PáGINA 3
A la distancia, cuando vuelvo a ver Un muro de silencio, tengo sensaciones muy contradictorias. La veo como la necesidad de un momento. De hacer algo sobre cómo quedamos los sobrevivientes, más que sobre los desaparecidos. Sobre la llamada “culpa del sobreviviente”. Y la veo como una etapa de bastante sufrimiento. No en la realización, que hice automatizada, como cumpliendo un designio, sino después, en la exposición que uno tiene cuando hace una película desde las entrañas, que tiene que ver mucho con uno mismo. Se estrenó en el momento menos adecuado: estaba en auge el menemismo y la idea de primer mundo, y la película venía a hablar de cosas que para algunos ya estaban superadas. Escuché muchas veces decir: “¡Otra vez estos temas!”, cosa que no comparto en absoluto. No se habló lo suficiente de los años de la dictadura: todavía no se exploró en profundidad cuál fue la complicidad civil. La última frase de la película –”Todos sabían”– apunta a eso. Creo que de alguna manera todos sabíamos lo que estaba pasando.
Un muro de silencio termina con el rostro de la hija de un desaparecido. En ese momento no existía H.I.J.O.S., y de alguna forma fue como premonitoria, en el sentido de que las Madres y las Abuelas iban a tener quienes continuaran su lucha.
Cuando empecé a trabajar, el cine era un mundo totalmente de hombres. A los dieciocho años quise presenciar una filmación y hablé con el director Viñoly Barreto. Me dijo que no tenía problema, pero me mandó a hablar con el productor ejecutivo. El también me dijo que no tenía problemas, pero que estaba perdiendo el tiempo. Que el cine no era para mujeres.
A principios de los ‘70 yo entendía el cine como una forma de transformar el mundo. Hoy pienso que era una idea exageradamente utópica, pero sí creo que hay una posibilidad de transformar al individuo mediante el arte, y de que el arte incida en el futuro de la humanidad. Es mucho más modesta de lo que creía en ese momento, cuando pensaba que algunas películas podían hacer caer gobiernos. No estoy segura de ser más sabia hoy: capaz que era más sabio ser más impulsiva y más fanática.
Creo que los jóvenes que trabajan hoy en el cine son más individualistas que los de mi generación, que se agrupaban y se entendían más. Pero el auge del individualismo que se dio a partir de los ‘80 trasciende el cine. Tampoco veo que los escritores se conecten entre sí; sí, quizás, la gente del teatro más alternativo, lo que dio lugar a un movimiento diferente, muy interesante. Pero en cine no veo a la gente nueva muy unida. Tal vez por eso muchos rechazan sentirse parte de una generación. Además, los directores de cine son muy individualistas de por sí: parece que fuera una característica necesaria para poder hacer una película.
Hacer cine me fue especialmente difícil durante los ‘90, porque en el Instituto de Cine hubo un digno representante del menemismo. Fue una etapa muy frontal y bastante violenta: uno se tenía que dedicar a buscar cómo no recurrir al Instituto.
Creo que este gobierno es la mejor opción. Le deseo lo mejor, pero me gustaría que fuera menos estridente. Me preocupa mucho la dificultad que existe para gobernar sin perder tanto tiempo en alianzas para conservar el poder. Pero no sé si se puede hacer de otra manera. No sé si un presidente que se concentre sólo en el hacer, y no se ocupe de ir sumando voluntades para permanecer, dura un año en este país.
Me defino como una persona de izquierda. Pero hoy la izquierda en la Argentina, en cuanto a sumatoria de partidos, no existe. Hay mucha gente como yo que no encuentra un espacio. Nunca estuve afiliada a ningún partido, pero hubo un momento en que estuve conectada con la Juventud Peronista y creí que el regreso de Perón de alguna forma iba a contribuir a crear un país más justo. Pero fue tan terrible la dictadura, que recomponer todo eso es muy difícil. Tal vez la referencia más noble que tenemos, y que dejó de alguna manera la dictadura, son los organismos de derechos humanos. Creo que hay seres admirables, pero no los veo agrupados, salvo en estos organismos.
Si de algo fui fanática toda mi vida, desde chica, es del tango. Creo que ahora hay más gente a mi alrededor que puede estar de acuerdo conmigo, pero hubo épocas en las que me sentí muy sola con mi fanatismo. Me gustaría hacer películas sobre el tango, pero no sé cómo. Me gustaría hacer una película sobre Homero Manzi, por ejemplo. Pero me gusta también el tango ejecutado solamente: De Caro, Pugliese, Piazzolla. El tango tiene una diversidad tan rica que se parece al jazz, que también me gusta.
El 7 de mayo se cumplen diez años de la muerte de María Luisa Bemberg, con quien hicimos cinco películas. Algunas muy complicadas, de época. Tuvimos una relación de un respeto mutuo muy grande. Yo le decía: “Sos un gran director”, porque había tan pocas directoras mujeres en esa época que decirle “Sos una gran directora” era como descalificarla. Creo que, por lo menos en los últimos 50 años, no hubo otro director que hiciera cinco películas autorales (seis, contando la que produjo Oscar Kramer) de la complejidad y la coherencia de las de María Luisa.
Hay dos proyectos que me gustaría hacer: una película sobre la Revolución de Mayo, especialmente sobre Moreno, y otra sobre la inmigración de comienzos del siglo XX, sobre todo en zonas despobladas. Será porque mis padres fueron –los dos– inmigrantes. Pero son proyectos muy grandes, de esos que a uno le cuesta armar.
Lita Stantic fue la productora de María Luisa Bemberg. En 1993 dirigió su largometraje Un muro de silencio. Produjo las dos películas de Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa) y Un oso rojo de Adrián Caetano. Es una de las figuras más respetadas del cine argentino.
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