FAN › UNA ARTISTA PLáSTICA ELIGE SU OBRA FAVORITA: JULIANA CECI Y CASA DE LOS ESPíRITUS, DE LEONORA CARRINGTON
› Por Juliana Ceci
Descubrir una relación de intimidad con una obra es algo que ocurre con extrañamiento. Una no sabe cuál le va a dejar ese regusto en el paladar que modifica levemente el cotidiano. Nunca se sabe qué obra se va a amar, cuál abandonará definitivamente el espacio de la exposición para acompañarnos con su enigmática conversación. Me gusta eso de las obras de arte, ese errático eco del cual no poseemos control, que no limita la identidad del que la consume, sino que la cuestiona, la expande, la desestabiliza. Por eso, podría dedicarme a inventariar aquellas obras que me acompañan desde que las vi, en una especie de paraíso amistoso y atemporal: pipas de Magritte, la ficción infinita de Raymond Roussel, una sonrisa de Duchamp... la hermosa Leonora y su corte de fantasmas...
Descubrí la obra de Leonora Carrington en un taller literario. Mi primer acercamiento fue a sus textos, trastornados cuentos de hadas que rozaban el borde de un mundo enorme y secreto. Una voz femenina y perturbada. Luego hallé sus pinturas, dibujos y esculturas.
Vi su obra en vivo y en directo en México, en el año 2008. Pisar el D.F. por primera vez fue poner el pie en una planta carnívora. La primera mañana que salí a recorrer la ciudad di con el cartel que anunciaba su muestra. Era en el Paseo de la Reforma, en la calle.
Ver las numerosas esculturas en bronce de esa artista, todavía viva y en actividad, fue observar el reflejo de un espejo de obsidiana: México entero ofrecía su imagen mil veces deformada en cada uno de sus huecos. Si bien asocio su imaginario con mitos celtas, judíos, leyendas rusas, también es posible ver cómo ha sido poroso a la potencia mítica de la cultura mexicana. Encontrarme con su obra fue entrar en un universo de asociaciones y ecos del cual me costó salir, en el que quedaba involucrada toda la ciudad, su cultura popular y sus artesanías. De sus esculturas me atrajeron las tensiones que arquean a sus personajes, la oscuridad que convocan y rodean, la imantación que tuerce sus figuras. Observar todas estas obras juntas potencia la misteriosa singularidad de cada una.
Cuando estuve frente a la Casa de los espíritus, deseé meterme dentro de ella: tiene un enorme hueco interno y siempre creí que ésa sería la forma correcta de apreciarla. Después de convencerme con sensatos argumentos de que meterme dentro de la escultura era inviable, contraproducente y hasta punible, me concentré en la observación del manejo que hace Leonora de los volúmenes y los valores infinitos que así provoca.
Ansiosos agujeros negros en los ojos, grises generados por pequeños cambios de planos, sombras proyectadas por ínfimas líneas. Degusté su malévola síntesis formal, de la cual no conviene fiarse. Percibí cierta crudeza de niña en la obra de esta mujer de 93 años.
Una mujer que conoció la locura, huyó de la guerra, migró y pobló de extrañas criaturas ese sitio geográfico ya de por sí fantástico.
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