PáGINA 3
Ultimas palabras
por Bill Miles
Salvo contadas excepciones, las últimas palabras de los grandes personajes de la historia suelen ser tan interesantes como la guía telefónica. De todo artista, filósofo o líder mundial que muere solemos esperar perlas profundas y aforismos altamente inspiradores, pero lo que a menudo recibimos no es más que un puñado de lugares comunes. Así, pues, ¿es lícito esperar opiniones perspicaces sobre el misterio de la vida de boca de gente que tiene cosas más importantes en qué pensar: el infierno, por ejemplo, o un dolor insoportable?
Sin duda el acribillado Francisco “Pancho” Villa tenía otras cosas en mente cuando le dijo a un compañero: “No me dejes terminar así. Diles que dije algo”. Para Thomas Jefferson, a su vez, la fecha de su muerte era al parecer mucho más importante que cualquier declaración. “Hoy es cuatro, ¿no?”, preguntó el 4 de julio de 1826, poco antes de expirar.
Y así sucesivamente. Los hombres y mujeres que gozaron del tipo de vida que hace delirar a los biógrafos murieron con las emociones más prosaicas a flor de labios. Consideremos el último aliento de Casanova: “Son ustedes testigos: he tenido la vida de un filósofo y la muerte de un cristiano”. ¿Filósofo? ¿Cristiano? Vamos, Giovanni: ¿y qué hay de todas esas chicas?
Aún más decepcionantes fueron las stanzas finales de legendarios orfebres de la palabra como Lord Byron y Wolfgang von Goethe. A Byron ni siquiera lograron arrancarle una rima decente: “Ahora me voy a dormir”, dijo. “Buenas noches.” Y las últimas palabras de Goethe fueron tan estúpidas que sus biógrafos tuvieron que editarlas: así, “Abran la segunda persiana para que entre más luz” se convirtió en “¡Más luz!” (como sucede con muchas últimas palabras, todavía se debate si las de Goethe no fueron en realidad éstas: “Vení, cosita, que te toqueteo un poco”. Al menos para los editores del Diccionario de Citas de Columbia, la decisión fue obvia.) Y no es fácil evocar sin pudor los últimos alaridos de Walt Whitman, que, después de una vida entera dedicada al mot juste, dijo: “Levántenme: quiero cagar”. Incluso las últimas palabras de Oscar Wilde fueron pura espuma. Comentando una novela que acababa de leer, el escritor dijo: “Este estudio de los políticos norteamericanos es muy auténtico a la hora de las caracterizaciones. ¿Qué otra cosa escribió la señorita que lo firma?” Y –hablando de decepciones– nunca sabremos lo que pasó por la cabeza de Albert Einstein en su lecho de muerte: confundiendo las sonoridades de su noble alemán con un vulgar borboteo, una despistada enfermera norteamericana prefirió ignorar sus últimas palabras.
Entretanto, el sentido común nos impide esperar demasiada sabiduría de los grandes capitalistas norteamericanos. Para muestras están la trivial recomendación que el magnate de la hotelería Conrad Hilton dejó para la posteridad –“Metan la cortina de baño dentro de la bañadera”– y la inquietud que Phineas Taylor Barnum se moría por despejar: “¿Cuánto recaudó el circo en el Madison Square Garden?”.
Como era previsible, los aristócratas no dejaron mucha tela que cortar entre los vivos: su retórica de despedida va del quejumbroso “¡Todas mis posesiones por un poco más de tiempo!”, de Isabel I, al torpe “Perdóneme, señor”, de María Antonieta, enunciado después de pisarle un pie a su verdugo.
Aunque suene irónico, puede que las mejores líneas finales de la historia hayan brotado de boca de unos pocos amanuenses olvidados. Tal vez nadie haya salido de escena mejor que Henry Arthur Jones, cuando le preguntaron a quién quería tener sentada a su lado durante la tarde, a su enfermera o su sobrina, el insignificante dramaturgo inglés contestó: “A la que sea más bonita. Y ahora, que se maten entre ellas”. Otra joya fue la despedida del actor Edmund Gwenn, que se limitó a susurrar un terso “Morir es fácil. Lo difícil es hacer comedia”. Y es arduo no admirar la tenacidad que encierran las últimas palabras de la gramática francesaDominique Bouhours: “Estoy a punto de –o voy a– morir: las dos expresiones son correctas”.
A la hora del entretenimiento, imposible empardar las últimas palabras que profieren los condenados a muerte, sobre todo si se aprecia el humor negro. Cuando el pelotón de fusilamiento le preguntó cuál era su última voluntad, James Roges dijo: “¡Un chaleco antibalas, por supuesto!” Y cómo no adorar a James French, el asesino que, sentado en la silla eléctrica, se atrevió a decir: “¿Qué tal este titular para el diario de mañana: ¡French Frito!” (French fries, es decir: “papas fritas”.)
Hay últimas palabras que quedarán como enigmas eternos, dado que sus emisores decidieron llevarse a la tumba su significado. El “Alce, indio” de Henry David Thoreau, por ejemplo, y las misteriosas últimas palabras de John Wilkes Booth, que emergió mortalmente herido de un granero en llamas, se miró las manos y musitó: “Inútiles, inútiles”. En una vena similar, ¿qué hacer con las últimas palabras del director de orquesta Leonard Bernstein –“¿Qué es esto?”– o las del novelista Victor Hugo: “Veo una luz negra” ¿Raro, ¿no?
A mi juicio, las últimas palabras más auténticas son las que surgen naturalmente del momento, como la respuesta que dio Voltaire cuando le preguntaron si quería renegar de Satanás: “No es momento de hacerme nuevos enemigos”, dijo. Comparen esa frase con el “Aquí viene el misterio” (Henry Ward Beecher), tan teatral, tan obviamente ensayado, o con el bostezado “Aplaudan, amigos: la comedia ha terminado”, de Ludwig van Beethoven.
Puede que planear nuestras últimas palabras sea una ocupación tan rendidora como preparar el discurso de recepción del Premio Nobel. ¿Quién puede anticipar cuándo la Parca nos tocará un hombro con uno de sus dedos nudosos y nos dirá: “Es hora de irnos, querido”? Es improbable que el poeta Dylan Thomas pensara que su frase más célebre –“Me tomé dieciocho whiskies: creo que es una marca record”– sería el canto del cisne que terminaría dejándole al mundo.
En realidad, si lo que nos apasiona son las palabras de despedida, mejor tomarnos un tiempo para componer un epitafio perdurable, uno que diga algo auténtico sobre las personas que fuimos y los valores en que creímos. H. L. Mencken resumió con elocuencia todo su agridulce gusto por la vida en una sola frase: “Si, una vez que yo haya abandonado este valle, quieren ustedes recordarme y complacer a mi fantasma, perdonen a algún pecador y guíñenle el ojo a alguna chica”. ¿Y cuáles fueron las últimas palabras del Sabio de Baltimore? “Ésta es la última vez que me verán.”
Puede que en los instantes finales nuestros moribundos queridos comprendan algo que a nosotros –obnubilados de salud– se nos escapa, y es que el lecho de muerte no es un buen lugar para hacer metafísica. ¿O acaso el mismo Cristo no se despidió con un modesto “Todo ha terminado”? Por otro lado, ¿por qué un acto tan mundano como morir habría de acercarnos a la verdad? (O, para decirlo con otras palabras: “Si sos tan ingenioso, ¿por qué te estás muriendo?”)
Mejor dejémosle la última palabra a Karl Marx, que acertó al menos una vez cuando, interrogado sobre sus últimas palabras por su ama de llaves, contestó: “¡Vamos, fuera de aquí! ¡Las últimas palabras son para los idiotas que se quedaron con cosas en el tintero!”.