Domingo, 16 de abril de 2006 | Hoy
PáGINA 3 › UN RELATO AUTOBIOGRáFICO DE NOé JITRIK
Por Noé Jitrik
Debo volver sobre el episodio de la humillación de mi padre y los castigos que había volcado sobre nosotros: su pobreza quería ser digna y sus hijos habían puesto en evidencia que ser pobre y también digno es un objetivo difícil de alcanzar o que pretenderlo no evita el sufrimiento. Pero que era pobre lo era, y si bien a mí eso no me traía ningún problema, sólo porque el reducido universo en el que vivía me parecía natural, eterno y duradero, a él y a los que lo rodeaban, más conscientes o irritables que yo, los ponía muy mal y daba lugar a quejas y reclamaciones. Pero él, y de esto yo me daba cuenta, hacía lo que podía en un medio que no proporcionaba muchas alternativas y en un momento histórico de gran depresión.
Me imagino que lo poco que podía hacer contenía y sostenía al mismo tiempo esa pobreza o, dicho de otro modo, de su trabajo provenían los recursos que nos permitían comer y no mucho más: mi madre, que años después, luego de quedar viuda, probó que podía hacerlo con sus agujas, la manual o la de la máquina Singer, en ese momento estaba encegueciendo, de modo que no se contaría con ella; mi hermano mayor, el aprendiz de telegrafista, aportaría a la casa su modestísima mesada, pero nada los demás, de modo que había que atenerse a lo que mi padre podía ganar con la venta de soda en sifones que, como lo dije, fabricaba él mismo en un galponcito de ladrillos levantado en el linde de la casa, entre el eucaliptus y la caseta del retrete, y entregaba a domicilio en su carro tirado por el evocado caballo que esperaba en el patio de la casa, pacientemente, manso, el momento de salir a trabajar.
Sólo me referí a esa construcción al evocarme apoyado en su pared frontera, por las tardes, leyendo mis primeras novelas contra el sol de Occidente; me toca ahora tratar de recuperar su interior, al que me asomaba de cuando en cuando para llamar a mi padre por algo o para algo. Los detalles se me escapan pero no la imagen de una suave penumbra que allí dominaba y que, ligada a la humedad que impregnaba la atmósfera, impedía ver con nitidez las máquinas utilizadas para introducir una dosis de presión en los sifones blancos que de alguna manera se irían llenando. Puedo ver a mi padre, metido en unos pantalones y una casaca de lona gris, dando vueltas por ahí, accionando de pronto el mecanismo que pondría en movimiento el sistema que, puedo imaginarlo, tenía como objetivo llenar primero de agua los sifones sin desenroscar los cabezales, como pico de pájaro, y luego administrarles el gas que, supongo, era carbónico. Tal vez el aparato era giratorio y él debía ir sacando los sifones ya llenos para colocarlos en jaulitas de madera, tal vez fuera de otro modo, tal vez había un tanque desde el cual el agua se distribuía, tal vez la penumbra era resultado de que el galpón no tenía ventanas y sólo lo iluminaba un foco de escasos voltios, pero lo esencial era que dicho tanque era alimentado, a su vez, por el agua del pozo pues no había agua corriente ni, que yo haya fijado en mi memoria, cañerías que la trajeran directamente. Eso significa que primero juntaba el agua bombeando en medio del patio, la llevaba, balde a balde, hasta el tanque del galpón, y cuando por fin estaba lleno, pasaba a la segunda etapa, la ya directamente productiva. Todo eso es más que verosímil pero, al mismo tiempo, es increíble que alguien pudiera beber ese producto pues, por desgracia, el agua era salobre y no creo que el galponcito albergara una planta desalinizadora. Había que tener mucha sed para apretar la palanquita de un sifón, llenar un vaso y echárselo sintiendo ese particular alivio que produce el agua hinchada por el gas cuando atraviesa la garganta. Lo veo sacando las jaulitas del galpón, apagando la luz y cerrando la puerta con llave, y luego de uncido el denigrado matungo, subido al pescante, látigo en mano, lo veo encaminarse para un reparto que dejaría una ganancia tan magra que no alcanzaría para paliar la depresión reinante, tanto la del país como la de la casa.
El negocio decaía, quizás había surgido alguna competencia y, poco antes de comprobar que de ahí no saldría mucho más, mi padre tuvo una iniciativa que, como todas las suyas, no dio los frutos previstos: decidió hacerse traer extractos de bebidas gaseosas, la naranja llamada “Crush”, y producir, con la misma maquinaria, refrescos que podrían paliar con más agrado la sed de los veranos. La misma maquinaria pero también la misma agua: el resultado fue atroz, mucho peor que los modestos sifones que, sea como fuere, no implicaban esa imposible combinación de lo salado y lo dulce. Debemos haberlo probado, debemos haber puesto cara de asco, debemos haberle hecho sentir que había algo equivocado en sus especulaciones, que lo real, por decirlo así, le era esquivo aunque tal vez, pudo pensarlo, era ese pueblo, nacido para otra cosa, en el que sobrevivir, para alguien como él, trasplantado por error, se hacía cada día más difícil, decepcionante, podría decirlo ahora con mi lenguaje, no sé cómo lo habría podido explicar cuando lo veía, sin palabras todavía mi propio desarraigo y angustia.
Este relato autobiográfico pertenece al libro Atardeceres, de Noé Jitrik, que la editorial platense Ediciones al Margen publica por estos días.
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