Dom 18.09.2005
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Como un perro cavando un pozo

Por Kurt Vonnegut

Cuando era chico era el más joven de la familia, y el niño más joven de cualquier familia siempre es el chistoso, porque es la única manera en que puede entrar en una conversación de adultos. Mi hermana era cinco años mayor que yo, mi hermano nueve años, y mis padres eran grandes conversadores. Así que en la mesa, cuando era muy chico, yo le resultaba aburrido a toda esta gente. No querían escuchar sobre las tontas noticias infantiles de mi vida. Querían hablar sobre cosas importantes que pasaban en la escuela secundaria, o quizás en la universidad o en el trabajo. Así que la única manera de darles conversación era decir algo gracioso. Creo que al principio debí haberlo hecho por accidente, decir algo simpático que paró la conversación, algo por el estilo. Después me di cuenta de que una broma era la forma de interrumpir la charla de los adultos.

Crecí en una época en que la comedia en este país era soberbia, durante la Gran Depresión. Había cantidades de excelentes comediantes en la radio. Y sin intentarlo, los estudié. Escuché comedia por lo menos una hora durante todas las noches de mi juventud, y me interesé mucho en qué eran los chistes y cómo funcionaban.

Cuando soy gracioso, trato de no ofender. No creo haber hecho nada de mal gusto. No creo haber avergonzado o incomodado a mucha gente. Los únicos impactos que uso son alguna palabra obscena. Algunas no son graciosas. No puedo imaginar un libro humorístico o un sketch sobre Auschwitz, por ejemplo. Y yo no puedo hacer un chiste sobre las muertes de John Fitzgerald Kennedy o Martin Luther King. Excepto estos casos, no hay asunto con el que no me atreva, con el que no pueda hacer algo. Las grandes catástrofes son terriblemente divertidas, como demostró Voltaire. Saben: el terremoto de Lisboa es gracioso.

Vi la destrucción de Dresden. Vi la ciudad antes y la vi después, saliendo de un refugio antiaéreo, y ciertamente una de las respuestas fue la risa. Dios sabe que es el alma buscando alivio.

El humor es casi una respuesta fisiológica al miedo. Freud decía que el humor es una respuesta a la frustración –una de varias–. Un perro, decía, cuando quiere atravesar una puerta y no puede, empieza a cavar y raspar y a hacer gestos sin sentido, a veces gruñe o lo que sea, para manejar su frustración o su sorpresa o su miedo.

Y gran parte de la risa es inducida por el miedo. Hace años, estuve trabajando en una serie humorística de TV; tratábamos de armar un show que como principio básico mencionara la muerte en cada episodio y la idea era que este ingrediente hiciera más profundas las carcajadas, sin que la gente se diera cuenta cómo o con qué los estábamos haciendo retorcerse de risa.

Hay un tipo de risa superficial. Bob Hope, por ejemplo, no era realmente un humorista. Era un comediante con argumentos muy débiles, nunca mencionaba nada problemático. Yo solía reírme a gritos con Laurel y Hardy. Hay una tragedia terrible en ellos de alguna manera. Estos hombres son demasiado dulces como para sobrevivir en este mundo y están en un peligro terrible todo el tiempo. Sería tan fácil matarlos.

Es cierto, existen los chistes de los que es imposible reírse. Hay situaciones de la vida real tan desesperantes que el alivio es inimaginable.

Cuando éramos bombardeados en Dresden, sentados en un sótano con los brazos sobre la cabeza por si el techo se caía, un soldado dijo, como si fuera una duquesa en su castillo durante una noche fría y lluviosa: “¡Me pregunto qué estará haciendo la pobre gente esta noche!”. Nadie se rió, pero nos alegramos de que lo dijera. ¡Por lo menos estábamos vivos! El acababa de probarlo.

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