Domingo, 26 de marzo de 2006 | Hoy
PáGINA 3 › TESTIMONIOS
Por Roxana Sandá
Bajo ningún aspecto este lugar puede ser considerado un “museo”. Este lugar debe existir sí como una escritura de la historia más reciente, un texto a leer y descifrar como expresión clara y avergonzante de un sistema. La palabra “museo” lo volvería pasado, neutralizándolo. La palabra museo archivaría quienes pasaron por aquí, desaparecidos, muertos y sobrevivientes. Lo que aquí padecieron no puede archivarse porque archivarlo es empujar hacia atrás y tapar contradicciones políticas que todavía –y durante largo tiempo– habrán de atravesar con dolor nuestra sociedad.
Como escritor no puedo ficcionalizar lo que aquí sucedió durante la última dictadura. Confío en el poder de la ficción. Pero se me dificulta escribirla frente al poder del testimonio como estrategia de cuestionamiento de la realidad. No digo que la literatura no pueda entrar en la ESMA. Así como se ha escrito después de Auschwitz, escribir sobre la ESMA es un desafío en el terreno del lenguaje donde quizás un escritor puede problematizar los efectos de la dictadura militar y la complicidad civil que la respaldó.
La ESMA, tal como se conoce este lugar, es la representación simbólica de una planta fabril. Y lo es en coincidencia con la etapa de disolución de la industria nacional y la destrucción de la cultura del trabajo para cederle el paso a la especulación financiera. En el funcionamiento de la Escuela Mecánica de la Armada, la palabra “mecánica” se conecta en un engranaje semiótico con “maquinaria”. Entonces este lugar, la ESMA, es, como maquinaria del terrorismo de Estado, la metáfora máxima de un sistema.
¿Es casual que las bandas asesinas de los represores que aquí se acuartelaban se autodenominaran “grupos de tareas”? ¿A qué clase de trabajo alude esta palabra “tareas”? ¿Es casual que mientras todo esto sucedía acá, en este lugar, se empleara “mano de obra esclava”? ¿Es casual que apenas vuelta la democracia los represores fueran denominados “mano de obra desocupada”? En ambos casos el término “mano de obra” funciona distinto, pero la apelación al trabajo está. ¿A qué “trabajo” se referían los economistas y empresarios, ideólogos de la dictadura, responsables de los centros clandestinos de detención, cuando en el país se cerraban fábricas, se desaparecía a sus representantes sindicales y se producían el vaciamiento y el endeudamiento con el imperialismo? ¿Es casual que en los tiempos de la maquinaria del terror la dictadura militar comunicara a través de su publicidad oficial que “un país que trabaja, avanza”? Nada de esto, insisto, es casual. Y el lenguaje, que nunca es inocente, aquí, con su intento de representación, desnuda las tensiones de un sistema, el sistema capitalista, que transforma los cuerpos en mercancía. Quienes aquí sufrieron el horror querían un país más justo. Es decir, una distribución equitativa de la riqueza.
La ESMA que hoy “visitamos” no es ni puede ser un museo. Lo que representa está activo hoy en lo social donde todavía no se ha cerrado la discusión a fondo sobre la complicidad civil con los militares, el terrorismo de Estado, y el empobrecimiento, un hoy donde se libran también debates necesarios sobra la violencia política de los años ’70. Es en este punto donde al museificar lo ocurrido se corre el riesgo de clausurar la revisión y también a las víctimas. Porque, me importa subrayarlo, desaparecidos, muertos y sobrevivientes, quienes aquí conocieron la producción del terror en serie, no fueron héroes. Fueron víctimas.
Este es uno de los testimonios que pertenecen al documental ESMA, dirigido por Sergio Bellotti y producido por Ciudad Abierta.
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