SALí
› Por Mariana Enriquez
Las chicas de Audrey Kawasaki son sinuosas y etéreas. Parecen recién despertadas o salidas de un sueño. Aunque a veces traen a la vigilia restos de pesadillas. Como Kotori (en japonés, “pajarito”), una pelirroja que muerde el esqueleto de un pájaro. O Aisei, con un vestido que descansa apenas sobre la curva de su espalda desnuda, que lleva una calavera en el pelo como si se tratara de un jazmín.
Audrey Kawasaki es una artista nacida en Los Angeles, hija de inmigrantes japoneses. Tiene 24 años, y se siente una extranjera en su país: sus padres no hicieron demasiados esfuerzos para integrarla, y creció en un colegio bilingüe, escuchando pop japonés, leyendo manga y viendo animé. Su trabajo, lleno de inocencia, erotismo y un sutil toque macabro, mezcla el estilo del manga con el Art Nouveau; además, Kawasaki sólo pinta sobre altos paneles rectangulares de madera, lo que les da a sus jovencitas una sorprendente calidez. En este momento, Kawasaki es una de las artistas más solicitadas del circuito de galerías de Estados Unidos, y ya expuso en dos centros neurálgicos: Roq La Rue de Seattle y Thinkspace, de Los Angeles. Además es famosa en Italia, donde sus fantasías sobre madera se venden con gran éxito. Kawasaki, diva, no da entrevistas cara a cara, aduciendo timidez. Muchos creen que, en realidad, sólo quiere conservar su aura de misterio oriental.
“No sé qué prefiero: si al Bosco y Brueghel o a los monstruos de una película clase B”, explica en su sitio Heiko Müller, pintor y dibujante alemán que reside en Hamburgo. De esa indecisión algo irrespetuosa salen entonces sus criaturas: pájaros que emergen de las cuencas oculares vacías de un hombrecito pelado y redondo, Cristos llagados pero simpáticamente narigones, un cuervo con roja capa cardenalicia; todo en un clima nocturno, como si las pinturas estuvieran internamente iluminadas por velas. Müller explica que en este momento está experimentando con dos cosas: por un lado el cruce de comic con pintura renacentista, y por otro el terror espiritual de los artistas flamencos cruzado con el arte folk rural. “Me gustan los bordes y explorar los límites, pero sobre todo me gusta elaborar lecturas contemporáneas con un tratamiento desprejuiciado de la pintura clásica.” Una irreverencia apacible, sin embargo, porque la obra de Müller —que ya se expuso en Nueva York, Escocia, San Petersburgo y por supuesto Berlín— es muy sobria, casi delicada, salvo por su insólito sentido del humor que le permite hacer sonreír con un nido sobre una calavera o con su obsesión con los animales, desde los ciervos de dientes grandes hasta los pájaros-monjes, tan solemnes y ridículos.
Gus Fink tiene la prepotencia de la superproducción: autodidacta y considerado uno de los mejores representantes actuales del arte outsider, pinta como si en ello le fuera la vida, y aunque tiene un estilo fácilmente reconocible, sus temas y obsesiones varían salvajemente: puede hacer una denuncia del consumismo con una delgada criatura empujando un carrito, o inventar personajes a la Tim Burton o Edward Gorey, o elaborar pequeñas viñetas confesionales —tiene una serie entera donde sobre la pintura escribe ‘tengo personalidades múltiples’ o ‘¿alguna vez sentiste que te observan?’— o intervenir fotografías antiguas virando la imagen hacia el horror, al punto que los retratados bajo la mano de Fink parecen zombis o directamente muertos allí sentados, tan tranquilos, pudriéndose. El año pasado, Gus Fink publicó su primera novela gráfica, The Trouble with Igor, una triste historia con protagonista deforme y antihéroe. Y su trabajo se puede encontrar por todas partes en la red, porque de verdad el ritmo de trabajo de Fink es febril, y su estrella, la de un arte chueco y desesperado, está en pleno ascenso.
Es la novia de Mark Ryden, y es bueno saberlo porque Marion Peck no lo menciona nunca, es decir, nunca habla de su pareja, ni permite que se la llame así, mujer de. Está claro: sucede que su propio arte se parece mucho al de Ryden, y en la incertidumbre de si fue primero el huevo o la gallina, la crítica dice que primero fue Ryden, pero sólo porque Ryden es popular de verdad, y logró hacer iconos de sus imágenes. Marion Peck todavía no consigue que sus chicos decoren pins, remeras, postales y cuartos de adolescentes oscuras. En rigor, empezó a trabajar al mismo tiempo que su pareja, y ambos forman parte del movimiento lowbrow o surrealismo pop, que vive hoy su edad de oro. Más que a Ryden, Marion Peck recuerda a Margaret Keane, la gran artista naïf norteamericana que gustaba de dibujar niñas de ojos grandes. También lo hace Peck, que está clavada en la infancia y las mascotas. A sus chicos solitarios, tan pálidos —algunos en el reposo de la muerte, como los de su última muestra en Italia que se llamó Los pequeños que partieron— los colecciona, entre otros, el compositor Danny Elfman, que musicalizó casi todas las películas de Tim Burton. También musicalizaría las de Peck si alguna vez ella decidiera animar a sus chicos. Pero harían falta melodías algo más psicodélicas, que reflejaran las explosiones de color y los ojos azules de los gatos ciegos.
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