FAN › UNA ARTISTA PLáSTICA ELIGE SU OBRA FAVORITA: DELFINA ESTRADA Y THE BOY HIDDEN IN A FISH, DE DAVID HOCKNEY
› Por DELFINA ESTRADA
Era el año 2009 y yo estudiaba en el IUNA cuando me topé cara a cara con el grabado. Ese oficio me intimidó. En parte por su complejidad, pero sobre todo por culpa de muchos grabadores que le daban demasiada importancia a la técnica, dejando bastante de lado la imagen. Así y todo, nada impidió que me enamorara del aguafuerte y el aguatinta. Fue uno de esos encontronazos reveladores. Me fascinaron las alquimias del hierro con el ácido nítrico, y ver cómo iban cambiando las líneas que inciden en el metal, hasta que, pasadas por la prensa calcográfica, terminan teniendo vida propia en el papel. Descubrí un encanto que no se logra ni con grafito ni con tinta. El desafío era entonces encontrar la forma de que el grabado no me intimidara. Y para eso sentí que tenía que unificar este nuevo afán con mis dibujos, con mis propias ideas. En suma: dar con mi poética. No parecía fácil generar imágenes que no estuvieran totalmente condicionadas por la técnica. Y tampoco era sencillo correrse de cierta tradición local del grabado, que sentía muy ajena a mí.
Fue en ese momento de cambios y revelaciones que llegó a mis manos un libro con los trabajos gráficos de David Hockney. La mayoría eran ilustraciones hechas en tinta, litografías o aguafuertes sobre textos de Walt Whitman, William Blake, Constantine Kavafis y los hermanos Grimm. Eran diferentes a lo que yo conocía de su obra, y me fascinaban de igual manera. Entre esas imágenes había una que siempre me quedaba mirando más tiempo que las demás: la ilustración del cuento “El lebrato marino”, de los hermanos Grimm. Allí se ve a un hombre joven dentro de un pez. Está chupándose el dedo gordo de la mano, en posición fetal. Y abajo del pez, en el fondo del mar, hay piedras. No se parece en nada a sus pinturas: chongos nadando en piletas californianas o dormitando entre sábanas. Este chico, en cambio, podría ser una especie de Jonás dentro de la ballena; o un grandulón que anhela la contención del útero materno. En esta imagen puedo ver las aguatintas dramáticas de Goya y las líneas de aguafuertes de Picasso, con las limitaciones o los encantos del propio Hockney. De paso, además, hace que me conecte con otras cosas: Grimm, Rembrandt, Goya, Picasso, Magritte...
Así fue que, por obra y gracia de estos grabados, dejé de sentirme intimidada. Hockney se apropió, sin pudor y de manera poco convencional, de esta historia de los Grimm que se había ido transmitiendo oralmente a lo largo del tiempo, al igual que las técnicas del grabado.
Hace poco, en un cruce que tuvo con Damien Hirst, Hockney criticó el arte conceptual. Dijo: “En la escuela de arte, yo solía insistir con que se pueden enseñar las técnicas, pero no se puede enseñar la poesía. Aunque ahora tratan de enseñar la poesía y no las técnicas”. Parece absurdo plantear esto después de Duchamp, pero creo que artistas como Hockney tienen fundamentos para hacerlo: saben y han demostrado que la poesía y la técnica juntas llegan más lejos, calan más hondo. Por eso, tal vez, a mí me sigue conmoviendo su obra. Y hace que me detenga a mirar, una y otra vez, esa página que no deja de ser actual, aunque haga uso de una técnica muy vieja, originada en talleres de armería de siglos pasados. Es una invitación al oficio. Y me hace pensar en la obra como verbo: obrar. Cosas así, para mí, son las que envalentonan.
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