SALí
› Por Mercedes Halfon
Amar, la pareja y sus devenires según Alejandro Catalán.
Primero fue Foz, una obra interpretada por un trío cerrado de padre, hijo y amigo; duro y tierno a la vez, que viajaba por la ruta de noche, en una camioneta destartalada. Después llegó Dos minas, una obra con, precisamente, dos chicas perezosas, recostadas sobre una alfombra inmaculada, desde donde contaban sus vidas recientes y pasadas a un público que podía verlas tan de cerca como para seguir sus pestañas subir, bajar y dejar pasar alguna que otra lagrimita. Con Amar Alejandro Catalán mezcló estos dos mundos, el femenino y el masculino, que al cruzarse en el proceso de creación dieron por resultado la temática de la obra. En su tercera obra como director —después de la experiencia de unipersonales llamada Solos, que aún sigue haciendo funciones— Catalán continúa con el trabajo sobre el imaginario que surge con actores puestos a improvisar. En este caso, al trabajar con actores de treintaipico la obra terminó contando lo que podría pensarse como la mayor preocupación de esa edad (en determinada clase social, claro): la pareja.
Y no por nada la obra se llama Amar, el verbo en infinitivo, como si se pudiera abarcar todas las formas de esa acción, todos los modos en los que puede manifestarse. Seis jóvenes –tres varones, tres mujeres— que se encuentran una noche en un boliche son el vehículo de esa expectativa, esa realidad, o esa desilusión que es la experiencia amorosa. Ellos se conocen de toda la vida, así que la confianza los avala para decir todo, sentir todo, mostrarse. Amar, como todas las de Catalán, es también una obra para gozar de la actuación. El amor es la excusa para que estos actores transiten un electrocardiograma emocional, acompañados por la música, que los lleva y trae. El otro gran protagonista de la obra es la iluminación. Digitada por los mismos actores a cada momento, con linternas y foquitos que son una muestra más de la artificialidad del teatro, y a su vez, de lo poco que interesa eso. Cuando la ficción se arma —igual que en el amor— todo lo demás deja de importar.
Jueves y viernes a las 23, en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960. Reservas: 4862-0655. Entrada: $ 40.
Soy Rocío: una madre, una hija adolescente y los años noventa.
¿Cómo representar los vínculos en el teatro? ¿Cómo representar la familia sin caer en el anacrónico costumbrismo argentino, ni en el cliché contemporáneo de la disfuncionalidad? Esas preguntas parece haberse hecho Verónica Schneck a la hora de escribir Soy Rocío. Y su respuesta es una obra dispuesta a problematizar roles sin tipificarlos en lo freak. Una madre joven y su hija adolescente comparten juntas la facilidad de esta última para las matemáticas. Claro que para las dos este “don” significa cosas distintas: para la hija, una instancia más en su viaje de autoconocimiento, que comparte espacio vital con agarrarse a trompadas, enamorarse del tío, o esperar las zapatillas soñadas para ir a bailar. En la madre el sentido es otro. Las matemáticas son el elemento de la ecuación que puede sacarlas de perdedoras. Se trata de sumar, y de ganar.
Soy Rocío transcurre en la década del noventa, período significativo que se cuela por todas partes: en el exitismo respecto de la hija, en la promiscuidad entre los miembros de la familia, en el vacío ideológico desde donde la tele prendida suena a eso que casi no se escucha pero está digitando lo esperable, lo decible, lo soñable para muchos. Así como de fondo se oye la música de La banda del Golden Rocket, o los adelantos de Telefé Noticias sobre el caso María Soledad, otros elementos mínimos construyen el verosímil de la obra. Hay canillas que gotean, parlamentos inaudibles, espacios donde los cuerpos se amontonan para poner la mesa. Un realismo sucio, que no tiene nada de moralizante, ni de esclarecedor, pero que termina siendo más elocuente que si tuviera intenciones didácticas o de “friso generacional”. Verónica Schneck viene de dirigir Nos tenemos a nosotras mismas, una pieza actuada por púberes de doce años, de las cuales una aquí es la protagonista (con diecisiete). Algo de ese largo proceso de investigación que viene haciendo se traslada a la obra: es imposible verla y no tener la sensación de algo muy verdadero, triste y hondo, que tienen para decirnos esa madre y esa hija.
Sábados a las 23.15, en el Teatro Anfitrión, Venezuela 3340. Reservas: 4931-2124. Entrada: $ 40.
En la nueva pieza de Ricardo Bartís, la extraordinaria Mirta Bogadasarian es una ex boxeadora.
Como segunda entrega de una trilogía deportiva que nació con La pesca, Bartís estrenó El box. Atrás quedaron esos diálogos reconcentrados y metafísicos, esa competencia soterrada, que se daba en el encuentro masculino frente a la caña de pescar. Aquí la protagonista absoluta es la enorme Mirta Bogadasarian, una actriz que logra tocar en extremos tan disímiles como su personaje sutil casi transparente del filme La cámara oscura, o esta bestia vociferante de El box. Aquí es María Amelia “La Piñata”, una ex boxeadora que ahora vive junto a su pareja en un decadente gimnasio, añorando las épocas de furiosa felicidad arriba del ring. Si siempre resulta algo compleja la mentalidad de un boxeador, alguien que desea tanto pegar y ser golpeado que no hay otra actividad que algún día lo conforme, mucho más extraño es ver en ese rol a una mujer.
El territorio teatral de Ricardo Bartís siempre tiene un tinte nostálgico. Siempre hay algo destruido que intenta una reparación. Y en ese deseo de rearmar con lo que se tiene y lo que se puede, el resultado es algo monstruoso: eso sucede con la fiesta de cumpleaños de María Amelia y sus ganas de volver a pelear. Su cuerpo —por algo la llaman La Piñata— está desbordado pero es frágil. Asusta lo que le pueda pasar. Bartís dice siempre que en sus obras la temática es en realidad una excusa para tratar otras cuestiones. Que el teatro es una fachada superpuesta sobre la verdadera escena, que es la política. El teatro habla a pesar suyo y tal vez más que otras artes, del lugar y el momento donde se produce. Es así como en El box, el tema pugilístico termina mostrando las heridas de un cuerpo diferente, pero igual de débil, igual de colérico, igual de tenso. La elección de una mujer boxeadora en vez de un hombre se revela como la mejor imagen para el país: un lugar donde la violencia ejercida resulta más dolorosa y acaso guarde un mayor peligro.
Viernes y sábados a las 22, en el Sportivo Teatral, Thames 1426. Reservas: 4833-3585. Entrada: $ 60.
Postparto: lo doloroso, hermoso e incomprensible de la maternidad en una puesta de Ignacio Apolo.
Aristóteles escribió hace más de veinticinco siglos que la función de la tragedia —el teatro— era la purificación de las pasiones: eso debía pasarles a quienes miraban, mediante lo que él llamó catarsis y tenía que ver con la experiencia del miedo y la compasión. Algo que ahora a todos nos pasa en el cine, viendo películas de amor o de guerra, pero que al teatro le cuesta mucho más. La verdad es que con el pasar de los siglos, el teatro ya no aspira a tales fines. La función catártica, tranquilizadora, generadora del orden y la armonía, fue reemplazada por otras, ligadas por el contrario a la movilización de las pasiones. Brecht fue el gran crítico de Aristóteles en este sentido y es esa herencia la que llega hasta el teatro contemporáneo, para quien el adjetivo de didáctico es casi un insulto. Contra eso dispara toda su artillería Postparto, y sale victoriosa: es posible encontrar hoy alguien que vaya al teatro para aprender. Y aprenda.
La obra —creada por el destacado dúo de Ignacio Apolo en dirección y Laura Gutman en guión— se estructura en tres historias que abarcan una porción ancha de lo posible. La mujer profesional e independiente que con la maternidad ve peligrar su lugar de competencia con el hombre, la esposa sumisa hogareña que al devenir madre cae presa de una depresión que no sabe cómo explicar, la femme fatale que luego del parto ve morir sus atributos y huye del primogénito como de la peste bubónica. En tono de comedia, Postparto discute el discurso dominante sobre las madres, habla descarnadamente de lo doloroso, hermoso e incomprensible de la maternidad y el puerperio. Y también de cómo una madre que no esté sepultada bajo las cucharadas de miel y azúcar en la que la sociedad la coloca, se convierte en algo incomodísimo.
Es curioso estar en una sala de teatro repleta de mujeres embarazadas —y sus parejas, y/o sus amigos, y/o sus madres— riendo aliviadas. Postparto no es sólo para ellas.
Domingo a las 18, viernes a las 20.30, en el Teatro Del Nudo, Corrientes 1551. Teléfonos: 4373-9899. Entrada: $ 70.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux