PáGINA 3
Te amarás
Por Michel Houellebecq
No me gusto. Apenas siento algo de simpatía por mí; y poco y nada de respeto. Es más: no estoy demasiado interesado en mí. Cuando era adolescente, y luego, cuando era un hombre joven, estaba completamente satisfecho conmigo; ya no. La mera idea de contar una anécdota personal me sumerge en un aburrimiento rayano en la catalepsia. Cuando no me queda otra opción que contarla, miento.
Paradójicamente, nunca me arrepentí de reproducirme. Incluso se podría decir que amo a mi hijo, y que lo amo más cada vez que reconozco en él los rastros de mis propios defectos. Los veo desplegarse con un determinismo implacable, y me regocijo. Me regocijo sin ninguna modestia al ver repetidas, incluso vueltas permanentes, características personales que carecen de toda peculiaridad rescatable, características por lo general dignas de piedad, cuyo único mérito es ser mías. Es más: ni siquiera son exactamente mías; soy consciente que provienen directamente de ese soberano conchudo: mi padre. Pero nada de eso quita la felicidad que siento. Y esta felicidad es más que mero egoísmo: es más profundo, más indisputable.
Por otro lado, lo que me deprime de mi hijo es verlo desplegar (¿se debe acaso a la influencia de su madre? ¿a los tiempos diferentes en los que vivimos? ¿pura individualidad?) características de una personalidad autónoma, en la que no me puedo reconocer y que me resulta completamente extraña. Lejos de maravillarme por esto, descubro que sólo dejaré en el mundo una imagen tenue e incompleta de mí.
La filosofía occidental no alienta sentimientos de este tipo. Son sentimientos que no dejan margen para la libertad y la individualidad, y aspiran a una repetición tan eterna como idiota. No hay nada original en ellos; son compartidos por la gran mayoría de la humanidad, incluso del reino animal; y no son sino la memoria viva de un instinto biológico arrollador. La filosofía occidental es un entrenamiento largo, paciente y cruel cuyo objetivo es convencernos de que unas pocas ideas malas son correctas. La primera idea es que debemos respetar a otros hombres porque son diferentes a nosotros; la segunda es que tendremos algo que ganar en el momento de nuestra muerte. Hoy, gracias a la tecnología occidental, esta fachada comienza a resquebrajarse. Por supuesto que me clonaré apenas pueda; por supuesto que todos se clonarán apenas puedan. Viajaré a las Bahamas, Nueva Zelanda o las Canarias; pagaré el precio que me pidan (las demandas financieras y morales han contado siempre poco al lado de la demanda de reproducción). Tendré dos o tres clones, igual que ustedes tienen dos o tres hijos. Entre cada nacimiento, dejaré una brecha adecuada (no demasiado ancha, no demasiado angosta). Como el hombre maduro que soy, me comportaré como un padre responsable. Me aseguraré de que mis clones reciban una buena educación. Y después moriré. Moriré sin placer, porque no deseo la muerte. A través de mis clones, habré alcanzado una forma de supervivencia –no completamente satisfactoria, pero superior a la que me hubieran ofrecido los hijos convencionales–. Por el momento, es lo más que la tecnología occidental puede ofrecer.
Mientras escribo, me resulta imposible prever si mis clones nacerán fuera del vientre de una mujer. Lo que aparenta ser, para al neófito, más sencillo (el intercambio nutricional a través de la placenta es a priori menos misterioso que el acto de la fertilización) resultó lo más complicado de replicar. En un futuro en el que la técnica haya progresado lo suficiente, mis futuros chicos, mis clones, pasarán el comienzo de sus existencias en un frasco; y eso me entristece un poco. Me gustan las conchas de mujer, me gusta estar en sus úteros, en la cálida elasticidad de sus vaginas. Comprendo los requerimientos de la técnica; comprendo las razones que llevarán, progresivamente, hacia la gestación in vitro; sólo me permito, en este punto, un ramalazo de nostalgia. ¿Tendrán, ellos, mis queridos pequeños, una debilidad por las conchas? Por su propio bien, esoespero. Existen múltiples fuentes de entretenimiento en el mundo, pero pocos placeres –y pocos de ellos son inofensivos.
Si consiguen desarrollar el frasco, mis clones nacerán sin ombligo. No sé quién fue el primero en utilizar, despectivamente, el término “literatura ombliguista”; pero sí sé que siempre me irritó ese cliché. ¿Qué interés puede haber en una literatura que pretende hablar de la Humanidad excluyendo toda consideración personal? Los seres humanos son mucho más parecidos de lo que pretenden; es más fácil de lo que parece alcanzar lo universal hablando de uno. Y ahí encontramos una segunda paradoja: hablar de uno es una actividad tediosa, incluso repelente; pero escribir sobre uno es, en literatura, lo único que vale la pena hacer, al punto que medimos –en términos tan clásicos como correctos– el valor de un libro de acuerdo a la capacidad del autor para involucrarse personalmente con él. Podrán considerar esto grotesco, incluso enfermizamente inmodesto, pero es así.
Mientras escribo estas líneas, no hago sino mirarme el ombligo, literal y figuradamente. Rara vez pienso en él. Este pliegue de carne porta la marca de un corte, un nudo hecho a las apuradas; es la memoria de las tijeras que, sin debido proceso, me arrojaron al mundo y me dijeron que me cuidara solo. Ustedes tampoco escaparán a esta memoria; ya de grandes, incluso de ancianos, preservarán, intacto, el rastro de ese corte. En cualquier momento, a través de ese hoyo mal cerrado, sus órganos más íntimos podrían desparramarse sobre el mundo. En cualquier momento, podrán yacer muertos como un pez al que matan de una pisada. Recuerden las palabras del poeta: “El cuerpo de Dios se retuerce / ante nuestros ojos / como un pez exhausto / que pisamos hasta matar”.
Pronto estarán allí, oh niños fútiles. Serán como dioses –y no será suficiente–. Vuestros clones podrán no tener ombligo, pero tendrán una literatura ombliguista. Vosotros también seréis ombliguistas. Vuestro ombligo será cubierto de tierra; y la tierra les cubrirá el rostro.