Domingo, 9 de marzo de 2003 | Hoy
El estreno de Chicago y su arrasador número de nominaciones al Oscar (13) vuelven a poner al musical en el centro de la escena, algo que parecía difícil después de Moulin Rouge. Por no hablar del clima sombrío que se cierne por la inminencia de una guerra. Pero precisamente por esto, José Pablo Feinmann sale al rescate de uno de los géneros más amados y odiados, lo defiende del odio antiimperialista del que es injusta víctima, sostiene que si vamos por caso hasta Cantando bajo la lluvia contiene referencias al macartismo, y explica por qué, después de todo, el musical siempre vino a decir que es posible cantar, incluso en la mala, bajo la lluvia. De agua o de misiles.
Por José Pablo Feinmann
Malos tiempos para escribir
sobre comedias musicales. Con una guerra misilística encima todo remite
a la seriedad, incluso al dramatismo. Por el contrario, una primera lectura
de las comedias musicales diría que se ocupan de sentimientos banales,
de relaciones humanas frívolas, de gente que canta, que baila y termina
siempre por enamorarse y ser feliz. Se trata de una lectura tan superficial
como la superficialidad que se pretende adjudicarle al género. Un género
tan elástico, tan rico, tan hondamente trabajado a lo largo de largas
décadas que ha podido entregar productos tan distantes como la trágica
Dinero del cielo (Pennies from Heaven, Herbert Ross) o la deliciosa Todos dicen
te quiero de Woody Allen o la sociopolítica Cabaret de Bob Fosse o la
infinita Cantando bajo la lluvia, que, acaso como un cliché de los tiempos
pero no sin razón, todos ubican entre las diez mejores películas
de la historia del cine. Hay una película con Doris Day y James Cagney
que se llama Amame o déjame. Lo mismo con las comedias musicales. Si
a usted no le gustan, deje ya mismo de leer estas líneas y siga con sus
arraigadas convicciones, no me siento capaz de alterarlas. A cierta altura de
la vida todos aman o dejan las comedias musicales. Es un asunto resuelto. Con
la ópera, lo mismo. Un programa radial sobre el arte del bel canto definía
a la ópera como un arte con muchos apasionados y muchos indecisos.
Tenía su gracia la definición, pero era inexacta. La ópera
no tiene indecisos. Amame o déjame, dice como le decía Doris Day
a James Cagney. No hace mucho escuché decir a alguien: Odio la
ópera, ese género de gordos y gordas que gritan hasta para pedir
la escupidera. (Es posible que lo haya leído en algún lado.
Me suena a frase de Raymond Chandler.) La frase es buena. Si uno no acepta ciertas
convenciones lo único que verá al ver Tosca será a unos
cuantos gordos gritando y gesticulando. Un amigo me dijo: Cuando escucho
música de Gershwin imagino a cincuenta Fred Astaire bailando. Confieso
que demoré en advertir que era un juicio condenatorio, sólo su
expresión de asco me lo reveló. Para mí, su definición
era impecable. Se lo dije. Le dije que Gershwin es ya sin lugar a discusión
alguna uno de los más grandes compositores del siglo XX y que Fred
Astaire es (para muchos y creo que para mí también) sencillamente
el más dotado, genial y sorprendente de los hombres que encarnaron el
arte de la danza durante el siglo que pasó, y durante otros también.
Era difícil que nos pusiéramos de acuerdo. Yo no tengo necesariamente
pegada la música de Gershwin a Fred Astaire, pero creo que Fred Astaire
puede bailar genialmente todas las notas que el genio de Brooklyn compuso. En
suma, la cuestión no es simple. La mayoría de los musicales requiere
la creencia en la posibilidad del amor y la alegría. Vienen a decir no
sólo que no son malos sino que tienen tanta seriedad, tanto peso como
el drama y la tragedia. Los griegos veían con el mismo interés
las comedias de Aristófanes que las tragedias de Eurípides. Shakespeare
escribió Sueño de una noche de verano o Noche de Reyes o Las alegres
comadres de Windsor y también Hamlet. Woody Allen (a quien, queda claro,
admiro mucho) desarrolló una weltanschauung personal y profunda entre
risas, en inolvidables comedias.
Otra cuestión es la actual furia antinorteamericana. ¿Por qué
ocuparnos de las películas de cantos y bailes que hizo un imperio que
hoy se revela devastador como nunca, odioso y letal? Porque Estados Unidos nunca
fue un bloque, una unicidad totalitaria. Porque las relaciones entre el arte
y la política no son lineales. Porque George Bush no vino para que por
su ceguera bélica arrojemos misiles sobre toda una cinematografía.
Y porque sí. Porque los musicales son valiosos, desbordan talento, genio.
Porque si uno observa la gráfica que le dieron a Estados Unidos en los
años treinta y mira un poco la gráfica del stalinismo y la del
nazismo, entiende por qué los yanquis ganaron en tantos terrenos. Porque
Busby Berkeley tiene toda la alegría y la imaginación y la vitalidad
que no tienen Alfred Speerni el monumentalismo staliniano. Porque los musicales
que nacen en los treinta, en plena Depresión no vienen a
paliar la crisis del capitalismo, ni a alienar a nadie (tal como una frecuente,
mecanicista y staliniana lectura lo pretende) sino para afirmar, en medio del
dolor, que la alegría aún es posible, aún espera, aún
existe. Que vale la pena seguir, aunque por ahora todo eso esté en la
pantalla plateada, lejos y cerca. Como lo estaba para Mia Farrow en el final
de La rosa púrpura del Cairo. Porque los musicales, en fin, nacieron
para decir que siempre es posible cantar, y sobre todo cantar bajo la lluvia,
en la mala, cuando el sol no asoma por ningún lado. Como ahora.
LOS AÑOS CINCUENTA
Adolph Green
y Betty Comden, los guionistas de Cantando bajo la lluvia, narran en el
prólogo a la edición del guión de Lorrimer Publishing
una historia que revela un par de cosas. Están en Francia, en algún
salón, bebiendo algo. Corren los años sesenta, finaliza esa década.
De pronto ven entrar a François Truffaut y Alain Resnais. Adolph y Betty
los reconocen: Mirá quiénes están ahí.
Desde luego: nada menos que Truffaut y Resnais. ¿Qué hacer? Deciden
que lo inevitable será pedirles algún autógrafo. Están
en esto cuando oyen que alguien pregunta: Perdón, ¿ustedes
son los guionistas de Cantando bajo la lluvia?. Era Truffaut, acompañado
por Resnais. Los dos genios de Cahiers du Cinéma los miraban fascinados.
La relación admirado-admirador, reconocedor-reconocido, se había
dado vuelta. Adolph y Betty no lo pueden creer: ¿por esa película
musical, con ese título que habían detestado, se ganaban ahora
el reconocimiento de semejantes personajes del cine serio?
Sobre este film, sólo un par de cosas. ¿Cómo se origina,
en la trama, la danza bajo la lluvia? Gene Kelly acompaña a Debbie Reynolds
a su casa, la besa levemente, ella entra y él se aleja, perdidamente
enamorado. Llueve, pero no abre el paraguas. Sublima su deseo sexual reprimido
(no entró en la casa de Debbie, no se acostó con ella) cantando
y bailando. Estoy feliz otra vez, dice la canción. Muchas
expresan este sentimiento. Woody Allen, en Hannah y sus hermanas, escucha a
Bobby Short cantar una de Cole Porter: I am in love again. El texto
es simple, pero sólo quienes hayan llegado al abismo, a ese lugar en
que el retorno a la vida parece imposible, saben lo que significa. La felicidad
transforma a Kelly en el niño lúdico que había olvidado.
Hace equilibrio sobre el cordón de la vereda. Salta sobre los charcos,
chapotea. Se sube a un farol de alumbrado y ofrece a la lluvia su cara feliz.
Todo este despliegue vital, desinhibido, enfrenta a su enemigo de siempre: a
ese policía adusto, con una enorme chapa en la solapa izquierda de su
impermeable negro, que vino a reprimirlo. Si recordamos que Cantando... es de
1952, pleno macartismo, advertiremos que Kelly y Stanley Donen no dejan pasar
el clima persecutorio de la época. El poder vigila, controla, reprime.
El policía logra que Kelly interrumpa su danza y su canción. Kelly
sube a la vereda, se sacude los zapatos mojados, mira al policía y le
dice que sólo canta y baila bajo la lluvia. Apresurado, se
va y, al cruzarse con un peatón aterido, le da su paraguas, él
no lo necesita porque su alegría lo protege.
Bien, usted puede creer esto o reírse a carcajadas. Confieso que me divertí
un poco sugiriendo una lectura seria, política de la rutina de Kelly.
Hay quienes necesitan verla de ese modo para aceptarla. No es necesario. También
se la puede ver como la danza de un hombre que está, sencilla y poderosamente,
feliz y no tiene problemas en expresarlo, acaso porque no lo hizo nunca. Porque
nunca hasta esta noche lluviosa en que besó a su chica fue
feliz.
Brindis al amor (The Band Wagon, 1953) es, entre otras cosas, la mejor película
de Fred Astaire. Nunca se estrenó en la Argentina. Perón tenía
un problema con las distribuidoras norteamericanas y el gran film de Astaireno
entró. En fin, Perón hizo cosas peores. También mejores,
cómo negarlo. Pero, definitivamente, las hizo peores que bloquear el
estreno de Brindis al amor, que no aconsejaría interpretar como una patriada
antiimperalista. El film fue dirigido por el gran Vincente Minnelli y es levemente
después de Cantando... el mejor musical de Hollywood. (Se consigue
con facilidad en video.) Lo fundamental de este film, lo que lo torna insoslayable,
es un pas des deux que hacen Astaire y Cyd Charisse, la reina de la comedia
musical en los cincuenta y acaso la más talentosa bailarina que haya
habitado los musicales de todos los tiempos. También, qué duda
podría caber, las mejores piernas del cine. Astaire y Charisse -en el
film tienen orígenes artísticos diversos: ella viene del
baile clásico (Charisse se formó en los Ballet Russes) y él
es un tap dancer. ¿Podrán bailar juntos? No lo saben. Tienen un
show que montar y todo depende de la realización de esa posibilidad.
Llegan al Central Park, caminan en silencio y de pronto Charisse hace un paso
de danza sutil, pero convocante. Astaire la sigue y lo que sigue es pura magia.
Bailan Dancing in the Dark y todo es como un largo beso, como un
hondo acto de amor, un apareamiento sublime. Él es tan sobrio, ella es
tan hermosa y destellante, y los dos no parecen tocar el suelo. Él tiene
un traje blanco y ella un vestido suelto, lleno de vuelo, que baila sobre su
cuerpo. Es como un Monet. Como el comienzo de la primera balada de Chopin, la
que Polanski utiliza en El pianista, en la escena inolvidable en que el judío
toca el piano para el nazi que le dará de comer. Mire, si usted ve a
Charisse y Astaire bailar Dancing in the Dark y no le pasa nada,
caramba, preocúpese.
CONTRA EL NATURALISMO
A fines de los
cincuenta, los musicales no sólo agonizan, parecen morir. De hecho, las
grandes figuras como Astaire, Kelly o Charisse aparecen episódicamente
en films nostalgia o intentan la actuación con limitada fortuna. Se aproxima
un cambio. El esquema narrativo de gran simpleza, de gran efectividad
busca ser alterado. Ese esquema era: muchacho conoce chica - muchacho pierde
chica - muchacho canta - muchacho recupera chica. Final feliz. También
se acerca la aparición de films en que la música y las canciones
tienen un verosímil más fuerte. Un elemento que siempre alteró
a los enemigos de las comedias musicales fue el del surgimiento súbito
de las rutinas de baile y canto. Donde estuviesen los personajes, si había
que cantar, cantaban. Si había que bailar, bailaban. Enseguida se escuchaban
orquestas que surgían de la nada, que no tenían un verosímil
en la trama. ¿Dónde está la orquesta que acompaña
a Gene Kelly ni bien éste se larga a cantarle a Leslie Caron en Un americano
en París? ¿Por qué Fred Astaire da dos pasos en una habitación
y suenan los violines, las trompetas, los saxos? Sin embargo, ¿qué
se exige con esto? ¿Que los musicales sean naturalistas, que rindan culto
a la verosimilitud? No parecen haber sido diseñados para eso. Cuando
Busby Berkeley, en Volando a Río, pone a unas muchachas a bailar en el
ala de un avión, no se preguntó si eso podía ocurrir en
la llamada realidad. (Por otra parte, sería aconsejable no
ponernos a discutir largamente acerca de qué es la realidad. Desde Platón
hasta, pongamos, Lacan hay mucho que decir.) El musical establece su propia
realidad. Creo que Slavoj Zizek en Mirando al sesgo tiene un capítulo
llamado Cuán real es la realidad. Brevemente: la realidad
no es lo real, la realidad es un complejo sistema simbólico que precede
al sujeto. La realidad es una construcción lingüística. Y
no sólo lingüística. Es lo que Hegel llamó Sittlichkeit.
José Nun lo explica como sigue: No se trata únicamente de
que llegamos a un mundo que nos precede largamente y no nos esperó para
desarrollarse y de que nacemos y nos criamos en una familia, habitamos un pueblo
o una ciudad, asistimos a escuelas, iglesias, clubes, etc., sino que hasta nuestros
sentimientos más íntimos se expresan a través dellenguaje,
que es también una creación colectiva muy anterior a nosotros
(Variaciones sobre Hegel). Este universo simbólico es la realidad. De
esta forma, podríamos decir que los musicales crearon su propia realidad.
Es una realidad no real, una realidad simbólica en la que rigen legalidades
que no rigen en otros ámbitos. Esto es crear un género, luego
a ese género se lo puede traicionar, violentar, trabajar
en sus bordes, entrar o salir de él, pero alguna vez tuvo que ser establecido.
Si el que se sienta a ver un musical no entra en ese universo de
legalidades propias que el género propone, lo va a encontrar absurdo,
irreal, disparatado, inverosímil.
Claro que en la realidad la gente no se larga a cantar y a bailar,
y de inmediato aparece no se sabe de dónde una orquesta que
la acompaña. Pero en la realidad que los musicales crean,
sí. Si yo escucho Madame Butterfly y pierdo el tiempo en irritarme porque
la protagonista es gorda en lugar de escuchar su voz y la música de Puccini,
mejor me levanto y me voy. ¿Cómo, si está tuberculosa,
va a cantar tan poderosamente la protagonista de La Traviata? Lo mismo con los
musicales. En los de Busby Berkeley, las chicas bailan sobre el ala de un avión.
Y en los de Astaire, siempre que éste mueve una pierna hay una orquesta
que suena. El resto es naturalismo. El culto al objeto. La estética que
pretende entregar la realidad sin mediaciones, lo cual es absurdo. El arte es
siempre constituyente. Establece su propio espacio, su propia mirada, su punto
de vista, su ineludible subjetividad. Ni aunque uno ponga una cámara
durante 24 horas frente a un puesto de chorizos va a atrapar la realidad. ¡Filmemos
a los pobres, ésa es la realidad! No, ésa es otra estética.
La cámara establece un punto de vista. ¿Cuál es el punto
de vista de la realidad? La realidad no tiene punto de vista.
Y, en última instancia, tiene el punto de vista del poder. El punto de
vista que establece verticalmente la verdad.
Todo esto los musicales lo hacen explícito. Nosotros mentimos. Todo esto
es mentira. Es la gran mentira que construimos para crear este género.
Si usted la cree, la disfrutará; si no, busque otra cosa.
LOS AÑOS SESENTA
La década
del sesenta empieza con uno de los mejores musicales jamás filmados.
No tiene final feliz porque se basa en Romeo y Julieta y todos saben que esos
dos chicos shakespeareanos tienen destino trágico. No obstante, el que
aquí muere es Romeo. Julieta, como sea, no queda muy feliz que se diga.
El film marcó una época, todos cantaron las canciones de Bernstein
y Sondheim, y no hubo coreógrafo en el entero mundo que no copiara las
coreografías de Jerome Robbins. Se trata de Amor sin barreras (West Side
Story). El enfrentamiento entre gangs de Nueva York, antes que Scorsese. Los
Jets y los Sharks. El gran número musical es America, donde
Rita Moreno y George Chakiris hacen maravillas. Todo es gratis en América...
si tienes cuidado con tu acento. La única falla es el protagonista,
Richard Beymer, que luego nunca hizo nada que mereciera recordarse. Todos los
críticos coinciden en señalar que Natalie Wood también
fracasa, pero es discutible. Su versión de Im so pretty
está bien, mejor que la música, alevosamente extraída de
la Rapsodia española de Ravel. Como sea, la partitura de
Bernstein pasó al repertorio sinfónico y cuando las hermanas Laveque
la tocan en sus dos pianos, suena restallante. Dirigió Robert Wise, que
se hizo célebre por estas películas (como luego con La novicia
rebelde) y no por El luchador, una historia de boxeadores extraviados, negrísima.
Mi bella dama (My Fair Lady) es de 1964 y conserva intocada su frescura. La
dirigió George Cukor, el hombre que sabía dirigir mujeres y, bajo
su mano experta, la Hepburn (Audrey) brilla como casi siempre. Rex Harrison
se desliza sin problemas por su profesor Higgins y los números de las
carreras de caballos en Ascot (donde el vestuario de Cecil Beaton es glorioso)
o The Rain in Spain o la celebrada y muy popular La casadonde
tú vives se disfrutan ampliamente. En 1969, Bob Fosse hace su debut
con Dulce caridad (Sweet Charity) basada en Las noches de Cabiria de Fellini
y el número entre Shirley Mac Laine, Chita Rivero y Paula Kelly (Tiene
que haber algo mejor que esto) es inolvidable. También Big Spender,
con la total marca de Fosse. A Fosse, como bailarín, se lo había
visto en Kiss me Kate, la versión musical de La fierecilla domada. Este
film, de George Sidney, es de 1953 y tiene un número que hacen dos grandes
actores secundarios del cine de Hollywood. Se sabe que los secundarios han hecho
la grandeza de muchos films. Sólo bastaría pensar en los secundarios
de John Ford. (Tenemos planeado en Radar ocuparnos alguna vez de los actores
secundarios, de los maravillosos supporting actors.) En Kiss me
Kate se trata de Keenan Wynn y James Withmore. Hacen de dos tipos pesados, matones,
que aconsejan al protagonista (Howard Keel) repasar su Shakespeare.
Así, cantan y bailan una gloriosa canción de Cole Porter (Brush
up your Shakespeare) con la gracia de los viejos artistas ingleses de
variedades. Keenan Wynn semeja Chaplin y Whitmore es un memorable Buster Keaton
de los bajos fondos. Búsquela en su video. No olvidará ese número.
Camelot, de 1967, es generalmente odiada. Tal vez con razón. Fue un gran
fracaso del director Joshua Logan, pero Vanessa Redgrave (bellísima,
re-joven) y Richard Harris entregaban lo suyo y la canción Si alguna
vez te dejara es muy hermosa. Advierto aquí que ¡una
vez más! estoy justificando la visión de una película
por el carisma de sus actores. Sé que se dice de mí que hablo
más de los actores que de los directores, o que, sencillamente, hablo
demasiado de esos seres a los que Hitchcock definió como ganado:
en fin, animales. No es así. Pero no caigo en la idolatría del
director. Esto apareció en los sesenta y un libro consagró, desde
su título, la interpretación: El director es la estrella. Con
esto se consiguió que no sólo fueran los actores los insoportables
sino también los directores, que se la creyeron con total entusiasmo.
Hay libros en los que al hablar de películas sólo
se cuenta la biografía del director. Algunos autores españoles
son fatales para eso. Pura tontería. Un film es una totalidad y una totalidad
tiene muchas partes; el director es una. Fundamental, sin duda. Pero también
otras lo son. Los actores, por ejemplo. O los estúpidamente llamados
técnicos. Dean Tavoularis sería un técnico.
Gordon Willis. O Edith Head. O Max Steiner. ¡Vamos! ¿Qué
habría sido de Hitchcock sin la música de Bernard Hermann? Ni
bien se desprendió de él (y de mala manera) sólo hizo salvo,
en alguna medida, Frenesí basura, propaganda anticomunista, panfletos
de la Guerra Fría. (Scorsese llamó a Hermann para Taxi Driver
y el score del maestro fue sublime.) En cuanto al ego de los actores, ¿cómo
discutir eso? Son, con frecuencia, intolerables. Pero también lo son
los directores ni bien logran su primera foto en la tapa de alguna revista.
Y también lo somos los escritores. Raymond Chandler, que conocía
Hollywood como pocos, lo dijo con precisión: La mayoría
de los escritores tiene el egotismo de los actores sin su belleza física
ni su encanto (El simple arte de escribir). Lo mismo vale para los directores.
Los sesenta terminan con Hello Dolly!, que dirigió sin gracia Gene Kelly,
muy lejos de Cantando... (lo que lleva a atribuirle los mayores méritos
de aquella joya a Stanley Donen), con música muy popular de Jerry Herman,
con Louis Amstrong dibujando su propia caricatura, con Walter Matthau haciendo
su perenne cascarrabias y con Barbra Streisand que a muchos les gusta y a muchos
no. Alguna vez habrá que decidir esta cuestión. Cuando era muy
jovencita se presentó en el show de Judy Garland y Judy, luego de oírla
cantar, le dijo: ¡Sos muy buena! ¡Te odio!. Y Judy Garland
sabía. Pero sólo la escuchó cantar. No la vio bailar, ni
actuar, ni dirigir, ni producir. En fin, Barbra es, para mí, un enigma.
Hay cosas que hace bien, pero otras...
LOS AÑOS SETENTA
Bob Fosse intenta
con Cabaret (1972) su obra más ambiciosa. Lo intenta y lo consigue. No
siempre ocurre esto. Mucha gente ha intentado su obra más ambiciosa y,
precisamente por eso, le salió un mamarracho. A Fosse, no. Cabaret tiene
estructura teatral, pero esto le permite verosimilitud en el acontecimiento
de los números musicales, dado que todos ellos tienen por lugar el escenario
de un cabaret berlinés, un espacio decadente de la República de
Weimar, lleno de personajes ambiguos, de humo y canciones desesperanzadas, el
Kit Kat Club, donde reina su estrella, Sally Bowles, una chica azarosa que ha
caído por ahí como por tantos otros lados, que canta, que baila
y es igual a Liza Minnelli, en el papel de su vida, al que ni por asomo, jamás,
volverá a acercarse. Le alcanzó, ganó un Oscar, se convirtió
en una estrella, dejó de ser simplemente la hija de Vincente
Minnelli y Judy Garland y fue, para siempre, ella. Pudo, incluso, no repetir
el destino trágico de su madre, aunque en ocasiones lo insinuó.
El film de Fosse es grande, tiene su talento de gran coreógrafo, ambiciones
narrativas y hasta sociopolíticas. Joel Grey fue inolvidable como el
maestro de ceremonias. Entre él y Liza hacen maravillas siempre que están
juntos y muy especialmente cuando bailan y cantan el número que se empeña
en decir que el dinero hace rodar al mundo. Liza se canta todo y lo que se canta
es, en gran medida, lo que siguió cantando a lo largo de los años
que siguieron, ya que quedó muy pegada a Sally Bowles, no en la medida
en que Bela Lugosi a Drácula, zafó más. Pero Tal
vez ahora o Cabaret las cantó incansablemente. El film
tiene apuntes valiosos sobre el surgimiento del nazismo. Sobre todo en la única
canción que se canta fuera del escenario del Kit Kat Club, un himno nazi
en terrorífico crescendo que se llama El mañana me pertenece,
y que ocurre al sol, en la tierna campiña alemana, y que surge de la
joven garganta de un muchachito inocente que, a medida que canta, se va transformando
en un furioso guerrero nacional socialista.
Fosse sale muy fortalecido de este film y, unos años después,
hace lo mismo que Fellini en 8 y medio, un canto a sí mismo. Lo hace
bien, tal como Fellini lo hizo, porque uno no niega que eso que ellos han demostrado
al mundo, que son geniales, es cierto, lo único cuestionable es, acaso,
que luego de un gran éxito, y hasta de un gran film, algunos directores
incurran en películas megalómanas, como All That Jazz, como la
mencionada de Fellini y hasta como Recuerdos de Woody Allen. No deja de ser
comprensible. Conozco a muchos que si hubieran hecho La dolce vita o Cabaret
o Annie Hall, luego habrían hecho un film de cuatro horas titulado Yo.
(El autor de estas líneas, argentino y porteño, no
se excluye de esa posibilidad.)
En los setenta está Travolta. Está otra vez Streisand con Funny
Girl, que dirige con su habitual oficio para estas cosas Herbert Ross. Está
Robert Altman con Nashville. Scorsese con New York, New York, un fracaso de
aquellos. Y de nuevo Travolta con Olivia Newton John y Grease. La mejor es Nashville,
que, además, insiste en el concepto ampliado del musical. Ya no es comedia
musical. El musical puede ser triste o trágico. Y los números
musicales están situados, como en Cabaret. Aquí, el
Festival de Nashville funciona como el escenario del Kit Kat Club. En 1979,
La rosa, un gran trabajo de Bette Middler. Para mí, el único realmente
bueno que hizo. Y durante parte de los cincuenta y los sesenta hay muchas películas
de Elvis. Si no digo nada de ellas es porque no vi ni una, jamás, ni
por error. Algo, a veces, por la tele. Ese rock de la cárcel es divertido.
Y si está con Ann-Margret, mejor. Ann-Margret y Tina Turner se sacan
chispas en Tommy (1975), que es inglesa y que dirige Ken Russell, quien, antes,
en 1971, había hecho El novio, una maravilla con Twiggy y una fugaz pero
sensacional Glenda Jackson. No hay palabras para El novio, un deslumbramiento
del principio al fin.
LOS AÑOS OCHENTA
En los comienzos
de los ochenta surge uno de los más grandes musicales de la historia.
Lo dirige Herbert Ross y lo protagonizan Steve Martin, Bernadette Peters y el
infinito Christopher Walken. Se llama Dinero del cielo (Pennies from Heaven)
y arroja todos los verosímiles al demonio, ya que se trata de la triste
muy triste historia de un vendedor de canciones que empieza (en plena Depresión)
a vivir un mundo paralelo al de su vida oscura, el mundo de las canciones que
vende. Se utilizan los clásicos de los treinta y, ni bien empieza el
film, Steve Martin empieza a cantar pero no canta él, de su boca sale
la voz de Billie Hollyday. El espectador no lo puede creer, se enfurece, putea
a los musicales como nunca lo ha hecho, y luego se entrega y la historia lo
atrapa hasta un final en que no falta la soga del ahorcado, donde la alegre
canción Pennies from Heaven suena más triste que esa
marcha de esa sonata de Chopin, la fúnebre. Ustedes saben que Gordon
Willis es el director de fotografía predilecto de Allen y que sin él
Zelig no habría sido posible. Vean: lo que aquí hace Willis con
la luz y con la sombra las grandes armas de un fotógrafo, las esenciales
no tiene paralelos. Ross dirige su mejor película. Martin hace el papel
de su vida. Bernadette Peters araña el lugar que Hollywood debió
haberle dado y no le dio. (La Peters es una de las grandes figuras de la historia
de Broadway. Su voz, su figura regordeta y graciosa, sus rulos interminables
y su talento histriónico son monumentales. Acaso la hayan visto en otros
films o en Bernadette Peters en concerto que pasa a menudo Films & Arts.
Canta excesivamente canciones de Stephen Sondheim, pero nadie es perfecto. Aunque
ella con menos Sondheim lo sería. Hollywood la usó
poco y mal. Quizás no la encontraron suficientemente hermosa. O siempre
le vieron los kilos no muchos de más que tenía. Fue
una gran torpeza. La mina es genial. Como fuere, Broadway fue de ella siempre
que apareció por ahí. No es poco.) Pero el desmadre total, el
número enloquecedor de este gran film maldito (fue un fracaso, no recaudó
un mango, lo vieron pocos) está a cargo de Christopher Walken, que hace
un strip tease explosivo, que baila como uno jamás hubiera pensado que
Christopher (que, se supone, no es bailarín) podría bailar. Y
aquí no hay trucos como tienen trucos las chicas de Chicago. Es 1981
y la digitalización está lejos. Lo que tenés, lo tenés;
lo que no, no hay máquina que te lo dé. Christopher tiene todo.
Gracia, sensualidad, ambigüedad, todo.
Es de una impecable coherencia histórica que Pennies from Heaven ocurra
durante la Depresión. Ahí nacen los musicales. Nacen para morigerar
la tristeza. Cité, al comienzo, el final de La rosa púrpura del
Cairo. Una desolada Mia Farrow entra en un cine, se sienta y mira ahí,
lejos, en la lejana pantalla, a Fred y Ginger bailar Cheek to Cheek.
¿Qué le podemos decir? Señora, no se deje engañar.
Esos musicales los hace el capitalismo para que usted olvide su cruel realidad.
Ella diría: A eso vengo. A olvidarla. Una hora y media, al menos.
En Pennies from Heaven el olvido no llega. Steve Martin pese a intentarlo
durante todo el film no logra eludir la larga mano de la tragedia. Gran,
gran película.
En los ochenta, el material es rico, abundante. Aquí, ya tenemos que
hablar de películas con números musicales incluidos. Comedias
o dramas. Hay dos de Coppola: Golpe al corazón, que fracasó, y
The Cotton Club, que no fracasó, aunque tampoco rompió nada. Está
Dulces sueños, la historia de una cantante country que permite dos grandes
trabajos de Jessica Lange y Ed Harris. Está Victor Victoria, que tiene
cosas buenas y una sensacional: Lesley Ann Warren cantando y bailando Chicago
Illinois con un gracia procaz, con un desenfado excitante, inolvidable.
Está Round Midnight, de Bertrand Tavernier, con actuación y saxo
entrañables de Dexter Gordon (¡qué buena es esta película!).
Está Bird, el esforzado homenaje de Clint Eastwood a Charlie Parker,
con el gran Forrest Whitaker. Está Flashdance, que destila electricidad,
adrenalina, que tiene la memorable secuencia dela rutina de examen de la protagonista
y que tiene a Jennifer Beals que apuntaba a lo más alto hasta que la
deterioraron demostrando que no era ella la que bailaba. Por fin, en 1989, está
Los fabulosos Baker Boys, película con números musicales,
todos situados en los hoteles que los protagonistas dos pianistas y una
cantante recorren. Tiene un número que se transformó en
un clásico: Jeff Bridges toca el piano y Susie Diamond (Michelle Pfeiffer),
con vestido rojo, canta y se contonea sobre ese piano en tanto ofrece una versión
lenta y muy sexy de Making Woopee. El film consagró a Pfeiffer,
que se lo merecía. Le iban a dar un Oscar, pero se lo dieron a Jessica
Tandy, para que no se muriese sin tener uno. Así es Hollywood. Goldie
Hawn, en El club de las divorciadas, dice que hay tres etapas en la carrera
de una actriz: Joven, abogada y Conduciendo a Miss Daisy. Acaso
Michelle gane cuando, a los noventa, haga Conduciendo a Miss Rose. Sin vestido
rojo.
CHICAGO
En los noventa
está Todos dicen te quiero, y con el nuevo siglo llegan Moulin Rouge
y Chicago. Pero atención: en los noventa (en 1995) también está
Showgirls de Paul Verhoeven, con las hermosísimas Elizabeth Berkley y
Gina Gershon. Este film rechazado furiosamente por la pacatería
del medio pelo norteamericano tiene escenas divertidísimas, súper
eróticas, tiene dos minas sensacionales como la Berkley (no le perdonaron
este film, la crucificaron) y la dotada Gina Gershon, con esa boca increíble
hecha para el ratoneo infinito de quien la mire. El film es dislocado, loco,
kitsch, tramposo, sexual, amoral y pura basura. Pero, ¿cómo no
divertirse con las luchas a muerte de las bellas y malas Berkley y Gina Gershon?
Es porno soft, pero dibuja un personaje, Nomi Malone, no fácil de olvidar.
Búsquela. Véala. Tiene pésimas críticas. En Scream
II Wes Craven le hace decir a un personaje: ¿Cuál es la
mejor película de terror?. Y el otro responde: Showgirls.
Todo el establishment ha escupido sobre ella. Algo bueno tendrá. Y, créame,
lo tiene.
La de Woody Allen es una pequeña joya, desborda originalidad, los actores
aunque no lo sepan hacer, cosa que es evidente cantan, algunos,
como Julia Roberts, muy mal, otros, como Goldie Hawn, muy bien, y a otros, el
propio Allen, no se los oye. Bailan los enyesados de un hospital, los muertos
de una funeraria y los disfrazados de Groucho Marx en la fiesta del final. Moulin
Rouge apuesta a las innovaciones; una cámara que no se detiene nunca,
un videoclipismo excesivo que, sin embargo, deslumbra, anacronismos llenos de
gracia, mixtura de canciones y una historia de amor con escritor bohemio y humilde,
y prostituta con corazón bueno pero tuberculosis mortal. Chicago no pretende
innovar nada, o, al menos, lo pretende en enorme menor medida que Moulin...
Se sitúa en los treinta, en el corazón epocal de los musicales
y tiene una visión amarga que tal vez lo acerque a Pennies... pero se
aleja por su apuesta al cinismo. Es una visión cruel del capitalismo
yanqui. Hay que trepar y para trepar hay que matar y luego de matar llamar a
un abogado y el abogado convocará a los medios y los medios buscarán
sensacionalismo y luego todo seguirá igual, pero con otros protagonistas.
Es la historia de Roxie (Renée Zellweger) y, en menor medida, la de Velma
(Catherine Zeta-Jones). Roxie comete un asesinato y decide utilizarlo para convertirse
en una estrella. Velma lo es, pero Roxie la desplaza. Esto, antes, lo hizo Bob
Fosse, en Broadway. En la Argentina, bajo la dictadura, lo hicieron Nélida
Lobato y Ambar la Fox. Y ahora están las deslumbrantes Zellweger y Zeta-Jones,
dirigidas por el debutante Rob Marshall. No hay un minuto para distraerse en
Chicago. Todo es vértigo y todo brilla. El cinismo atraviesa la película
de parte a parte. La negra y gorda y maravillosa Queen Lafitah se roba cada
minuto en que aparece. Richard Gere, apenas zafa. Y las chicas cantan y bailan
(ayudadas por el sonido y el montaje y alguna magia digital) con energía
incontenible. Es una película imposible de resistir.Es arrasadora. Tal
vez se lleve todas las estatuillas para las que fue nominada, tal vez no. Tiene
una competidora muy fuerte en Las horas, una película tan mentirosa que
hasta a Nicole Kidman le creció la nariz. Pero esto es secundario. Zellweger
desborda carisma, deberá cuidarse de los mohínes o no encariñarse
demasiado con ellos. Zeta-Jones baila con una memorable fiereza, aún
con más fiereza que la que exhibía al espadear contra el Zorro
en el film que la consagró. No baja de peso algo que necesita
porque Michael Douglas se empeña en hacerle hijos, para frenarla. Si
Nicole Kidman se disparó a las alturas ni bien se desligó de Tom
Cruise, esta chica no tendrá límites cuando lo cuelgue a Douglas.
Si se atreve, si la dejan.
Cuando uno llega al final de una nota extensa, retorna al comienzo y la repasa,
la lee otra vez, corrige algo, tacha o agrega. Una vez hecho esto, me deslumbra
la cantidad de talento que todas estas películas han convocado. Directores,
actores, bailarines, cantantes, coreógrafos, fotógrafos, escenógrafos,
escritores de genio. ¿Cómo es posible que un país que produjo
todo esto tenga a su frente a un mono sanguinario? Sí, es posible. El
talento no implica la bondad. Y ese país produjo otras historias, terribles
historias de terribles masacres a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo,
los norteamericanos debieran saber ya, urgentemente, que están protagonizando
el peor musical de su historia. Un musical narrado por un idiota, lleno de sonido
y de furia. Donde la música será el estruendo de las bombas. Y
los bailarines, cadáveres. Un musical con muchos finales posibles, pero
ninguno feliz. Misils from Heaven, su título.
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