FAN › UN ARTISTA PLáSTICO ELIGE SU OBRA FAVORITA: AMAYA BOUQUET Y UNA ILUSTRACIóN DE LA COLECCIóN INFANTIL FABULANDIA
› Por Amaya Bouquet
Los últimos años de la década del ‘80 fueron una explosión infinita de arcoiris color flúo y pegasos metalizados que decoraban las habitaciones y las cartucheras. El Guasón de Jack Nicholson era el ídolo indiscutido y todos dibujaban en sus carpetas ositos cariñosos o batallas de rayos láser.
Disney y Epcot eran destinos soñados para los niños. Comenzaron a llegar las cosas “importadas”, desde zapatillas con resortes hasta juguetes irrompibles que cambiaban de color. No poseer alguno de estos objetos te hacía caer inmediatamente en la desgracia. Pasamos de tener una sola hora diaria de dibujos animados a tener varios canales dedicados pura y exclusivamente a nosotros.
Ser niño era simplemente lo mejor que te podía pasar. Un mundo de fantasía inagotable se abría a nuestro camino.
Sin embargo –y no como consecuencia de que no podía acceder a los juguetes de Mattel– el universo que realmente me transportaba al paraíso era el de las ilustraciones de los libros coleccionables Fabulandia (Códex ilustrado de fábulas de los años ‘60). Tenía dos grandes tomos con los fascículos sueltos en su interior y tapas duras forradas en vinilo blanco.
Pasaba las tardes enteras extasiada por las ilustraciones espectaculares que contenía y las complejas guardas que adornaban cada página. Estos dibujos fueron para mí una enorme fuente de sabiduría. Observarlos era acceder a un paraíso fuera del tiempo, que siempre permanencía inalterable. No necesitaba siquiera leer los cuentos –aunque los leí todos–, ya que una y otra vez podía hojear las páginas amarillas y perderme en esas magníficas acuarelas.
De todas ellas, una era mi favorita, y aún hoy –cuando la recuerdo– vuelvo a buscarla y la contemplo durante varios días. Es una ilustración del cuento “Los cisnes salvajes”, de Christian Andersen.
El cuento es un suplicio de principio a fin como sólo él pudo concebir. El dibujo representa la imagen de una andrajosa princesa dentro de un carro que la llevará inevitablemente hacia la hoguera. La pobre princesa, para deshacer un maléfico hechizo que había convertido a sus adorados hermanos en cisnes, debía permanecer muda durante años y tejer con sus delicadísimas manos once túnicas hechas de ortigas, una por cada uno de sus hermanos, y de esa forma poder liberarlos. Cada uno de ellos volvería a tomar su forma humana una vez que estuviese en contacto con su respectiva túnica.
La composición circular domina la imagen y la acción está congelada; sin embargo el dibujo tiene tanto movimiento que casi podemos oír el aleteo de los cisnes. Los hechizos y las metamorfosis en la magia suelen ser tan fugaces que nuestros ojos apenas pueden captarlos. Pero en esta ilustración podemos detenernos una y otra vez en el singular momento en que los cisnes se hacen niños.
No se puede saber bien a quién le pertenece cada ala y cada cuerpo. Es un remolino de plumas, túnicas, coronas y raso bordado en oro.
Pero si observamos con atención podemos ver cómo las alas se transforman en brazos y empiezan a adivinarse los rasgos principescos. Y cómo, suspendidos en el aire y sin esfuerzo alguno, los príncipes se posan sobre el suelo. No podemos sino adorarlos, son la encarnación misma de la gracia.
Es una ilustración bellísima y profunda que tiene el poder de cortarme el aliento unos segundos cada vez que la contemplo.
En ella se manifiesta el poder de lo sobrenatural, la belleza arrebatadora de la juventud y la ingenuidad de un espíritu bondadoso.
Testimonio recogido por Mercedes Pombo.
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