VALE DECIR
Salió indemne cuando cantó con Frank Sinatra, pero ahora un fantasma musical del pasado más lejano regresó para darle una lección: si los números de la BBC de Londres no mienten, Beethoven ha vencido a Bono –el cantante de U2– en la guerra de los “temas” bajados de Internet legalmente–. Y eso no es todo: el sordo vienés le sacó, con un millón cuatrocientos mil “downloads”, varias cabezas al irlandés pop (con modestas veinte mil). Esto, sumando las ventas conjuntas de todas las sinfonías de Ludwig Van, en este orden: la Sexta (Pastoral) al tope de ventas, con 220.461; seguida por la Séptima (con más de 185.000) y la Primera (165.000). Obviamente, los ejecutivos de los sellos que todavía editan música clásica se agarran de las pelucas ante los espeluznantes guarismos de la cadena británica. A Bono, en cambio, mucho no le cambia: él mismo confesó que mucho no le importa si su música circula gratis por Internet: “Con lo que gané –dijo–, tengo suficiente”.
Es uno de los riesgos más comunes de viajar en avión: que a uno le pierdan el equipaje, en el aeropuerto de destino, o peor, en una escala. Todavía no se sabe bien qué pasó, pero unos días atrás una mujer levantó en la terminal aérea de Viena una valija que no era suya, y en cuanto notó el error la llevó al Departamento de Objetos Perdidos. La valija, que había sido despachada en México, pasó casi un mes a la espera de que alguien fuera a reclamarla. Finalmente, las autoridades la abrieron y se encontraron con que contenía 24 kilos de cocaína fragmentados en 22 bolsitas hechas de un material especial a prueba del olfato canino. El error no fue de la mujer, sino de quien despachó el equipaje junto al de ella en el DF mexicano. El tema, ahora, es si las aerolíneas, que a veces compensan a los pasajeros por los envíos perdidos por culpa de la empresa, tienen estipulado cuánto dinero deberían darles a modo de indemnización a los dueños de una maleta llena de coca.
Tras pasarse un año revolviendo la tierra, un grupo de investigadores de la universidad alemana de Tubinga fue a dar con un fósil de sugestiva anatomía. La pieza resultó ser, inequívocamente, un miembro masculino, que permaneció enterrado, por así decirlo, más de veintiocho mil años. Un pene de piedra, claro, pero antes que nada, una pieza capaz de develar algún que otro secreto sobre el comportamiento del hombre prehistórico. Calculan que el coso en cuestión –que desde hace unos días se expone en la muestra El arte en la edad de hielo: inequívocamente masculino, en el museo prehistórico de Blauberen– estuvo en funcionamiento en la zona de Schelkingen, en el sur alemán. Mide unos veinte centímetros por tres –sin contar la erosión natural a la que habrá sido sometido–, aunque no se sabe ni cómo ni cuánto ni qué tan seguido fue utilizado, ni si en aquella época sus compañeros menos refinados ya la conocían como “la sin hueso”.
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