Domingo, 20 de enero de 2008 | Hoy
PáGINA 3
Por Roberto Pettinato
Nunca entendí qué nos sucedía con el rock nacional. En los años ‘80 el rock se había disuelto en departamentos, tugurios, discotecas y algunas residencias de chicos de familias ricas que habían descubierto a The Cure y las discos londinenses y bajaban en Ezeiza decididos a aplicar los conocimientos, bah, seguir tomando y divirtiéndose delante del espejo mientras alzaban los cabellos hasta convertirlos en un potus eléctrico y engominado. Había muchos grupos y algunos no estaban mal. Claro que dentro de Sumo era difícil hablar de esto. Dabas un nombre y la burla de Luca no se dejaba esperar en un grito de “fuck esos pelotudos”... frase que venía desde la cocina de los McKerns en Hurlingham o desde el fondo del sótano en Tropezón.
Quiero decir: no podías nombrar a Los Helicópteros, seudoherederos del sello Stiff o Teléfonos Rojos o lo que fuere. Sí podías decir Diana Nylon, una suerte de Nina Hagen porteña, demente y más loca que otras locas que de pronto sufrían ataques, brotes catatónicos, estallidos en gritos de histeria incontrolable y caían desmayadas sobre los brazos de Omar Chabán que, envuelto en pieles y anteojos blancos (que casualmente no acentuaban un look gay como los de Jean F. Casanovas)... bueno, Chabán entraba en pánico también porque no quería quilombos ni locura pero al mismo tiempo no podía controlar a su nueva novia, de la que nunca nadie supo qué pretendió esa noche: si quería firmar autógrafos, conseguir merca gratis o subir al escenario a despotricar como una Yoko Ono enchufada a 200 volts.
Volviendo a Los Helicópteros, también estaban los Alfonso S’Entrega, liderados por una suerte de gurú radiofónico. Era un tipo que ahora recuerdo como distinto de los demás. Sin duda era de otro barrio al nuestro... no tan cerca de la casa de Calamaro en Plaza Serrano pero sí muy lejos de Hurlingham y esa maldita línea de tren.
Tenían un saxofonista muy feo, enano y con bigotes, pero era el mejor de todos nosotros. En los ‘80 nadie sabía bien qué era lo mejor. ¡De pronto aparecían los Cocteau Twins y amanecías en la casa de Cerati, con el que habías hablado a las once de la noche y terminabas ahí inmóvil, aplanado por un sonido que te parecía invencible, subyugado por una tapa que bien podría ser tan sólo una mancha de un pocillo de café aumentada 100 veces! ...y Cerati caminaba por la habitación en forma discontinua. De pronto estaba en un lugar y, como si faltaran cuadros a la película, aparecía en otro. Creo que hoy hacen eso muy bien con las películas posmodernas inglesas.
Pero no sólo esto. También un día estabas sentado con los Virus en City Bell hablando con Federico Moura sobre la influencia de los Devo en su música. Algo de esto era cierto. Como una suerte de familia de mosquitos letales, los Virus eran los seres más oscuros y siniestros que jamás hubiese conocido. Pero no siniestros en un mal sentido. Por el contrario: hablo de la sublimación de lo siniestro. En verdad no se sabía ni siquiera qué extraños cócteles tomaban, pero podría asegurar que no eran sustancias de este mundo. Tal vez destiladas de plantas, hierbas, polvo de ladrillos y otros brebajes sódicos. El público de ellos, que era el mismo que iba a ver a El Corte y demás, era también así de contracturado al mismo tiempo que exquisito. Eran como cineastas de un Palermo Hollywood pero sin cámaras ni cassettes. Todos se filmaban a sí mismos y a los demás y todos queríamos (y querían) recuperarlo todo, volver a armar esa historia increíble que había sucedido la noche anterior. Nadie pudo. Tal vez nadie podrá.
Los ‘80 del rock... no había forma de interpretarlo y de entenderlo. Ni siquiera si hoy leyeras todas las crónicas juntas entenderías lo que sucedía. Las sustancias y la estética parecían serlo todo. Tal vez lo peor que podrías haber intentado en aquellos tiempos era el amor. Todos miraban hacia algún lugar desértico en su imaginación, o caminaban por tierras agrietadas o simplemente salían de dibujos como los Aha, o se metían en placares como los Cure. ¡Eso era! Todos metidos en placares contando historias tremendas.
Recuerdo ahora a dos personajes muy singulares. Dos tipos delgados vestidos de negro y blanco como salidos de un programa de Pergolini. Eran muy parecidos uno con el otro y muchos creíamos que eran hermanos. Sólo entraban a los recitales, o a los clubes y se quedaban en la barra. Parecían venidos de otro planeta. Eran aparentemente muy cultos y serios. Un día uno de ellos nombró a los Clash cuando nadie los conocía. Siempre me cayeron bien pero eran intratables. Personajes de la noche, entre sados, creepies, satánicos. ¿Y por qué no? Eramos todos demonios a velocidad de ska.
Estas líneas son parte del retrato de Sumo y la escena del rock nacional de los años ’80 que Roberto Pettinato escribió en el número de enero de La Mano, la revista que él dirige. Allí publicó también dos memorables reportajes a sus ex compañeros del grupo, Germán Daffunchio y Ricardo Mollo, que iban a formar parte de la segunda parte de La jungla del poder, el libro sobre Sumo que escribió a mediados de los ’90.
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