PáGINA 3
Fundamentos del fundamentalismo
por Terry Eagleton
Hay dos cosas deseables para combatir al fundamentalismo. La primera es no ser un fundamentalista. La guerra que el gobierno de los Estados Unidos libra contra el movimiento se ve de algún modo comprometida por el hecho de que los mismos que la han emprendido son unos fanáticos recitadores de las Escrituras para quienes la vida humana sólo es sagrada hasta el momento del nacimiento. Es como contratar a Henry Kissinger para que investigue una matanza en masa, que es lo que George Bush hizo hace poco cuando le encargó hurgar en los entretelones del 11 de septiembre. Los fundamentalistas de Texas no están muy bien posicionados para salir a la caza de la variedad talibán.
La segunda cosa deseable es saber qué es el fundamentalismo. La respuesta es menos obvia de lo que parece. Fundamentalismo no significa simplemente gente con creencias fundamentales, ya que en esa categoría puede entrar cualquiera. Ser una persona quiere decir estar constituido por ciertas convicciones básicas, aun cuando éstas sean profundamente inconscientes. En última instancia, uno es aquello de lo que no puede escapar. Esas convicciones no deben ser necesariamente abrasadoras ni llamativas; ni siquiera deben ser verdaderas; simplemente tienen que caerse de maduras: creer, por ejemplo, que Caracas está en Venezuela o que está mal torturar bebés. Son creencias que no elegimos sino que nos eligen. Los escépticos que dudan de que se pueda saber algo con certeza tienen al menos una convicción fundamental. “Fundamental” no necesariamente significa algo “por lo que dar la vida”. Uno puede estar profundamente convencido de que la calidad de vida en San Francisco es superior a la de Nairobi, pero eso no quiere decir que esté dispuesto a morir por ello.
No siempre los fundamentalistas son gente que te agarra del cuello con una mano mientras con la otra pega puñetazos en la mesa. Muchísimos ejemplares de la especie practican la suavidad y la discreción. No es un problema de estilo. Así como lo contrario del fundamentalismo no es la tibieza, ni ese tedioso prejuicio liberal según el cual la verdad reside siempre en un punto medio. La tolerancia y la parcialidad no son incompatibles. Los antifundamentalistas no son gente que carezca de creencias apasionadas; son gente que incluye, entre sus creencias más apasionadas, la convicción de que usted tiene tanto derecho a tener una opinión como ellos. Y por eso sí algunos están dispuestos a dar la vida. Una vez, entrevistado para cubrir un puesto en la Universidad de Oxford, al historiador A.J.P. Taylor le preguntaron si era cierto que profesaba ideas políticas extremas, a lo que él respondió que sí, pero que las profesaba con moderación. Tal vez estuviera insinuando que era un escéptico secreto, pero puede que sólo haya querido decir que no estaba de acuerdo con imponerles sus creencias a los demás.
Los primeros que usaron la palabra “fundamentalismo”, a principios del siglo pasado, fueron los norteamericanos cristianos y antiliberales, que reconocían siete fundamentos en su fe. La palabra, pues, no es uno de esos términos despectivos –”negro”, “gordo”– que los demás le aplican a uno desde afuera. Nació como una orgullosa autodescripción. El primero de esos siete fundamentos era la creencia en la verdad literal de la Biblia; y quizás ésa sea la mejor definición del fundamentalismo. Básicamente es un problema textual. Los fundamentalistas creen que nuestra moneda lingüística sólo es confiable si la respalda el patrón oro de la Palabra de las Palabras. Ven a Dios como a un fijador policial del sentido humano. Ser fundamentalista significa apegarse estrictamente al libreto, lo que a su vez significa temer profundamente a todo lo que sea improvisado, ambiguo o indeterminado.
Pero los fundamentalistas no se dan cuenta de la contradicción que hay en la expresión “texto sagrado”. Puesto que la escritura supone sentidos que pueden ser manipulados por cualquiera, en cualquier momento, sucarácter siempre es profano y promiscuo. Todo sentido puesto por escrito está llamado a ser antihigiénico. Si las palabras pudieran tener un solo sentido no serían palabras. El fundamentalismo es la condición paranoide de aquellos que no comprenden que lo aproximativo no es un defecto de la existencia humana sino lo que la hace funcionar. Parecen pensar que la mejor manera de no dejarse desconcertar por la altura del Everest es medirlo hasta el último milímetro. No es de extrañar que los fundamentalistas aborrezcan la sexualidad y el cuerpo: en un sentido, toda carne es aproximativa, y todo acto sexual es un intercambio aproximativo.
El autor del Nuevo Testamento conocido como Lucas probablemente esté al tanto de que Jesús nació en realidad en Galilea. Si necesita hacerlo nacer en Judea es porque el Mesías debe surgir de la casa de David en Judea. Un Mesías oriundo de la tosca Galilea sería como uno oriundo de Gary, Indiana. De modo que Lucas inventa tranquilamente un censo romano –del que no existe la menor evidencia– que exige, a los efectos del registro, que todo el mundo regrese a su lugar natal. Como José, el padre de Jesús, viene de Belén, en Judea, él y su mujer obedecen y vuelven a pie al pueblo, donde Jesús nace con total conveniencia.
¿Obligarlos a volver a sus lugares de nacimiento? Difícil pensar una manera más absurda de censar a la población de todo el imperio Romano. ¿Por qué no censarlos allí donde están? Una idea tan alocada no habría provocado más que caos. Los embotellamientos resultantes habrían convertido a la dirección de tránsito de Londres en una oficina despreocupada. Y sin duda nosotros nos habríamos enterado de esa cuadriculación internacional por testigos más desinteresados que Lucas. Los fundamentalistas, sin embargo, están obligados a tomarle la palabra.
En realidad, los fundamentalistas son necrófilos: están enamorados de una letra muerta. Para que pueda imbuir la vida de la certidumbre y la determinación de la muerte, la letra del texto sagrado debe estar rígidamente embalsamada. En un momento de descuido, el evangelio de Mateo muestra a Jesús encaminándose hacia Jerusalén a lomo de potro y de burro simultáneamente, en cuyo caso –según una lectura fundamentalista– el Hijo de Dios debió tener una pierna en cada uno.
El fundamentalista sostiene una versión algo enfermiza del argumento conservador de las esclusas: apenas dejemos que un automovilista vomite por la ventana de su auto sin caer preso, todos los automovilistas se pondrán a vomitar por la ventana de sus autos y las calles se volverán intransitables. Es esa clase de ansiedad patológica, llevada al extremo, la que el año pasado empujó a la policía religiosa de La Meca a obligar a unas alumnas a volver a su escuela en llamas porque no llevaban puestas sus túnicas ni sus capuchas, y la que inspira a los norteamericanos amantes de la familia, que están ávidos por incinerar a Irak, a acribillar a balazos a los médicos que interrumpen embarazos. Leer el mundo literalmente es una forma de demencia.