Dom 24.06.2007
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PáGINA 3

La ciudad de los niños

› Por Manuel Delgado

No es nada casual que algunos de los movimientos más beligerantes en la reconsideración en clave creativa de las formas de apropiarse de la ciudad —de los simbolistas del XIX al grupo Stalker, pasando por las primeras vanguardias o los situacionistas— pusieran ese énfasis en la necesidad urgente de reinfantilizar los contextos de la vida cotidiana. Reinfantilizar como restaurar una experiencia infantil de lo urbano: el amor por las esquinas, los portales, los descampados, los escondites, los encuentros fortuitos, la dislocación de las funciones, el juego. No en el sentido de volverlos más estúpidos de lo que los han vuelto los centros comerciales y las iniciativas oficiales de monitorización, sino en el de volver a hacer con ellos lo que hicimos —sin permiso— de niños. Hacer que las calles vuelvan a significar un universo de atrevimientos, que las plazas y los solares se vuelvan a convertir en grandiosas salas de juegos y que la aventura vuelva a esperarnos a la salida, a cualquier salida. Recuperar el derecho a huir y esconderse. Espacios tan perdidos como nuestra propia niñez, a los que la sensibilidad de algunos creadores cinematográficos no ha podido ser ajena: François Truffaut, Jacques Tati, Víctor Erice y, sobre todo, Yasujiro Ozu, cuya mirada estuvo siempre a la altura de la de los niños.

Como el de los amantes, los poetas y los conspiradores en general —sus parientes cercanos—, el espacio del niño está todo él hecho de fluidos, ondas, migraciones, vibraciones, gradientes, umbrales, conexiones, correspondencias, distribuciones, pasos, intensidades, conjugaciones... El trabajo que sobre el espacio cotidiano operan las prácticas infantiles funciona como una fabulosa máquina de desestabilización y desmiente cualquier cosa que pudiera parecerse a una estructuración sólida de los sitios y las conexiones entre sitios. Los lugares pasan a servir para y a significar otras cosas y de un espacio de posiciones se transita a otro todo él hecho de situaciones. Si tuviéramos que plantearlo en los términos que Henri Lefebvre nos proponía, el espacio infantil sería ante todo espacio para la práctica y la representación, es decir espacio consagrado por un lado a la interacción generalizada y, por el otro, al ejercicio intensivo de la imaginación, mientras que la expresión extrema del espacio “adulto” —aunque más bien cabría decir adulterado— sería ese otro espacio que no es sino pura representación y que es el espacio del planificador y el urbanista. Al espacio vivido y percibido del niño —y del transeúnte que sin darse cuenta le imita— se le opone el espacio concebido del diseñador de ciudades, del político y del promotor inmobiliario. El primero es un espacio productor y producido; el segundo es o quisiera ser un espacio productivo.

Salir a la calle es salir de nuevo a la infancia. Vivir el espacio es jugar en él, con él, a él. También nosotros desobedecemos a veces, como los niños siempre, las instrucciones que nos obligan a distinguir entre nuestro cuerpo y el entorno en que se ubica y que genera. Es cierto que hay adultos que ya han dejado definitivamente de jugar. También los hay que nunca han enloquecido, que nunca se han sentido o sabido poseídos, que no han bailado, que no se han dejado enajenar por nada ni por nadie. Los hay también que no tienen nunca sueño y no sueñan. Todos ellos tendrían razones para descubrirse a sí mismos como lo que son: el cadáver de un niño. Ninguno de ellos sabe lo que saben los niños y se nos vuelve a revelar algunas veces de mayores, cuando, caminando por cualquier calle de cualquier ciudad, nos descubrimos atravesando paisajes secretos, entendiendo de pronto que los cuerpos y las cosas se pasan el tiempo tocándose y que nada, nada, está nunca a lo lejos.

Estas líneas son un fragmento de Sociedades movedizas (Pasos hacia una antropología de las calles), del antropólogo español Manuel Delgado, que por estos días distribuye Anagrama en Buenos Aires.

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