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Domingo, 7 de marzo de 2010

FAN › UN CINEASTA ELIGE SU PELICULA FAVORITA: GUSTAVO FONTAN Y DETRAS DE LOS OLIVOS, DE ABBAS KIAROSTAMI

¿Quién mira lo que miramos?

 Por Gustavo Fontán

Con frecuencia vuelve a mi memoria una escena que me gusta y me emociona enormemente. Es el final de Detrás de los olivos, de Kiarostami. Se trata de una escena muy sencilla, con el muchachito que había trabajado en esa película que se hace dentro de la película, y que estuvo siempre detrás de una chica, acercándosele una y otra vez, la chica rechazándolo una y otra vez... Vemos la escena en un gran plano general, una plantación de olivos. La chica que rechazó siempre al muchachito empieza a caminar, y al ratito vemos que el chico va detrás de ella, y siguen y se van, y la cámara se queda acá y ellos siguen yéndose, y se van y se van y el plano dura y siempre lo vemos a él, que va detrás. La impresión de cercanía nos permite entender que hay dos personas, pero luego ocurre algo muy interesante en ese plano que dura, que es que hay cierto ocultamiento dado por los propios olivos, y cierto ocultamiento que da la distancia, y lo que vemos entonces son unos puntitos que parece que se juntan, se separan, y se juntan de nuevo, hasta que uno no puede definir si quedan juntos o quedan separados y queda ahí un espacio hermoso para el espectador, para terminar y completarlo con la decisión o con lo que a uno le gustaría que haya pasado o que pase de ahí en adelante con ellos dos.

Creo que eso es muy importante en el arte: que el espectador pueda participar. En esa escena final, yo pude proyectar mi deseo de que el chico y la chica se junten, de que al fin, en la lejanía, estén juntos. La participación del espectador puede ser eso: puede ser el pensamiento, y puede ser también la emoción; son dos instancias ligadas, y esa fuerza emocional que nos obliga a participar es una de las mayores fortalezas del cine, del arte en general. Si tuviera que pensar una película capaz de producirme una emoción similar, enseguida pienso en El sol de membrillo, de Víctor Erice, que tiene, como el film de Kiarostami, un trabajo con elementos de la realidad y a la vez con elementos de la mirada de Erice muy fuertes; así como una fuerte reflexión sobre el arte, y una carga emocional que lo atraviesa todo muy bellamente. Creo que hay mucha cercanía (así como también muchas distancias) entre ese film de Erice y el de Kiarostami.

Es justamente ese valor poético que produce la mirada lo que más me gusta de esa escena final de Detrás de los olivos. Aun siendo a veces muy naturalista o trabajando con elementos muy reales, el cine de Kiarostami siempre guarda esa posibilidad de la sugerencia, de eso que queda incompleto, que no termina de ser mostrado, lo obliga a uno a involucrarse. Ver esta película por primera vez significó un deslumbramiento increíble, por su gran belleza y por esta complejidad que hay en esas relaciones entre la ficción y la realidad. Es algo que está de manera constante en el cine de Kiarostami, y en el cine iraní de esa época. Los límites entre la sensación de realidad y la sensación de ficción quedan desdibujados.

Sobre lo real se involucra una mirada –la mirada concreta de alguien, no una abstracción– que le da a la película esa potencia que me impactó antes que nada al verla por primera vez: esa sensación feroz de realidad no tenía nada que ver con lo que yo entendía hasta entonces como la sensación de lo “real” en el documental. Acá lo real está “mirado” y el verdadero sentido está en ese encuentro entre la mirada y el mundo. Y es increíble cómo mira Kiarostami: hay tanta ternura en cómo ve a sus personajes; tanta poesía –una poesía tan simple–, que la película no puede sino conmover. Conmover, y abrir a la vez una nueva percepción del cine y del arte. Viendo Detrás de los olivos entendí y sentí claramente que siempre hay alguien mirando eso que nos muestran, mirando la realidad. Que la realidad no basta. Y fue una revelación.

La madre, la película más reciente de Gustavo Fontán, puede verse desde la semana pasada en el cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635


Detrás de los olivos
(Abbas Kiarostami, 1994).
Título internacional:
Through the Olive Trees.
Título original en persa:
Zire darakhatan zeyton.

Considerado el episodio final de la “Trilogía de Koker”, este film está ambientado en una zona del norte de Irán después de su devastación por un terremoto. Su argumento está relacionado con la producción de la segunda película de la trilogía, La vida y todo lo demás, que era a su vez un regreso al lugar en que transcurría la primera de las películas: ¿Dónde queda la casa de mi amigo?

Todo empieza como una especie de detrás de escena, con el director explicando la película que filmará y realizando el casting entre los habitantes del pueblo. El actor Hossein Rezai interpreta a un picapedrero local devenido actor que, fuera del set de filmación, persigue insistentemente con una propuesta de casamiento a la actriz principal del film. Tahereh, la chica, es una estudiante que ha quedado huérfana a causa del terremoto, y cuya familia rechaza de plano la propuesta de Hossein, dado que es pobre y analfabeto. Ella le escapa una y otra vez, incluso cuando están trabajando para las cámaras, como si no advirtiera la diferencia entre la película que están haciendo y su vida real. Cuando el director de la película se entera de la insistencia (y el rechazo) de su improvisado actor, intenta aconsejarlo. Tras terminar una escena con muchas complicaciones, el verborrágico chico sigue a la silenciosa chica, que le da una respuesta que no alcanzamos a oír, destinada a ser un enigma —o el terreno más fértil para la imaginación y los deseos del espectador–, tal como lo cuenta Gustavo Fontán en esta página. La ambigua escena final fue objeto de numerosos debates e interpretaciones.

Detrás de los olivos integró la competencia internacional del Festival de Cannes en 1994.

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