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Domingo, 22 de septiembre de 2002

PáGINA 3

Las cosas por su nombre

POR NOAM CHOMSKY

El filósofo Ludwig Wittgenstein recomendaba a sus lectores que prestaran atención al uso de una expresión para poder determinar su significado. Basta adoptar esta sugerencia para descubrir que ciertos términos del discurso político se usan con un significado doctrinario que difiere decisivamente del significado literal. El término “terrorismo”, por ejemplo, no se usa de acuerdo con la definición oficial sino que se restringe al terrorismo (oficialmente definido) que ellos ejecutan contra nosotros y nuestros clientes. Convenciones similares se aplican a “crimen de guerra”, “defensa”, “proceso de paz” y otros términos corrientes.
Una de esas expresiones es “comunidad internacional”. El sentido literal es razonablemente claro: la Asamblea General de las Naciones Unidas, o una mayoría sustancial de ésta, es una primera aproximación. Pero por lo general el término se usa en un sentido técnico, para designar a Estados Unidos y a algunos aliados y clientes. (Por lo tanto usaré el término “ComInt” en ese sentido técnico.) Algunos casos de interés actual ilustran bastante bien estas convenciones.
No es habitual leer que Estados Unidos lleva 25 años obstaculizando los esfuerzos de la comunidad internacional por conseguir un acuerdo diplomático en el conflicto árabe-israelí basándose en los lineamientos que fueron reproducidos, en esencia, en la propuesta saudita adoptada por la Liga Arabe en marzo del 2002. Esa iniciativa fue ampliamente celebrada como una oportunidad histórica que sólo puede concretarse si los Estados árabes convienen, por fin, en aceptar la existencia de Israel. De hecho, los Estados árabes (junto a la OLP) han venido haciéndolo en varias oportunidades desde enero de 1976, cuando se unieron al resto del mundo para apoyar una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que llamaba a un acuerdo político basado en el retiro de Israel de los territorios ocupados con “acuerdos apropiados... que garanticen... la soberanía, la integridad territorial y la independencia política de todos los Estados del área, y su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas”. A estos efectos, la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU se amplió para incluir un Estado palestino. Estados Unidos vetó esta resolución.
Desde entonces, Washington ha bloqueado regularmente iniciativas similares. La mayoría de los norteamericanos apoyan el acuerdo político reiterado por el plan saudita. De esto, sin embargo, no se desprende que Washington esté desafiando a la comunidad internacional o a la opinión nacional. Según la convención dominante, eso es imposible, porque –por definición– el gobierno de Estados Unidos no puede desafiar a la ComInt, y en tanto que Estado democrático le hace caso, naturalmente, a la opinión nacional. De la misma manera, no es habitual leer que Estados Unidos desafía a la comunidad internacional en asuntos de terrorismo, aun cuando votó virtualmente solo (junto con Israel: el único país que se abstuvo fue Honduras) contra la resolución mayoritaria de la ONU de diciembre de 1987, que condenaba brutalmente esta plaga de la edad moderna y convocaba a todos los Estados a erradicarla. Las razones son instructivas y tienen hoy gran relevancia. Pero todo eso ha desaparecido de la Historia, y eso es lo que suele pasar cuando la ComInt se opone a la comunidad internacional (en el sentido literal).
En ese momento, Washington estaba minando los esfuerzos latinoamericanos por conseguir un acuerdo pacífico en América Central y había recibido una condena por terrorismo internacional de parte de la Corte Internacional de Justicia, que ordenó a Estados Unidos que detuviera sus crímenes. La respuesta norteamericana fue una escalada. Una vez más, nada de todo esto ni ningún otro episodio por el estilo contribuyó a cuestionar la actitud de la ComInt respecto del terrorismo. Cada tanto el aislamiento de la ComInt queda en evidencia y suscita perplejos interrogantes sobre los problemas psíquicos del mundo. Un ejemplo apropiado es el artículo de Richard Bersntein, “La ONU versus EE.UU” (y no a la inversa), publicado en enero de 1984 en el New York Times. Una prueba más contundente de que el mundo no está siguiendo el ritmo es que después de los primeros años de las Naciones Unidas, cuando las órdenes de Washington eran ley, Estados Unidos lideró ampliamente los vetos a las resoluciones del Consejo de Seguridad, con Gran Bretaña en segundo lugar y la Unión Soviética (más tarde Rusia) en un rezagado tercer puesto. Algo parecido sucede en la Asamblea General, pero nadie extrae conclusiones sobre la comunidad internacional.
Un importante tema contemporáneo es la revolución normativa a la que la ComInt se sometió supuestamente en los noventa, cuando por fin aceptó su tarea de intervención humanitaria para poner fin a crímenes terribles. Pero jamás se lee que la comunidad internacional rechaza el llamado “derecho” de “intervención humanitaria” junto con otras formas de coerción que percibe como nuevos disfraces del imperialismo tradicional, en particular la versión de integración económica llamada, según la doctrina occidental, globalización. Tales conclusiones fueron elaboradas en abril del 2000 en la declaración de la Cumbre del Sur, el primer encuentro de jefes de Estado del G-77 (descendiente de los ex Países No Alineados), que representa casi al 80 por ciento de la población mundial. La declaración apenas mereció unas pocas palabras despectivas en medios elitistas.
Hay amplio consenso en considerar que la década de la intervención humanitaria es la de los años noventa y no la de los setenta, aun cuando ésta haya estado signada por los casos más significativos de intervención para detener crímenes horrendos: el caso de India en Pakistán Oriental, el de Vietnam en Camboya. La razón es clara. No fue la ComInt la que llevó a cabo estas intervenciones. De hecho se opuso a ellas encarnizadamente, imponiendo sanciones y amenazando a la India y castigando brutalmente a Vietnam por el crimen de detener las atrocidades de Pol Pot en su punto más álgido. En contraposición, el bombardeo a Serbia liderado por Estados Unidos aparece como el gran momento del nuevo iluminismo internacional, que jamás tiene en cuenta la firme oposición con que India, China y la mayor parte del resto del mundo enfrentaron esa acción. Éste no es el lugar para revisar la intervención humanitaria emprendida para preservar la “credibilidad” de la ComInt y –por una cuestión de relaciones públicas– para detener los crímenes que desencadenó. Tampoco es el lugar para examinar la negativa de la ComInt a renunciar a su dilatada
participación en crímenes comparables o peores, y todo lo que eso implica para sus valores operativos.
Temas como éstos no entran en la extensa literatura sobre las responsabilidades de los autoproclamados Estados ilustrados. Pero hay un género literario muy bien considerado que se interroga sobre el defecto cultural de la ComInt que le impide responder adecuadamente a los crímenes de otros. Una cuestión interesante, sin duda, aunque es evidente que está muy por debajo de otra pregunta que todavía no se formuló: ¿por qué la ComInt persiste en sus propios crímenes sustanciales, ya sea directamente o prestando apoyos decisivos a sus criminales clientes?
Me resultaría muy fácil seguir, pero debo reconocer que esas prácticas no son nuevas en la ComInt. Son casi universales históricos, y evocan casos análogos cuyo recuerdo no es agradable.

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