor es imaginar que de ese amor no nos queda nada y siempre de toda cosa pasada nos queda algo, aunque sea un ronroneo en el alma.

No recuerdo cómo conocí Cartas de amor que se queman. Conozco todo lo que hace el Cuchi Leguizamón, pero debo haberla escuchado por primera vez a principios de los ’80, y aun antes por el Dúo Salteño. Me gusta en particular la resonancia que tienen esas expresiones un poco aristocráticas del folklore: “Ay, niña, no queda nada de todo lo que tuvimos”. “Niña” es una expresión muy del Noroeste y en el caso del Cuchi suena como una humorada, a diferencia de otros autores más tradicionales que buscan una especie de rasgo esencial en el folklore, que es lo que a mí menos me interesa. En realidad, todo lo que dice el Cuchi está dicho en medio de una carcajada, aun cuando hable de algo tan desgarrador como la pérdida de un amor.

Cuando canto Cartas de amor que se queman disfruto mucho. Tiene un diseño melódico maravilloso que a la vez es muy difícil. Hay saltos de octavas casi imposibles que requieren mucha técnica. Me da una enorme satisfacción cuando consigo que una octava aguda salga en pianísimo. Es lograr una delicadeza que se corresponde completamente con la delicadeza del texto y del diseño melódico. Me da mucho placer cuando me sale, aunque no siempre pasa. Pero cuando la voz canta, ya no pienso en nada.

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