Domingo, 26 de marzo de 2006 | Hoy
> NOTA DE TAPA
Bien podría ser considerado el mejor cronista de guerra de estos tiempos. Ha estado en América latina, Africa, Asia y Medio Oriente. Es autor de una celebrada biografía del Che Guevara y de Guerrillas, un libro sobre todos los movimientos insurgentes del mundo. Para sus crónicas en la revista norteamericana The New Yorker, recorre las zonas calientes que la Guerra Fría dejó abandonadas. Y sus dos últimos libros sobre las invasiones a Afganistán e Irak son, lejos, lo más vívido que se ha producido sobre esas guerras de cobertura massmediáticas. Jon Lee Anderson repasa la vida aventurera que ya desde los 10 años lo llevó a querer ir a la guerra.
Por Martín Pérez
La mujer está sentada en una de las varias sillas esparcidas por la calle. Mira los restos de una construcción de un par de plantas, que han caído una arriba de la otra con una extraña precisión. Por los juegos que lo rodean, el edificio supo ser una escuela. Extrañamente, casi no hay escombros a su alrededor. Sólo esos pisos aplastados uno encima del otro, rodeados por una gran cantidad de sillas y bancos, y esa mujer, sentada sola y en silencio, con la vista clavada en lo que antes del terremoto debió haber estado lleno de risas y gritos.
Casi derrumbado en un sillón del hotel en el que se hospedó en su última visita porteña, el periodista norteamericano Jon Lee Anderson reconstruye la imagen de aquella mujer con la que se topó mientras recorría una ciudad de México sacudida por el terremoto de 1985. Es el final de un día muy largo, como parece que –en realidad– son todos los días en los que está de viaje. Pero el agotado Anderson esta noche parece no poder dejar de hablar. Mientras el hall vacío del hotel se agita con las labores de unos empleados que aprovechan su tiempo libre para limpiar todo y que así vuelva a estar impecable al día siguiente, Jon Lee recuerda que descubrió aquella trágica escena al doblar una esquina, y que se sorprendió al descubrir que no parecía haber nadie más allí, salvo él y esa mujer. Por aquel entonces, Jon Lee estaba reporteando para la revista Time, y cuenta que hizo lo que él suponía que era reportear: se acercó a la mujer e intentó averiguar por qué estaba sentada allí. Quería constatar lo que suponía: que algún ser querido, tal vez su hijo, yacía entre aquellos escombros morbosamente ordenados. Pero apenas hizo el gesto de acercarse a ella, la mujer se dio vuelta y lo acusó de buitre, algo que no ha olvidado desde entonces, dos décadas atrás.
“Fue un momento importante, porque creo que allí descubrí que ése no era el camino que debía tomar como periodista”, explica Anderson, que no mucho después dejó de trabajar en medios tradicionales y se dedicó, primero, a escribir libros. Y luego encontró en la revista The New Yorker un privilegiado lugar donde publicar sus crónicas. “Me di cuenta de que uno nunca tiene que olvidar que es tan persona como periodista, y que tiene que prestar atención a lo que le transmiten quienes lo rodean. Hoy ni me hubiese acercado a esa mujer, por ejemplo. Sé que no hacía falta: todo era lo suficientemente desgarrador. Simplemente hubiese retratado la escena, con austeridad de palabras incluso”, dice mientras apura el enésimo café del día.
Autor de una formidable y esencial biografía sobre el Che Guevara (que será reeditada en octubre), un libro sobre las guerrillas de todo el mundo (aún sin traducir al castellano) y dos recientes y fascinantes volúmenes de crónicas que recopilan –cada uno de manera diferente– sus trabajos publicados en The New Yorker desde el frente de las dos últimas guerras norteamericanas, en Afganistán (La tumba del león) y en Irak (La caída de Bagdad), Jon Lee Anderson tal vez sea el mejor cronista de guerra de su generación. Aunque él prefiera no ser llamado así, cronista de guerra. Tal vez porque sabe que eso lo acerca a las cabezas parlantes que cubren las guerras en estos tiempos massmediáticos, siempre de frente a la cámara y de espaldas a lo que describen, todo lo contrario a su trabajo. Leer las crónicas de Anderson significa mezclarse entre la gente que vive la guerra de manera cotidiana, significa entender ese mundo que está siendo alterado para siempre, que está dejando de existir, en medio de un infierno que forjará algo que aún no se alcanza a ver, pero cuyas inmediatas consecuencias no son algo abstracto sino que son bien reales, y por lo general tienen incluso nombre y apellido y una historia que contar. “Creo que el gran problema de este mundo es que la gente construye barreras entre sí”, explica en un castellano fluido y de rico vocabulario, aunque en el que se cruzan toda clase de acentos. “Aborrezco cuando nos objetivamos de esa manera, así que si yo tengo una misión en el periodismo es intentar quebrar eso. Busco romper con esas barreras que transforman lo que está pasando en Irak o donde sea, en un ruido blanco, en algo que no tiene nombre ni historia. Lo que yo busco es lograr que un hombre en Ohio vea que otro hombre en Mali tiene algo en común con él. Quiero que se transmita, quiero que ellos vivan eso. Por eso, cuando busco la perfección en mis artículos, lo que estoy buscando en realidad es ambientarlo a tal punto que ellos huelan lo que huelo, toquen lo que toco, vean lo que yo veo. Uno nunca lo logra del todo, pero lo que busco es que quienes lean mis artículos reconfiguren sus percepciones, y puedan ver la dignidad en una persona que atraviesa una situación muy adversa, pero en la que de otra manera jamás se hubiesen fijado”, confiesa Anderson, que siempre, desde muy pequeño, creyó ser –y aún lo es, con sus 49 años recién cumplidos– un hombre con una misión.
“Que lo pases bomba.” Así es como Jon Lee se despidió en un mail enviado desde Londres antes de fin de año. Y ante la frase, escrita prolijamente en castellano, es imposible no dejar escapar una sonrisa. Jon Lee aclara que sabe exactamente lo que significa. “Jamás le desearía eso a alguien en Irak”, explica, con mucho humor. “Pero cada cosa en su lugar. Después de todo, es una frase que no tiene traducción al inglés. Y a mí me gusta aprovechar cualquier ocasión para hablar en castellano”, dice este hombre que asegura tener más de una vida. Por un lado, está su vida de cronista del New Yorker, que lo lleva por todo el mundo. Por el otro, la de autor de libros, por la que también viaja allí donde los editen. Y, por último, también está la vida que, a fines del año pasado, lo trajo a Buenos Aires para dirigir un taller de periodismo ante alumnos de toda Latinoamérica. “Esto es un compromiso de corazón. Una vida que no da ganancias, pero mi agente me la respeta”, cuenta. “Porque lo que me lleva a hacer esta clase de cosas es un deseo de mantener fresco mi contacto con América latina. Porque es mi continente adoptivo, algo así como mi otro yo.”
Hijo de un diplomático norteamericano y de una profesora universitaria, Jon Lee Anderson vivió una infancia nómade e ilustrada. Su madre se preocupó siempre por poner un libro en sus manos, mientras que su vida cambiaba de horizonte al ritmo de la de su padre, que trabajó para la embajada norteamericana en distintos lugares del globo. Obsesionado con las vidas de legendarios exploradores como Stanley y Burton, mientras cambiaba de continente como quien cambia de barrio, Anderson decidió a la edad de diez años que para ser hombre debía experimentar la vida por sí mismo. Y construyó una lista de cosas que debía hacer antes de cumplir los dieciocho años. La lista incluía cosas como ir preso, ser minero de carbón en Gales, cruzar el Atlántico a remo, subir al Everest e ir a una guerra, entre otras cosas. “Yo fui realmente detrás de esa lista. No subí al Everest, por ejemplo, pero al cumplir catorce años escalé el Kilimanjaro. Tuve que mentir sobre mi edad porque no querían llevarme. Pero fue una conquista que me abrió los ojos al mundo.” Aquella lista fue apenas el comienzo de una obsesión por las listas, que llega hasta hoy en día. “Muchas de aquellas listas las fueron encontrando mis padres y me las han ido enviando. Una de ellas era la de mis conquistas amorosas, pero ésa la encontró una novia, y fue todo un problema. Sigo con las listas, pero ya no son de proezas que cumplir sino mails sin responder, cosas para hacer en el día, aviones que tomar.” A pesar de tanta lista, Anderson no parece ser un hombre ordenado. “Para nada. Por eso es que las hago”, explica Jon Lee, que hacia fines del año pasado era incapaz de precisar cuántas veces había cruzado el Atlántico en los últimos seis meses. Y de entonces a ahora ha pasado las Fiestas con su familia en Gran Bretaña, ha viajado a Madrid y Nueva York, ha escrito una crónica desde Liberia (que se publicó esta semana en el New Yorker) y en este momento prepara otra similar en Cuba, desde donde niega vía mail estar trabajando en una biografía de Fidel Castro, como erróneamente se suele mencionar incluso en las solapas de sus libros. “Todos repiten el mismo error, sin molestarse en preguntarme si es verdad. Y no lo es. Fidel es la única fuente que me faltó en mi biografía sobre el Che. Si lo hubiese conseguido, hubiese sido como maná del cielo. Porque hay muchas conversaciones clave de su vida que el Che tuvo a solas con Fidel. Pero no habló ni conmigo ni con nadie sobre eso. Creo que se llevará los secretos a la tumba.”
Aquel otro yo latinoamericano que ostenta Anderson tan orgullosamente se empezó a construir a la temprana edad de 4 años, durante el año que vivió con sus padres en Colombia. Allí, aseguraban papá y mamá en una suerte de broma familiar que se repitió durante el resto de su infancia y adolescencia transcurrida en Asia, aprendió a hablar castellano. Pero no tuvo oportunidad de constatarlo hasta que cumplió 15 años y se embarcó en unas vacaciones solitarias por España. “El recuerdo que tengo de mis andanzas de aquel verano es el de un montón de gente tratando de ayudarme a comunicarme con ellos. Pero no burlándose de mí sino que se daban cuenta de que estaba intentando comunicarme y me alentaban. Me acuerdo de que me bajé del tren por primera vez en San Sebastián, muy emocionado, y abrí la boca y no me salían las palabras. Pero poco a poco fui adquiriendo vocabulario”, cuenta Anderson, que explica que, en realidad, donde realmente aprendió a hablar español fue dos años después en las Islas Canarias. Se había escapado del colegio para ir a reunirse con su hermana mayor, estudiante de Antropología, que estaba viviendo con una tribu en Togo, pero nunca llegó. Terminó varado durante cinco meses en Canarias, donde vivió en la calle y de la que fue rescatado justamente por su hermana. “Mis padres me daban por muerto, todos los consulados británicos de la zona sabían de mi caso, y mi hermana fue a buscarme. Me encontró de casualidad caminando por la calle: no tenía zapatos y tenía todas las enfermedades imaginables: escorbuto, disentería, amebas...” Sus padres se habían separado y Jon Lee se fue a vivir con su madre a Miami, pero rápidamente quedó claro que no estaba listo para retomar los estudios. “No sólo porque estaba muy débil sino porque había adquirido un odio al dinero y a las ciudades que me obsesionó por un tiempo.”
La solución llegó, nuevamente, bajo la forma de un viaje. Un viejo amigo de la familia estaba por cumplir con el sueño de construir una casa en la costa de Honduras y hacia allí fue el joven rebelde. “Cuando terminamos de construir la casa, me junté con mi hermano Scott y recorrimos un río en balsa y luego fuimos por toda Centroamérica.” Después de aquellas aventuras, Jon debió volver a estudiar en Gainsville, en la Universidad de Florida, pero apenas pudo volvió a escapar, esta vez a Perú. “Mi hermana me consiguió la oportunidad de sumarme a una empresa que organizaba expediciones didácticas para niños ricos. Y me convocaron para alquilar un barco y organizar sus primeras expediciones.” Así fue como las aventuras del joven Jon Lee se cruzan con la biografía oficial del periodista Anderson, que precisa que su primer trabajo fue en un periódico peruano de habla inglesa llamado Lima Times, hacia el año 1979. “Me presenté respondiendo un aviso del diario, pero su director me calzó enseguida. Y me puso a escribir sobre todo lo que había vivido. Mis primeras notas fueron grandes artículos a doble página sobre mis aventuras. Por un momento, creo que pensé que eso era el periodismo. Hace poco releí aquellos artículos, en recortes amarillos por el tiempo. Se nota que era un principiante, pero hay algunas observaciones que son iguales a mis crónicas actuales. El ojo ya era el mismo.”
Duró apenas un año en el Lima Times, ya que enseguida comenzó a trabajar para el columnista político norteamericano Jack Anderson. “Tampoco se puede decir que ahí aprendí mucho del trabajo periodístico, ya que básicamente salía en busca de aventuras, trabajo de campo: yo quería ir a la guerra y Jack me enviaba. Me daba mucho crédito en sus columnas, pero me pagaba muy poco.” Con la nariz entrenada para olfatear la historia oculta, a Jon Lee se le hizo difícil pasar del independiente Jack al corporativo semanario Time, casi una repartición del Departamento de Estado norteamericano. Pero estaba en El Salvador, y la guerra se olía de muy cerca. Demasiado, tal vez. Aunque ahí era donde Jon Lee quería estar. “Una de aquellas entradas en la lista que hice a los diez años era ir a la guerra. Y seguía estando ahí, pendiente. Yo veía la guerra como un hilo conductor a través de la historia humana, como algo que no pertenecía a una región geográfica sino que era un fenómeno universal y constante del hombre, y pensaba que debía conocerla. Con ese idealismo que uno tiene de chico, creo que tenía la ilusión de, quizás, aprender algo con la experiencia, y encontrarle alguna solución. No creo haber encontrado ninguna solución. Pero sí te puedo asegurar que conozco bien a ese bicho que es la guerra.”
Antes de ir a la guerra como periodista, Anderson confiesa que alguna vez fantaseó con ir al frente, empuñando las armas. Algo que, aclara, en realidad nunca hizo. Pero su despertar social y político, cuenta, comenzó muy temprano, y por vía del racismo. “Es algo que está muy lejos de mí, y que nunca experimenté en mi casa”, cuenta. “Recuerdo que, antes de irnos a vivir a los Estados Unidos, mis padres me contaron de Martin Luther King y el Ku Klux Klan, y me horroricé. Pero cuando fuimos a vivir allá, y tuve que salir a vender por mi barrio unos stickers contra el racismo, tuve otra visión del mundo. Apenas logré vender once de doscientos. Pero no sólo eso: hubo vecinos que no sólo no me abrieron su puerta sino que me soltaron los perros apenas supieron por qué estaba llamando a su casa. Fue la primera vez que confronté con el verdadero racismo, algo que para mí siempre fue el peor de los crímenes.” El joven Jon Lee, el de las listas, comenzó a imaginar que se alistaba para combatir el racismo sudafricano. Luego de participar en 1978 de una manifestación antisomocista en el Central Park, llegó a coquetear con la idea de sumarse a las brigadas internacionales sandinistas. Pero eran sólo ideas. Como las de las listas. O como esos planes para derrocar gobiernos que, confiesa ahora, confeccionaba de pequeño. El primero de la lista fue el de Haití. “Las noticias de la tiranía de Papa Doc eran toda una tradición dentro de mi familia”, explica Anderson. “Mis padres vivieron en Haití y mi hermana menor nació allí. Y como François Duvalier, antes de ser Papa Doc, había sido el médico recomendado de la embajada norteamericana, le había dado vacunas a mi hermana Michelle.”
A pesar de sus simpatías sandinistas, Anderson no dudó cuando le llegó la primera oportunidad de visitar el frente... junto a los Contras. “Fui uno de los primeros periodistas norteamericanos en ingresar a Nicaragua acompañando a los Contras. Llegué a conocerlos muy bien, tanto a los somocistas como al Comandante Cero.” Pero fue acompañando a la guerrilla salvadoreña que aquellos devaneos insurgentes comenzaron a cristalizar. Sucedió visitando un lugar perdido en la selva, donde el ejército de El Salvador perpetró la masacre de El Mozote. Acompañado por los guerrilleros, Anderson se recuerda paseando por el lugar donde había estado el pueblo, que era apenas maleza en medio de la selva. “Si no fuera porque ellos me iban diciendo que ahí había estado la catedral y relatando un sinfín de historias, yo nunca me hubiese dado cuenta del terrible horror que había pasado ahí, que no se perdía en el olvido por una decisión de estos guerrilleros de seguir señalando lo negado. Aquella experiencia fue algo que comenzó a resonar con todas mis experiencias anteriores, con ese interés profundo y creciente en estos seres que empuñan las armas por un ideal y escogen una vida donde la única certeza es la posibilidad de morir”, explica Jon Lee. “Así fue como ese ambiente de historia viva –pero no escrita sino en la boca de la gente– ayudó a cuajar la idea de que había un mundo insurgente, que no se corresponde a los mapas políticos del mundo, a ese atlas que todos conocemos.” De pronto, aquel joven obsesionado por los grandes conquistadores del siglo pasado había descubierto un mundo oculto y clandestino, para explorar y descubrir. Así fue como nació el libro Guerrillas, y la lógica encarnación de aquella idea en una sola persona lo llevó a su proyecto sobre el Che Guevara. “De alguna manera, me saqué ese mundo de encima con el libro del Che”, acepta Anderson. “No es que me hubiese aburrido o renegado de él sino que completé un ciclo y necesité pasar al siguiente escenario.” Un lugar ocupado, según él mismo explica, por personajes que ya habían conseguido el poder por las armas, fueran o no guerrilleros.
Si la cristalización perfecta del idealismo es allí en el monte, cuando todo es posibilidad, Anderson comenzó a explorar lo que pasaba después, una vez que la imagen ideal hubiese pasado de largo. Sus artículos para The New Yorker comenzaron a ser, desde esos lugares otrora calientes, enfriados súbitamente luego del fin de la Guerra Fría. Del Chile de Pinochet al Afganistán de los mujaidines, por citar un ejemplo. “Siempre he tenido la teoría de que hasta cierto punto toda política es la organización de la violencia, o de la coerción. Si bien lo tenemos bastante ritualizado, y los primeros ministros de Europa parecen contadores, a veces todavía utilizan un lenguaje bastante bélico. Pero en el resto del mundo la cosa no está tan ritualizada. Y la política puede implicar la muerte, o la necesidad de utilizar la violencia para mantenerse en el poder. No es algo inconcebible. Después de todo, insisto, todo quehacer político, por más pulido y civilizado que esté, viene de la violencia. Me gusta mirarlo así, y es algo que me sigue fascinando.”
Según cuenta Sharon DeLano, editora de The New Yorker, en el prólogo del libro La tumba del león (Emecé, 2003), Jon Lee Anderson se encontraba el 11 de septiembre de 2001 en su casa del sur de España, preparando las valijas para ir a cubrir la guerra civil en Sri Lanka. “Me enteré del primer avión cuando recogí por la mañana a María, una mujer del pueblo que cada dos días limpiaba mi casa”, recuerda Jon. “A partir de entonces me quedé como diez horas pegado a la televisión, intentando en vano llamar a mi hermano Scott a Nueva York, a mi editora Sharon y a todos los que conocía.” Casi instantáneamente, Jon supo que su destino debía ser Afganistán. El había visitado ese país para su libro Guerrillas, y quería volver a dar testimonio, antes que los norteamericanos la bombardeasen. “Me llené de energía, con una sensación de emisión, de urgencia y alta prioridad. Hasta cierto punto era como si todo mi ser se hubiese convertido en algo destinado a un fin específico. Tenía que ir al meollo de este nuevo presente tan negro, como si todo lo que había hecho anteriormente tenía sentido sólo para poder ir ahí y contarlo.”
Desde entonces, Anderson fue, vio y contó lo que vivió en Afganistán, y luego en Bagdad, y ambas crónicas se convirtieron en sendos libros. El primero, La tumba del león, reúne no sólo las crónicas sino los mails entre el cronista y su redacción, y es casi un manual de cómo se cubre hoy en día una guerra en un país como Afganistán, que se ha caído del mapa de tal manera que ni siquiera tiene prefijo telefónico. El más reciente, La caída de Bagdad (Anagrama, 2005), es un relato lineal de un cronista atrapado en una ciudad sitiada. “Ese libro es un esfuerzo honesto de compartir con otros lo que fue un trozo de tiempo, así como el Irak que yo conocí y una sociedad que se transformó profundamente”, explica Anderson, que asegura que, aunque la invasión norteamericana en Irak aún no ha terminado, no tiene ninguna intención de escribir otro libro ni de continuarlo. “Hay preguntas que quedan sin contestar, como por qué los norteamericanos dejaron que Bagdad fuese saqueada impunemente”, cuenta. “Es mi gran incógnita, aunque creo que hubo una decisión política de dejar que eso sucediese. Si eso sucedió, y es algo que sospecho por ciertas respuestas de Rumsfeld, sería demasiado maquiavélico”, calcula Jon Lee, mientras apura un nuevo café en la recepción cada vez más vacía de su hotel. En una televisión encendida, pero sin sonido, los hinchas de Boca celebran su último campeonato. Jon comenta que le encanta ver esas celebraciones, porque nunca se podrá olvidar de cuando visitó Argentina en el ‘94, para el libro del Che, y pensó que tenía que aprender algo de fútbol si era un deporte capaz de sumir en semejante tristeza a todo un país, como sucedió entonces con el doping de Maradona durante el Mundial de Estados Unidos. Antes de que finalmente deje de hablar y se suba a su avión, y esta entrevista se continúe por mail, su última respuesta tiene que ver con Bagdad. “El otro día estábamos reunidos con algunos colegas y nos lamentábamos, porque los de Vietnam sí que lo tuvieron bien: había putas, drogas y rock and roll. Mientras que en Bagdad no pasa nada, sólo una tensa calma, como si fuese tensión existencial. Hubo una onda en el verano del 2003, cuando la cosa estaba abierta y todos nos reuníamos en un hotelito; hubo una famosa fiesta donde todos se pusieron en pelotas, grandes borracheras y no mucho más. Pero eso se terminó muy pronto. Alguno que otro fuma hash, pero yo ya pasé esa etapa. No tomo nada cuando estoy en Irak, quiero que todos mis sentidos estén muy agudos. Así que vivo a base de tabaco y café.”
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