FAN › UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: NACHO CABELLO Y “PALOMITA BLANCA”, DE ALFONSO AIETA
› Por Nacho Cabello
¿Los Beatles o Charly? ¿Ennio Morricone, Nino Rota, Satie, Troilo, Laurenz o el Cuchi Leguizamón...? No sé. Mirando hacia atrás, buscando en los cajones de la mente jirones de recuerdos, tratando de pensar y reconstruir mi propia historia con la música, aparecieron “Strawberry Fields”, “No soy un extraño”, “Romance de Barrio”. Recordé a mi primo tocando canciones de Baglieto y Fandermole, “Calle angosta”. Entonces tuve una pequeño recuerdo, pequeñísimo, un instante, una imagen visual y sonora, como una foto o una grabación en súper-8, un principio y un final. Un recuerdo que llevo conmigo desde mi infancia, apenas unos seis o siete años de edad.
Una mañana muy clara desperté temprano. Vivíamos en un departamento muy chiquito mis hermanos y yo, mis padres y mi abuela Queca. Me dirigí hacia la cocina y la vi, como siempre, apoyada sobre la mesada, con un mate y la espika (Spika) que la acompañaba a todos lados. La imagen fue muy fuerte para mí. Ella adoraba el tango, adoraba a Larrea y a Gardel. Siempre me hablaba de Gardel: de su sonrisa, de cómo se paraba en el escenario. Veíamos sus películas juntos. Y yo desde muy chico había escuchado tangos, los tangos que ponía mi abuela en la Spika que guardaba bajo su almohada; los escuchaba como sin escucharlos, estaban ahí. Pero esta mañana en el ambiente sonaba una melodía preciosa, muy claramente cantada, algo sobre una paloma que iba de una casa a otra. Es lo único que recuerdo. Mi abuela en bata, el mate y Gardel, la canción, “Palomita blanca”. Tan fuerte fue esa imagen que tengo un fetiche con los valses.
“Palomita blanca”, vals de Anselmo Aieta, es una pieza única, perfectamente compuesta, letra y música son un todo compacto, sin fisuras. Gardel la cantó como nadie, liviana, sentida, fácil; porque eso tienen los grandes, parece que todo es fácil. No es que yo le prestara mucha atención a la letra; lo que me marcó fue la rapidez con que se suceden las notas en la interpretación de Gardel. Ese momento, la combinación de la melodía veloz, la imagen mi abuela, me marcó para toda la vida. Para ese entonces yo ya había tenido mis primeros acercamientos a la guitarra. Había aprendido a sacar las notas en una guitarra fabricada por mi hermano con un cajón de manzanas como tapas, una regla T que traía del secundario técnico en el que estudiaba, y tanza. Pero el tango había pasado por mi infancia con esa naturalidad con la que a veces pasan las cosas, sin que uno las note, y que lo marcan a uno sin darse cuenta. En esa guitarra saqué “Something”, como pude. Sería un desastre, supongo, pero las notas estaban. En esa época para mí todo eran los Beatles y Charly, y recién años más tarde, estudiando, me encontré con la música de Astor Piazzolla y volví al tango y al jazz, que mi viejo escuchaba mucho (Al Jolson, Benny Goodmann). Como todos los jóvenes en esa época entramos al lenguaje del tango seducidos por la música de Astor, y así fue, me encontré un día tocando en un conjunto de tango-fusión. Cada vez fui volviendo hacia atrás en el estilo y descubrí a Salgán y a Láurenz. Y al volver, volvió aquel momento, aquella postal de mi abuela, el mate, la Spika.
Muchos años más tarde compuse el vals “Queca”, y “Sobre los tilos”, “Caseros” y “Mil maneras” (grabada en el último disco de Percal Tango), tratando de reencontrarme con ese momento de mi vida, con ese instante en el que todo se reduce a lo mínimo, al principio de todo. Hoy, cada vez que la escucho o la interpreto, me acuerdo de Queca (“una paloma que va hasta la casa donde está el amor”, me dijo), y un escalofrío me recorre el cuerpo. Entonces pienso que toda mi vida se reduce en el recuerdo de un valsecito y a una paloma...
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