FAN › UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: FERNANDA GARCíA LAO Y EL áNGEL EXTERMINADOR, DE LUIS BUñUEL
› Por Fernanda Garcia Lao
Desde muy chica disfruté del cine clásico en la televisión española. A pesar de los doblajes. En “la dos” pasaban películas en blanco y negro, todos los días. Mis preferidas: El sirviente, ¿Qué pasó de Baby Jane?, Sunset Boulevard. Argentina había quedado atrás para mí, después del exilio. Y se había convertido –también– en una película de cine negro. Recordaba las veladas nocturnas de la infancia como escenas, la llegada de los invitados, las conversaciones, los canapés, como hilachas de memoria, reconstrucciones falsas de lo que fue. Siempre hubo visitas en mi casa de Mendoza. A medida que avanzaba la noche, los temas se hacían más complejos y el tabaco, intenso. Entonces, a las nenas nos mandaban a dormir. Ya en camisón, transgredía la regla. Yo era una especie de Ventana indiscreta ambulante. Primero los espiaba a ellos, oculta detrás del sillón. Después a sus pertenencias, dispuestas prolijamente sobre la cama de mis padres. Carteritas, abrigos y, con suerte, alguna estola. La Intimidad ajena a mi disposición. Revisaba sigilosamente aquellas cosas con el encantamiento de la novedad, cuidando de dejar todo en la misma posición en que lo había encontrado. Imaginaba vidas, fabulaba a solas, a partir de los objetos. Pero siempre encontraba lo mismo. Aros, labiales, monederos, lapiceras o agenditas. Nada fuera de lo común. Nunca tuve la suerte de hallar dos patas de pollo crudas.
Vi El ángel exterminador en Madrid, una noche. Enseguida lo sentí como un terreno conocido. Pero a gran escala. En lugar de un departamento, una mansión. En lugar de una empleada, siete. Veinte invitados. Y varios desajustes. Iglesia y títulos, al principio. Calle de la Providencia. Portón inmenso, huida de un tal Lucas, al que no le importa perder el empleo. Lo siguen cocineras, ayudantes, camareros. Mientras la burguesía llega, los trabajadores se van. En la cocina, tres corderos deambulan libremente. Un sacrificio se avecina. El único fiel es el mayordomo, pero cuando se dispone a servir el primer plato, tropieza. La dueña de casa ya había anticipado una alteración en el menú.
Lo que sigue, es una auténtica pesadilla. Los invitados insisten en permanecer. Pongámonos a su nivel para atenuar un poco su incorrección, propone el dueño de casa a su mujer, mientras se quita el saco y se recuesta. La sala se convierte en un pabellón de hospital. Un invitado entra en coma, las mujeres alucinan por turnos, una pareja se suicida. Y el asunto recién comienza. La película es una caída hacia una noche interminable que sufre de reiteraciones. El mismo brindis dos veces. Parlamentos intercambiables, los invitados que se confunden. Las acciones se repiten hasta la enajenación total. El tipo de pesadilla que siempre soñé. La realidad se pliega y sorprende.
Hay algo extremadamente teatral en El ángel exterminador que me atrajo desde el principio: una única acción, en un mismo lugar, con el máximo de personajes posibles. Se quiebra la fórmula aristotélica. Tal vez Buñuel sea el responsable de mi sentido absurdo de la construcción dramática. Fue uno de mis primeros maestros. Situaciones enrarecidas, acciones en espiral, estado de alteración, frases inesperadas en momentos trágicos: “Cuando estemos en Lourdes, quiero que me compres una virgen lavable de caucho”.
La primera vez que vi El ángel exterminador quedé atrapada por el misterio que mantenía a esos personajes aparentemente libres, prisioneros de una sala abierta. Sin motivo aparente. Hoy, encontré cierta contigüidad con la obra de Gombrowicz, por el tono y por el recorte: la aristocracia, la autodegradación. La irreverencia hacia los símbolos más primarios. El sacrificio, la sangre virgen. Lo circular. El dislate de la forma.
Pero además, mientras miraba El ángel exterminador para escribir estas líneas, descubrí una escena de la que no tenía registro consciente: una de las mujeres, víctima de la fiebre, ve una mano saliendo del ropero, una mano asesina a la que termina intentando acuchillar para defenderse. Parece que Buñuel me habita, más allá de lo que sé.
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