Domingo, 20 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
La cantidad, diversidad y naturaleza de los museos que proliferan en la ciudad de Buenos Aires es abrumadora: desde el museo de las Memorias de San Juan Evangelista hasta el Museo de la Deuda Externa, hay de todo. Y lo que hay adentro es igual de sorprendente: desde los primeros billetes patrios con caras de próceres norteamericanos hasta una sala en la que conviven el ataúd de Perón y el de Aramburu. Sin embargo, además de lo pintoresco, el hecho de que casi todos los 150 museos sean privados pone en evidencia, en un momento en que se promueve un Museo de la Memoria, la necesidad de la población de preservar la memoria en sus múltiples formas.
Por Mercedes Halfon
En algunos museos se guardan, en frascos, cigarrillos de marihuana para fines educativos y, en otros, emocionadas señoras de alcurnia preservan los vestidos de sus abuelas patricias en una sala donde suena Bach. Hay museos que mienten y museos construidos sobre la base de un delirio individual. La mayoría vive en una ficción deliberada que consiste en contar la historia de algo que puede ser instructivo, divertido, vivificante, bizarro y casi siempre propicio a arbitrariedades ideológicas. En Buenos Aires hay museos de todo. Casi 150, entre privados, nacionales, provinciales y de la ciudad.
Con su seriedad, sus ademanes solemnes, su control en la puerta, el museo oculta una violencia original. Los objetos que lo integran fueron arrancados de algún lugar, y tal vez por eso los miramos en sus vitrinas como si estuviéramos en un funeral. De este lado del océano la historia con los museos no vivió los truculentos pasos que se dieron en el viejo mundo. Allí se pasó de las colecciones privadas de faraones y emperadores en la Antigüedad, de los tesoros de la Iglesia en la Edad Media, de las obras de mecenazgo del Renacimiento, de los palacios de las monarquías absolutas –colecciones construidas a partir de botines de guerra, en la mayoría de los casos–, a convertirse en bienes y museos públicos en el siglo XVIII, con las revoluciones burguesas.
En nuestro país la progresión, mucho más corta, no sucedió de ese modo, pero igual –cómo, si no– se copiaron algunos ademanes. Los museos se armaron a partir de colecciones existentes y la idea misma de que haya esta clase de reservorios públicos a donde ir a apreciar los hitos de un pueblo y su cultura, crece vinculada a la construcción del país. En 1823, a instancias del entonces ministro Bernardino Rivadavia, se concreta el primero, llamado Museo del País. Desde esas colecciones se van a armar después el Museo Histórico Nacional y el Museo de Ciencias Naturales. También durante el siglo XIX se inaugurarán el de Bellas Artes y el de la Policía.
Los devenires de estos edificios, la forma en que se diversifican los temas de interés –no falta mucho para que haya un Museo del Grano de Arroz– y los de desinterés –el Museo Histórico Nacional, con todo lo que implica, estuvo cerrado hasta hace muy poco– muestran también un inquietante estado de cosas. No existe el libro que cuente esta historia, no hay historiografía argentina sobre el tema, no hay una historia que preserve la historia de la preservación en nuestro país, pero sí hay un punto de partida y uno de llegada en este proceso. En octubre pasado se firmó el acta definitiva que marca la creación del Museo de la Memoria, en la que fue la Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionó un emblemático centro clandestino de detención durante la última dictadura militar. Más acá de la tensión entre lo que fue la ESMA y lo que será a partir de ahora, la idea de que se erija funciona como un síntoma: en la necesidad de un museo sobre lo que hace posible un museo –la memoria– se ilustra la carencia de un país cuyos pasos parecerían desaparecer como si los persiguiera el desierto. Es casi un museo al cuadrado o una apoteosis de la idea de conservación. Diez años de liberalismo económico y cultural generaron no sólo la necesidad de un “museo de la memoria”, sino también una paradoja ideológica: el progresismo de hoy –artistas e intelectuales que se movilizan para impedir que se demuela un edificio, por ejemplo– precisa ser conservador. Precisa, con urgencia, conservar lo que el liberalismo que lo antecedió barría sin distinción. En este contexto, durante largos años, la conservación, como la memoria, era una necesidad social que caía en manos de particulares. De allí la proliferación de pequeños espacios donde se observa un fenómeno con una amorosa lupa. Estos lugares no quieren llamarse centros de investigación, bibliotecas o archivos, quieren llamarse museos, porque se necesitó vivamente que alguien cumpliera con esa función de conservar, de atesorar, de en última instancia, recordar.
Hay entonces casi 150 museos que podrían dividirse entre los institucionales (de las Aguas Corrientes, de Sadaic, de las Telecomunicaciones, del Tiro Federal Argentino, de la AFIP), los históricos (de la casa de Ejercicios Espirituales, de la Inmigración, del Cabildo y la Revolución de Mayo, de las Memorias de San Juan Evangelista, de la Shoá, de las Escuelas, del Tango, Postal y Telegráfico), los científicos (de la Patología, del Marcapasos, de la Odontología, de la Morgue Judicial, Anestesiológico, de la Mineralogía, de las Matemáticas), los personales (de Carlos Gardel, de Alfredo Palacios, de Xul Solar, de Ricardo Rojas, de Eva Perón, de Sarmiento, del Padre Coll), los artísticos (Decorativo, Oriental, del Grabado, de Arte Español, de la Arquitectura), y los de caprichos (de la Deuda Externa, de los Calcos, de la Balanza, de la Pasión Boquense, del Automóvil, de la Luz, del Títere, de las Maquetas), entre muchos otros.
A continuación, un recorrido por algunos muy poco conocidos pero sumamente particulares, a modo de introducción al tema e ilustración de la variada oferta de una ciudad que, ella también, lucha por preservarse.
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