Domingo, 7 de marzo de 2010 | Hoy
CRUCES >TIM BURTON ADAPTA LA ALICIA DE LEWIS CARROLL
Finalmente el gran creador de mundos alucinantes se encontró con el abuelo de todo el asunto: Tim Burton finalmente decidió adaptar Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Pero lamentablemente la Disney metió la cola y el País de las Maravillas se parece más a una juguetería bizarra que a un mundo donde se sortean los límites del lenguaje, se enfrenta el sinsentido de la realidad y se ejercita la dudosa capacidad de la mente para capturar la esencia de la vida.
Por María Gainza
Parecían una pareja imbatible: Tim Burton, el visionario director responsable de algunas de las películas estéticamente más interesantes de los últimos 25 años, adaptando Alicia en el País de las Maravillas, el cuento infantil más revolucionario de la historia, adorado por niños y adultos por igual. Pero la colisión de los dos mundos no fue fructífera y creó un lío repleto de montañas rusas visuales y una historia que nunca cobra vida.
“Has perdido tu muchosidad”, le dice el Sombrerero Loco a Alicia cuando ésta duda sobre su capacidad para la acción. Algo así podría decirse de Burton en su encuentro con una heroína victoriana de poderes creativos aún superiores a los suyos. La película tiene sus momentos de humor y delicia pero también subestima la inteligencia de su heroína y se vuelve ordinaria a medida que avanza hacia el climax en una batalla tan convencional como la de cualquier número de películas que se han visto en los últimos años.
El matemático, sacerdote anglicano y escritor británico Charles Lutwidge Dodgson, más conocido bajo el seudónimo de Lewis Carroll, publicó en 1865 Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, una historia que cambiaría el curso de la literatura infantil para siempre, entrando en el inconsciente colectivo, la cultura pop y la mitología moderna. Seis años después, continuó la historia en una segunda parte llamada Alicia a través del Espejo y Lo que Alicia encontró allí.
Aun para un lector veloz, los libros de Alicia... no pueden leerse en menos de nueve horas. Y una película no puede durar más de dos. Hay que acortar, reagrupar y por sobre todo hay que inventar una estructura, algo que Carroll desechó por completo. Sumado a que en los libros hay más de 80 personajes que ignoran toda ley teatral y entran y salen de escena erráticamente. Para llevar la historia a la pantalla era inevitable darle un marco (Walt Disney ya había tenido que hacerlo en 1951) pero esta vez el guión, en manos de Linda Woolverton (Mulán, La Bella y la Bestia), tomó algunas decisiones desacertadas que convirtieron a Alicia en una pieza formulaica.
Para empezar Alicia no es Alicia. Suena a uno de los clásicos jueguitos semánticos de Lewis Carroll pero no lo es. En vez de Wonderland es Underland. Alicia ya no es una niña de siete años de mente inquisitiva embarcada en un viaje arquetípico de mito y leyenda que representa la vida misma sino una mujer de 19 años un poco seca que huye tras un conejo blanco antes de responder a una propuesta de matrimonio indeseada. En Underland Alicia se reúne por segunda vez con los amigos de sus sueños: la oruga, el gato de Cheshire, los gemelos Tweedledum y Tweedledee a los que Burton quiso darles –según sus palabras– “profundidad”, una historia detrás, y aun así no logró una conexión emocional entre Alicia y sus criaturas (¿alguien realmente necesita saber el porqué de la locura del Sombrerero?).
El mundo de los adultos no existe en la Alicia de Carroll más que como una arquitectura despoblada un poco a lo Giorgio De Chirico. En la Alicia de Burton el mundo adulto es jerárquico y tremendamente presente. Como la de Carroll, la Alicia de Burton es una librepensadora dispuesta a estrellar las convenciones sociales de la sociedad victoriana pero le falta algo del humor y fastidio repentino que caracteriza a la eterna niña del vestido celeste y delantal blanco. Y por sobre todo, en lugar de aquella sed por entender qué quema por dentro a Alicia y mueve la historia original, lo que avanza la película es la profecía de una lucha maniquea entre el bien y el mal que termina dando un final que parece inspirado por un cuento de Joseph Conrad: rechazando la oferta de matrimonio, Alicia decide zarpar en un barco para extender las rutas comerciales a China. Es verdad que el guión necesitaba un esqueleto narrativo que no está en los libros, pero perdió inteligencia en el proceso.
Alicia en el País de las Maravillas, el libro, es como un test de Rorschach, una pantalla donde cada uno puedo proyectar sus ideas. Las interpretaciones freudianas ven a Alicia como una neurótica que no logra encajar pero también ha sido entendida como metáfora de la sociedad, una red de convenciones y formalismos arbitrarios. Lo cierto es que Carroll mueve al lector como movería una pieza de ajedrez. Sus escenas son algo estáticas. No hay un hinterland para la fiesta del Sombrerero Loco o para el jardín de la Reina de Corazones. Son un sueño dentro de un sueño, episodios ligados por las transiciones de una amnesia interna, un flujo del inconsciente. Lo que no quiere decir que la experiencia no sea vívida, sólo que es diferente. Los tamaños y las distancias son problemáticos. Alicia se encoje o se expande; tiene que aprender a caminar para atrás y para adelante; pero no es nonsense surrealista sino de algún otro orden, como el maravilloso mundo que se ve en las geometrías fractales del caos. Pero lo importante de Alicia..., lo que hace al libro gigantesco fuera de sus entrañables criaturas, son los juegos de lenguaje y lógica. Alicia no puede parar de pensar. No sabe cómo apagar su mente. La textura del libro se logra así, con los rompecabezas lingüísticos, las contradicciones y los chistes. Las aseveraciones de Humpty Dumpty de su propio poder arbitrario sobre las palabras (una palabra “significa lo que yo elijo que signifique”) son el hueso de la historia. Y la personalidad de las criaturas es creada por este poder del lenguaje: cada dos por tres los animales y los objetos rompen en discursos y argumentos filosóficos hasta que de repente se detienen, se miran fijamente, y se quedan mudos.
Alicia es parte de ese tejido lingüístico: cuando se cae por el pozo no siente terror (como supone Burton) sino que se habla a sí misma, analiza la situación y sus posibilidades. Su emoción básica es intentar encontrar sentido frente al absurdo creciente. “¿Quién soy?”, se pregunta como Odiseo, Edipo y Hamlet. “Tengo derecho a pensar”, le dice desafiante a la Duquesa. A diferencia de, por ejemplo, Dorothy, que sólo intenta hacer el bien en El Mago de Oz, Alicia trata furiosamente de entender. Esta insistencia es lo que distingue la historia de cualquier otro cuento infantil y su clave está en mostrar que el intelecto puede ofrecer tanto placer como una emoción: quizás Alicia... sea nuestra primera experiencia de excitación intelectual.
Pero Burton, uno de los grandes fabulistas del cine, resolvió poner de lado la “cosa mentale” a favor de un festival de imágenes. Alejada de las rarísimas ilustraciones que John Tenniel dibujó (con el autor respirándole en la nuca) para el libro en 1864, las imágenes de Burton se han vuelto una piñata de colores. Está claro que no miramos a Burton para encontrar sutilezas. En vez, lo miramos por el espectáculo y el circo. En ese sentido, su Alicia... es una fiesta que tira la casa por la ventana. Una gran torta de merengue, visualmente impactante pero también un poco empalagosa que anula la capacidad de reflejos.
Lo que comparten tanto la película como la historia original es una violencia alucinante. En la película ella está puesta en las imágenes oscuras: en uno de sus muy buenos momentos Alicia cruza una fosa minada por cabezas flotantes para infiltrarse en el castillo de la Reina Roja. La Alicia original era más cerebralmente perturbadora pero no le faltaban buenas imágenes: el episodio donde el niño se vuelve chancho en brazos de Alicia revuelve las tripas.
Después están los actores. En el papel de Alicia, Mia Wasikowska, una belleza tipo Gwyneth Paltrow, logra una actuación chata como una hostia mientras se topa con un puñado de egos monstruosos entre los que Johnny Depp se destaca como el peor de todos. Su Sombrerero Loco es redundante, pasado de rosca, un tonto que cambia de acentos (supuestamente para enfatizar su esquizofrenia) y resulta un menjunje y Anne Hathaway mal castineada en el rol de la Reina Blanca tiene una dulzura que parece estar sobrando al personaje. Entre los mortales, sólo la Reina Roja interpretada por Helena Bonham Carter es un capricho glorioso. Mirando atónita desde una cabeza gigante, la reina logra una proeza insospechada, puede ser absolutamente grotesca y a la vez alarmantemente sexy. Aunque por lejos son los personajes de animación los que se roban la película: en especial el fiel perro Bayard y el sapo que se comió la torta de la Reina.
La posibilidad de la extinción, el vacío en el centro de las cosas, la incapacidad de la razón humana y del lenguaje para atrapar un sentido final, son los temas que ocupaban la mente de Carroll al momento de escribir sus libros. Esa resonancia se escucha más potentemente cuando se entiende no sólo como una anticipación del nihilismo moderno sino como los pensamientos nocturnos de un hombre cuya inteligencia y sensibilidad residían tan auténticamente en la geometría euclidiana como en la caridad providencial de un Dios. Muy poco de eso, sin embargo, queda en la atmósfera burtoniana y mientras las imágenes crecen y crecen, la verdadera Alicia va desapareciendo.
No es que todo haya salido mal ni que la nueva Alicia sea un gran fiasco pero para su producción de diseño, sus criaturas intrigantes y sus megaactores, la película luce más convencional de lo que debiera. Es una película de Disney diseñada por Burton, en lugar de una película de Burton lanzada por Disney.
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