PáGINA 3
Una forma de vida
Por Juan Forn
El miércoles pasado, García Márquez cumplió 75 años y la inercial, mecánica reacción de la maquinaria mediática reflejó algo que viene ocurriendo hace tiempo: parece que ya no quedara nada que decir de García Márquez que no sea redundante. Incluso las ironías y maldades: oí por ahí a alguien referirse a él como García Marketing, por ejemplo, y lo que me llamó la atención fue que hasta esa clase de boutades parecen nacer ya viejas. Confieso que a mí mismo me pasó, cuando miré los diarios. Pero más tarde, ese mismo miércoles, cuando el día agonizaba sin pena ni gloria, enganché en People & Arts un documental francés sobre García Márquez y fue como si alguien hubiera abierto una ventana y entrara de golpe aire fresco en la atmósfera viciada de mi cabeza. El ramalazo de aire fresco fue la propia voz de García Márquez, ya viejito y cansado –por momentos se lo adivinaba luchando con cierta dificultad respiratoria para llegar al final de sus formidables frases–, pero con la fluidez y la articulación mental intactas. Quiero decir: con ese asombroso registro oral que inmediatamente se ve por escrito, con la impecable sustancia y encanto que tienen, al menos para mí, todos los textos de García Márquez. Sentado de trasnoche al final de aquella opaca jornada, sentí, tarde pero seguro, que había un buen motivo para celebrar que un tipo tan formidable siguiera entre nosotros.
García Márquez contaba en el documental el día que se sentó a leer por primera vez a Kafka (La metamorfosis) y descubrió conmocionado algo que no había llegado a entender en todo lo que había leído hasta entonces, incluyendo Las mil y una noches: un método. Y que ahí mismo se sentó a escribir el primer cuento que le publicarían, el primer texto “que no salía fallido”. Acto seguido, compara –o iguala, más bien– el acto literario con el hipnotismo. Dice que la técnica de un escritor consiste en convertir un texto en una verdad literaria. Que un método es una suma de clavos y tornillos para construir un ritmo respiratorio que no se pueda romper, porque entonces el lector despertará. Pasa entonces a recitar la célebre frase de apertura de La metamorfosis (“Una mañana, al despertar de un sueño agitado, Gregor Samsa se descubrió en su cama convertido en un espantoso insecto”) y a continuación recita el comienzo de Crónica de una muerte anunciada, sin disfrutarlo especialmente, casi apresurando el final para llegar a lo que realmente quiere decir y dice a continuación: que cuando escribió eso, supo que tenía al lector, porque esa frase contenía todo el libro y al mismo tiempo instauraba por sí sola ese trance hipnótico que es la literatura para él. ¿Quién no iba a querer saber cómo y cuándo –en qué momento de ese fatídico día– moría Santiago Nasar? El problema es que llegó al final del primer capítulo y Santiago Nasar no había muerto. Entonces supo que estaba en problemas. Porque, de ser él mismo el lector, confiesa, esa interrupción del fluir hipnótico (el corte para pasar a la página siguiente, al capítulo siguiente), lo llevaría inmediatamente a sospechar. Y, en consecuencia, a ir al final del libro a espiar si Santiago Nasar efectivamente moría o el truco era llegar hasta el momento inmediatamente anterior y detener allí el libro. Así que volvió a sentarse con lo que ya tenía escrito, y le agregó apenas una línea, a contrapelo perfecto del envión que tiene todo ese primer capítulo (recordemos: Santiago Nasar sale de su casa y todo el pueblo –o casi todo– sabe que lo esperan para matarlo, pero todos se hacen a un lado para poder seguir paso a paso esa coreografía que va a ofrecerles la realidad), García Márquez ya tiene a la gente en la calle, entre ellos a la madre del narrador y madrina de Nasar, que corre hacia el puerto en busca de su ahijado para precaverlo, para salvarlo, cuando alguien que corre en sentido contrario le grita al pasar: “No se moleste, Luisa Santiaga, ya lo mataron”. Entonces, en el documental, García Márquez hace sonar sus palmas, sonríe, y dice: “Y ahora sí no les quedaría más remedio que leer línea por línea el resto del libro, para saber cómo había muerto Santiago”.
Lo que convierte a García Márquez en un gigante es la simplicidad espectacular con que entiende y practica la literatura. En este mínimo y magistral ejemplo puede verse que lo que parece un puñado de preceptos fenomenales para escritores en problemas, en realidad es una representación extraordinaria del misterio que hace de la lectura una actividad tan mágicamente adictiva. En ese sentido, es un tipo de otra época, y es nuestro Tolstoi, me atrevo a decir: porque nada de lo humano le ha sido ajeno y porque la forma literaria que le dio a esa enorme totalidad no cesa en su elocuencia, salvo cuando nos alejamos lo suficiente como para que no nos haga mella. Leerlo, incluso escucharlo, es caer automáticamente bajo su influjo. El truco sigue funcionando a esta altura simplemente porque no es un truco: es un hecho. Por eso seguimos sintiendo que en todo lo que ha escrito hay algo bueno (por lo general más que algo), que incluso en todos los reportajes que le hacen hay algo bueno. Porque su concepción de la literatura lo contiene por entero. Método, repite él: clavos y tornillos para poner en marcha ese proceso de hipnosis, para convertir un texto en una verdad literaria. Poco después cuenta lo que hoy todos sabemos que le pasó con Cien años de soledad: “Nunca esperé encontrarme en la peor de todas las trampas: ya haber escrito el libro que todo el mundo quería leer. Un libro que todo el mundo leyó. Y quiso más de lo mismo”. Unamuno decía que hablaba de sí mismo porque era lo que tenía más a mano para ilustrar lo que quería decir. En García Márquez pasa algo similar: molestarse porque se use a sí mismo como ejemplo (“García Marketing”) es un signo alarmante de miopía, de dejar de lado lo más importante para ver sólo lo lateral. Basta oírlo defender el reportaje como género literario (“un relato, sólo que fundado en la realidad”), basta leerlo en cualquier entrevista “ensayando” oralmente esas infinitas memorias que prepara vaya a saberse desde cuándo y que publicará vaya a saberse cuándo, para entender que García Márquez va a someterse a sí mismo al proceso al que sometió a su abuela para “robarle” Cien años de soledad, y a sus padres para “apropiarse” de El amor en los tiempos del cólera: entrevistará hasta el cansancio a los distintos Gabriel García Márquez que conoce mejor que nadie, explotará al máximo las diferentes versiones de los hechos que le dé cada uno y finalmente se sentará a hipnotizar al lector con una verdad literaria.
No sé si García Márquez es un animal de nuestro tiempo o ya de otro, irremediablemente. Quizá los tipos como él no coexisten, y hace falta que él se vaya para que aparezca otro. Sería una pena. Sería una verdadera pena encontrarnos en esa encrucijada. Pero, entretanto, todavía está del lado de acá. Todavía tenemos la chance de leerlo así: pensando que, en alguna parte, él está haciendo más de eso que tanto nos gusta, lo que significa que habrá más para leer. Aprovechémoslo. Y disfrutemos por anticipado esas formidables memorias, eso que parece que será una última y panorámica mirada, antes de irse, de lo que fue la literatura para él: una forma de vida.