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Domingo, 6 de enero de 2002

PáGINA 3

Cajeros automáticos

Por Leonardo Moledo
Apenas amanece, me levanto y voy al cajero automático de Corrientes y Medrano, que está en la esquina opuesta a Gildo, que ya no es Gildo, y que es un cajero automático agradable, cálido, con un buen aire acondicionado, que te hace olvidar del calor de ahí afuera, y podés pasarte horas metiendo y sacando la tarjeta, y nunca aburre ni cansa, es paciente; si no hay dinero, uno puede pedir saldos, transferencias, pagar facturas atrasadas, o averiguar el estado de las cuentas, y aunque todas las operaciones finalmente conduzcan a un punto muerto, siempre es posible recomenzar; el cajero es eterno, es infinito, y sólo se interrumpe desde las 15.12 a las 15.15 cada tarde, no como los cajeros de Villa Pueyrredón, donde se arremolina la juventud heavy, que se cierran desde las seis de la tarde hasta las nueve de la mañana siguiente, o los tres terribles cajeros de Uruguay y Corrientes, que cortan desde las cuatro de la madrugada hasta la medianoche y desde las cinco de la tarde hasta las nueve menos cuarto de la noche, y parecen ponerse de acuerdo en negarse terminantemente a dar dinero, al unísono.
Al mediodía, paso un rato por el banco para almorzar, y después vuelvo al cajero mientras transcurre la tarde; la calle está llena de gente yendo y viniendo de los cajeros automáticos y veo pasar a los viejos que van a los cajeros de sus geriátricos y a los enfermos terminales que se arrastran en busca de los cajeros del Hospital Italiano. Cuando empieza a oscurecer, como tiene vidrios esmerilados, mi cajero permite ver un crepúsculo armonioso, con el sol poniéndose tras los cajeros del oeste. Después voy al banco para cenar, y comparamos los cajeros y las pantallas, con sus distintos colores –amarillo, azul verdoso, verde claro–, nos preguntamos si son mejores las pantallas sensibles al tacto o los botones, y si se enfrentan los fanáticos de Banelco con los de Link y las cosas se ponen violentas, me voy a mi cajero: no hay momento mejor que después de la cena, cuando la calle empieza a vaciarse y en el cajero se respira una paz sobrenatural, sobre el fondo casi imperceptible del zumbido de las cajas, suavísimo, minimalista, mera música bancaria, que te permite disfrutar de tu vida en el lugar que te corresponde, en el país que te ahoga, que te acosa y que te encierra, donde pasás casi todas las horas del día.
Por eso, cuando me despierto en medio de la noche, deprimido o triste, o siento el fracaso, mío y de toda nuestra sociedad, cuando en medio de la noche siento la decadencia de un país que alguna vez fue próspero y esperanzado, y que ahora ni siquiera marcha hacia el abismo sino hacia el pantano, en medio de la noche negra, me levanto, me visto, camino esquivando a los que revuelven en los tachos de basura, a los que duermen en la calle, a los que cuentan el dinero robado en la jornada, a los chicos desnutridos y hambrientos, a las prostitutas ajadas y cansadas, a los grupos de adolescentes borrachos que pasan la noche como pueden, a los chicos que asaltan los kioscos abiertos y los autos estacionados, a los grupos que saquean los negocios de comida, y voy a mi cajero automático, paso la tarjeta por la ranura, y me paro frente a la pantalla, leyendo los carteles sucesivos, que se encienden y que en medio de la ciudad dormida, insegura y mortal, en medio de la noche densa y terrible, que lentamente va cayendo sobre todos nosotros, te recuerda que tenés un amigo, un cajero automático que te habla con voz humana y que repite su mensaje de aliento: “No se puede hacer ninguna operación”.

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