HISTORIETA › ROBIN WOOD, EL PADRE DE NIPPUR, DAGO Y TANTOS MáS
A pesar de ser amado por varias generaciones, la obra de Robin Wood, un guionista fundamental del comic, circula poco y nada. Por eso vale la pena aprovechar la llegada a las librerías de 1811, la versión comic de la revolución del Paraguay, y repasar su fascinante vida: de su época de cuchillo y pistola en el Paraná a las corridas de toros en Pamplona, pasando por su encuentro con Oesterheld, sus discusiones en los ’70, la asombrosa vida propia de sus personajes y hasta el pedido de algunas ciudades para aparecer en sus historias.
› Por Javier Alcacer
Hace algunos años, una empresa decidió editar comics de superhéroes en el país y la punta de lanza de la campaña era un slogan que decía: “Los héroes nunca nos abandonan”. Pero, si se lo piensa un segundo, en realidad esto no tan es así: somos nosotros quienes nunca abandonamos a los héroes. Una buena demostración es el destino de la obra de Robin Wood, quien es, junto a H. G. Oesterheld, uno de los guionistas más importantes que surgieron de la historieta nacional. Al día de hoy, personajes suyos como Nippur de Lagash, Savarese, Dago, Or-grund, Wolf, Jackaroe, Martín Hell y Dennis Martín permanecen en la memoria colectiva de las generaciones que se criaron en las décadas del ‘60, del ‘70 y del ‘80, y en los hijos, primos, hermanos y amigos de esas generaciones. Aquellos tomos que editó la alguna vez gigantesca editorial Columba (en su apogeo llegó a tener tiradas que superaban el millón de ejemplares), tuvieron segundas, terceras vidas en las librerías polvorientas de la avenida Corrientes, en el Parque Rivadavia, en las ferias de usados, de donde eran rescatados para pasar a honrar bibliotecas. Se los protegía con cariño, un cariño puro de quien recupera algo de la infancia y descubre que con aquella historieta lo une mucho más que un vínculo nostálgico (y ni hablemos de la web, donde se puede encontrar de todo). Porque en la relectura uno entiende que fueron los dos los que crecieron con el tiempo, y en el reencuentro lo que se pone de manifiesto es aquel orgullo del que hablaba Andrés Calamaro en “Revistas”: “Tengo base y entiéndase bien por base cimientos intelectuales / De chico en el colectivo leía historietas nacionales”.
“Una vez yo tenía el primer libro de Nippur y un tipo me preguntó si era mío. Le dije que sí, pero no quería decirle que yo lo había escrito”, cuenta Robin, que vino a la Argentina por unos días. “Se notaba que el hombre se moría por hablar. Me dijo que él también lo tenía y que lo había comprado en una reventa de revistas y que le había salido tanto. Mierda, pensé yo, ¡cómo se cotizó!”
Porque a pesar de que en las últimas décadas casi toda su producción se publicó en Suiza, Italia, Francia y España, Robin Wood aún es recordado y extrañado por quienes pelean para no dejar de ser sus lectores (el frente es muy fuerte en la web, por supuesto). Y, de vez en cuando, llegan a las librerías joyitas como 1811, la narración en viñetas de la independencia paraguaya (ilustrada por Roberto Goiriz y dentro del marco de los festejos por el Bicentenario), un pedazo de felicidad, sí, pero agridulce, ya que también sirve para recordarnos lo que nos estamos perdiendo. Robin opina igual: “A mí lo que me da pena es que no puedan leer lo nuevo que escribí”.
LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ROBIN
Cruzar el Neguev a pie, acompañar a los chechenos en Mongolia, vivir en un junco en la bahía de Hong Kong, participar de torneos de karate en Europa, correr de los toros en San Fermín (y ser corneado en la pierna y levantado por los aires) y saltar con el equipo del campeonato sudamericano de paracaidismo en Córdoba, son apenas algunas de las muchas aventuras que vivió Robin una vez que se convirtió en escritor de comics. La historia de su vida es tan fascinante como la de cualquiera de sus personajes. Nació en 1944, en Colonia Cosme, en Cáazapa, Paraguay. La colonia era la concreción del sueño utópico de un grupo de 500 personas compuesto por irlandeses, escoceses y galeses que venían de Australia, liderados por Alexander Wood (bisabuelo de Robin). Cansados de la violencia que les dispensaba el Imperio Británico, decidieron comprar un barco (“El ‘Black Tar’, como si el alquitrán pudiese ser de otro color”, ríe Robin) y establecer una colonia socialista en la selva del Paraguay. “El grupo era muy mojigato, tenían reglas morales puritanas. Se prohibieron dos cosas: el alcohol, vos imaginate a 500 irlandeses y escoceses, tipos duros, en la tierra de la caña de azúcar... ¡no se habían sacado los zapatos y ya estaban destilando! Y también se había prohibido tener relaciones con las nativas, porque se las consideraba una raza inferior. Era un socialismo puercoespín.” (Al día de hoy la Colonia sigue existiendo, sin luz ni agua corriente.) Robin nunca conoció a su padre y fue abandonado por su madre. Su bisabuela lo cuidaba y así aprendió el único idioma que ella hablaba: el gaélico; más tarde aprendió a hablar inglés y español. Apenas hizo cinco años de escuela, y eso le bastó para convertirse en un lector voraz: “Te puedo citar libros que leí a los 8 años, de Simone de Beauvoir, de Hemingway, Harry Black de David Walker”.
Después tuvo que empezar a trabajar, en el Chaco, en las afueras de Asunción y en el Alto Paraná. “Laburar en el Alto Paraná no era joda. Siempre andaba con un revólver y mi cuchillo. Era una zona violenta: mujer que llegaba, mujer que tenía que ser puta. Si un hombre ganaba demasiado o hacía quilombo, se lo veía pasar por el río... La muerte era una realidad.” Robin tiene cicatrices de machetazos y balazos de aquellos años. Aun así se las arreglaba para leer y escribir: llegó a ganar dos premios literarios, uno de cuentos y otro sobre la cultura francesa, organizado por la Embajada de Francia. “Todavía me acuerdo de cuando fui a buscar el premio; fui después de trabajar, mugriento, tenía puestas chapitas en las suelas para que me resistieran más los zapatos, me acuerdo del ruido cuando subía a buscar el premio.”
De ahí viajó a Buenos Aires, donde vivió en la miseria, pasando semanas sin tener nada para comer y a veces teniendo que dormir en la calle. “Quise alistarme en el ejército estadounidense para ir a Vietnam. Y me dijeron: ‘Perfecto, vaya a EE.UU. y alístese’. ¡Pero si yo hubiese tenido la plata para ir para allá no me hubiese querido alistar! Era tal la desesperación por el estado de miseria y el aislamiento en el que yo vivía.” Consiguió trabajo en una fábrica de cinta scotch. “Un día tuve una pelea con el capataz, un ex SS que me quiso matar con un suncho. Y yo que había pasado por el Paraná. Eramos dos bombas de tiempo. Me echaron y conseguí que me contrataran en otra fábrica, en Martínez, en la cual pensaban que yo sabía cómo hacía la competencia la cinta. Yo no tenía ni puta idea.” Mientras tanto se metió en la Escuela Panamericana de Arte: “Yo quería ser dibujante, hasta que un profesor me dijo: ‘Hágale un favor al arte, no dibuje más’”.
Un día lluvioso, sin una moneda en los bolsillos, Robin llegó quince minutos tarde a la fábrica y el capataz no lo dejó entrar. Mientras caminaba hacia donde vivía, en Villa Crespo, paró en un quiosco de revistas y vio su nombre en una historieta ilustrada por su amigo Lucho Olivera, a quien había conocido en la escuela de artes y unos meses atrás le había enseñado a presentar un guión. Robin le había dado tres y se había olvidado del asunto. Sin importarle la lluvia, ni tener que atravesar el conurbano y la Capital, Robin corrió hasta la editorial Columba, donde le dieron un cheque y se ofrecieron a comprarle todo lo que escribiese. De repente Robin era escritor.
En su página oficial www.robinwoodcomics.org figuran más de 50 comics en su primer año como guionista; para el segundo, la cantidad se duplicaría y trabajaría con los mejores dibujantes del comic nacional: Jorge Zaffino, Mandrafina, Carlos Vogt, Jorge Zanotto, Alberto Salinas y Ricardo Villagrán, entre muchos otros.
Escribir, asegura, siempre le resultó fácil, y lo hizo en todos los géneros, desde la comedia (Mi novia y yo, Pepe Sánchez) a la ciencia ficción (Starlight, Warrior M). Agarra un cuaderno y dice: “Esto es mi oficina. Acá escribo el texto; cuando termino, lo paso en la computadora y agrego la guía de dibujo. Me siento, miro la página, escribo las primeras palabras y listo. Y cuando termino, tengo que sacudir la mano, porque se me queda dormida. Nunca corrijo; así como entra, sale”.
Un tiempo después se compró una Olivetti, un pasaje para un barco carguero con destino a Europa y se dedicó a viajar por el mundo, mandando los guiones por correo. Milagrosamente, cuenta, el correo nunca falló, y cualquiera fuera el rincón del mundo donde estuviera, los guiones siempre llegaban a su destino y en fecha.
EL LADO OSCURO
En una de sus visitas a la Argentina conoció a Oesterheld, uno de sus ídolos: “Yo lo admiraba muchísimo, es el gran escritor, pero creo que él no me quería tanto a mí como yo a él. Cuando me lo presentaron en Columba me preguntó: ‘Ah, usted es Robin Wood. ¿Y a qué se dedica?’. Yo era el extranjero, vivía en Europa. Y nunca tuve una filiación política, porque no creo en eso, pero como escribía historias de mercenarios, de piratas, sobre soldados en Vietnam y no me afiliaba al partido peronista, me trataron de cipayo y de nazi, más o menos. Bueh, yo los dejé, pero fui muy atacado por ellos. Una vez me dijeron: ‘Porque vos, vos no apoyás al obrero’. Y les contesté: ‘¿Sabés qué? ¡Andate a la puta que te parió! ¡Vos sos de familia bien! ¡Fuiste a la universidad, tal vez seas una buena persona, pero tenés un ego que te domina, y desde aquí, desde la confitería La Paz, estás luchando por la clase obrera! Pero el único que ha sido obrero fui yo, ustedes viven todavía en casa de mamá y papá, estudiando, yendo a marchas. Pero yo estuve en la selva y en las fábricas trabajando’. Con la dictadura eso se terminó, porque ahí cambiaron muchas actitudes, ahí apareció el miedo real. No era en Vietnam, era aquí. Ni siquiera tenías que tomar partido, decías ‘mu’ y desaparecías. De repente no era joda, ya no era invitar a las compañeras a casa para hacer un análisis psicoanalítico de la situación en Argelia. Aquel terror estaba aquí también y fue una ducha helada para toda una generación”.
Hay una famosa historia de Nippur, El día de los fuegos muertos, de diciembre del ‘76, en la que el Faraón traiciona y masacra a los hombres de fuego, un escuadrón de guerreros que lo habían ayudado a defender a Egipto del ataque de los hititas y así conservar su lugar en el trono. Leerla hoy, treinta y cuatro años después, es estremecedor y es imposible no interpretarla a la sombra de la expulsión de la izquierda de la Plaza de Mayo y el accionar de la Triple A.
“Es que la historia siempre se repite”, explica Robin. “Los hombres cambian en el presente, en el pasado y en el futuro. Es muy complicada la vida, es muy complicado el hombre. Quién sabe si el bueno seguirá siendo, si no se corrompe. Para unos alguien es un héroe, para otros un asesino. No hay absolutos. Eso es un sueño de los cuentos de hadas. Y en los cuentos de hadas había brujas, pero nadie se preguntó cómo llegó a ser bruja, era una necesidad nada más, hacía falta una mujer mala. ¿Cómo llegó a ser bruja? ¿Por qué esa maldad encarnada?”
NIPPUR SE MUOVE
A pesar de que escribe sus guiones en español y luego son traducidos por las editoriales, aquí nunca se han publicado las nuevas aventuras de Dago, ni tampoco las andanzas de Hiras, el hijo de Nippur, el sumerio errante que ha generado tal fanatismo en la Argentina que a Robin lo sorprende: “Es impresionante. Nippur tiene clubes de fans, tiene su página web... ¡el desgraciado ni existió y tiene su página web!”. Las historias de Nippur se publicaron de manera ininterrumpida de 1967 a 1998, cuando Wood se despidió de él (pero parece que volverá para asistir a Hiras). Mucho antes de que el comic estadounidense se atreviese a cuestionar el estatuto de sus héroes y ensuciarlos, Wood había escrito una historia que todavía impacta, en la que Nippur veía a su novia asesinada por salvajes y luego perdía un ojo. Después de eso, el guerrero sumerio cambiaría, se volvería más reflexivo, menos dado a la batalla. “Nippur ya es una leyenda, me superó a mí; él sobrevive y la gente le sigue teniendo un cariño muy particular, muy especial. Muchas veces pregunto exactamente qué historieta suya les gustó y no se acuerdan, porque han leído tanto... Es el personaje, la idea del personaje lo que queda y lo que sigue.”
En cambio, el favorito en Europa es Dago, aquel noble veneciano del siglo XVI caído en desgracia. Tan admirado resulta que tiene una convención anual itinerante por Europa (cuyas ciudades le piden a Robin aparecer en sus historias) y tiene vendidos los derechos cinematográficos a una productora italiana. Y además Robin se da el lujo de tener algunos lectores VIP. “Fellini le dijo a un dibujante amigo que me leía. Dijo que yo era un espíritu confuso, magnífico y creativo. Cuando hablan así de mí me pongo contento, ¡imaginate si lo decía Fellini!” Otro gran fanático suyo es Umberto Eco, cuyo amor por las historietas es conocido; mucho menos imaginable es que en el Vaticano también siguen su obra: “La Escuela de Teología me dio una mención de honor por una historieta que hice para Gilgamesh, que se llamaba El nazareno; la calificaron como la historieta religiosa más hermosa jamás contada. ¡Totalmente involuntario de mi parte! ¡Yo escribo y la gente me cuenta qué quise decir cuando escribí!”.
Ahora se prepara para pasar unos meses en Ilhabela, frente a San Pablo. Mientras tanto aprovecha su estadía en Buenos Aires para buscar libros de historia, verse con viejos amigos y leer, leer y leer, actividad que no abandona ni cuando come. “Soy una especie de recluso de mi trabajo por propia voluntad”, dice, feliz.
¿Y no pensaste alguna vez en escribir una autobiografía?
–¡Nooo! ¡Nunca lo haría! Puedo escribir, pero, ¿escribir sobre mí?
¡Pero con todo lo que tenés para
contar!
–Es que yo no me conozco, honestamente. Seré testigo de mi vida, pero soy una especie de vehículo que va solo. Me pongo incómodo con la idea de escribir algo sobre mí. Además, la cosa sería muy compleja, habría que sacudir las alfombras. Pero la cosa es que nunca sé por qué hago las cosas, nunca sé por qué fui a Pamplona. Nunca sé por qué, ahí, cuando vi el busto de Hemingway, me compré un pañuelo rojo, una faja y disfrazado de navarro me metí en las corridas de toros. Y corrí bien el primer día, y el segundo; el tercero no corrí tan bien y ahí me agarró el toro.
A continuación, Robin cuenta cómo viajó manejando de Pamplona a Inglaterra con la pierna perforada, parando regularmente en hospitales para que le limpiasen la herida. Imita a los médicos españoles, franceses, alemanes. Y ama contarlo. Ama contar cada una de sus vivencias, con cada uno de sus relatos, ya sean orales o escritos; contagia su afán vital.
“He pasado miserias que desafían la imaginación, he vivido violencia que desafía la imaginación, pero nunca estuve enojado con la vida; veo un cielo azul, una chica bonita y listo. No le tengo miedo a la muerte, he estado cerca de ella muchas veces. Pero me gusta vivir...”
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