Dom 20.04.2003
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PáGINA 3

Preferiría no hacerlo

Por Ana Inés Larre Borges
Es difícil, a veces, darnos cuenta cuándo un gesto personal, aun íntimo, puede transformarse en un hecho público, acaso político. El 12 de marzo renuncié a integrar el jurado del Premio Onetti organizado por la embajada de España y la editorial Santillana. Tomé esa decisión sola y en silencio, como un ejercicio de libertad personal. No quería compartir el jurado con el ex presidente Sanguinetti. Lo supe de un modo más intuitivo que razonado, apenas se me comunicó la novedad de que él sería uno de los integrantes. Mi renuncia fue espontánea y prácticamente inmediata. Acaso ahora, que se pretende presentar todo el episodio como una conspiración, importe dar a conocer este doméstico testimonio.
Quizás porque el mundo se ha puesto grave últimamente –la guerra fuera, el hambre dentro–, sentí que demasiadas cosas me separaban del doctor Sanguinetti. Olvidarlo para departir cortesanamente sobre méritos literarios hubiese sido representar una farsa. Me retiré, entonces, segura de que encontrarían quien me sustituyese y sabedora de que pueden esgrimirse muchas razones para aceptar. Yo no las encontraba. A veces la mejor forma de afirmar la libertad está, simplemente, en negarse a participar.
Después, ocurrió la historia conocida, y uno tras otro los jurados convocados fueron renunciando. La suma de cada una de esas voluntades transformó el premio en un acto de repudio al ex presidente. Ha sido un repudio espontáneo y, al parecer, unánime. Y así se armó el módico escándalo. Un premio suspendido. Las numerosas firmas de escritores solidarizándose con los renunciantes. La airada carta de Sanguinetti y la consecuente amplificación de lo sucedido.
Comparados con los desastres de la guerra, con la tragedia de la desocupación, con el dolor de la diáspora o el duelo por los desaparecidos, estos incómodos manejos de la vida literaria y diplomática no son nada. Tocan, sin embargo, algunos temas, algunas prácticas que, ahora que todo se ha hecho público, puede interesar discutir.

¿Por qué el rechazo?
Aducir que el doctor Sanguinetti no está calificado para integrar un tribunal literario resulta poco convincente. En todo caso no lo está menos que el doctor Mercader, quien integró el jurado el año pasado (y nadie dijo nada), o que el embajador de España, quien lo integraría aparentemente siempre (y nadie protestó). Nos guste o no, el doctor Sanguinetti es un hombre culto e ilustrado. Personalmente considero positivo que así sea. Es preferible que un presidente sea capaz de citar de memoria a Octavio Paz y no que declare que su libro de cabecera son las obras completas de Sócrates (como hizo Menem), o que simplemente no lee (como innecesariamente precisó George Bush); es preferible que sea capaz de improvisar un discurso fluido y articulado a que saque un papelito y lea lo que otros le escriben (como hace el rey Juan Carlos o, más patéticamente –porque lee peor y se tropieza–, De la Rúa).
Sanguinetti, en cambio, “está considerado el presidente más culto de América latina”. Esta frase que cito la escribió el poeta Juan Gelman. Saber que está tomada de una de las muchas cartas que le escribió infructuosamente al entonces presidente para pedirle que lo ayudase a encontrar a su nieta desaparecida, tal vez alcance a explicar la razón última del repudio de que ha sido objeto. El presidente más culto de América latina prefirió, una y otra vez, en el tema de los derechos humanos, la razón de Estado a la de la ética. Más allá de otras diferencias –que, en lo que me es personal, atañen a su política educativa y a la fábrica de corporativismo, nepotismo y reparto de privilegios que instaló en el país el foro batllista–, ése ha sido el contencioso que tiene Sanguinetti con los escritores uruguayos. Los escritores e intelectuales de este país –digámoslo fuerte para que se entienda– le cobran el caso Gelman. Y se lo cobran barato, creo yo. ¿Qué es este pequeño desaire, este fugaz papelón, frente a la desesperación deun hombre que busca durante años a la hija de su hijo asesinado y es desoído por el poder?

¿Una cultura
del espectáculo?
En el breve reverbero de la semana transcurrida, periodistas de todo el espectro ideológico coincidían en calificar como “torpe” la integración de un jurado que por híbrido estaba destinado a fracasar. Diferían sí, en decidir si el pecado del mestizaje estaba en mezclar política y literatura o en reunir a la intelectualidad de izquierda con un presidente de derechas. Se discutía entonces de tácticas y estrategias de una política cultural. Un tema menos grave pero que no es ajeno a la cultura que entre todos estamos creando para el futuro.
Menos que una torpeza o un error, creo que la designación de personas más o menos cultas en los jurados de literatura y arte responde a una tendencia generalizada en el mundo, la que prefiere el espectáculo al prestigio y lo brilloso a lo brillante. Hasta hace algunos años un premio literario buscaba impresionar en su convocatoria poniendo como jurados a García Márquez y a Augusto Roa Bastos; hoy parece preferirse a figuras más mundanas y de mayor rating, con tal de que puedan exhibir alguna vaga relación con la materia para justificar tenuemente su presencia. La calidad ya no es la única medida. Aquí, por ejemplo, los premios Bartolomé Hidalgo, que antes premiaban la excelencia, premian ahora la cantidad de ejemplares vendidos. El arte es una industria, se repite sin pudor; la cultura da dinero, se insiste para ver si de ese modo se la tolera un poquito más. En el ancho mundo donde la literatura es un gran negocio, han descubierto que precisa de una promoción y de un glamour que difícilmente le otorguen oscuros críticos literarios, veteranos escritores patriarcales o talentosísimos jóvenes desconocidos e indocumentados. Cualquier político, en cambio, asegura más cámaras de televisión que el más erudito de los especialistas. Y hay otra regla que rima (y arrima): se otorgan honores para recibir favores.
Los usos de la farándula, además, se trasvasan a la literatura: Ricardo Piglia, el talentoso narrador argentino, posó delante de un cheque (por 50 mil dólares) del tamaño de un automóvil cuando ganó el premio Planeta por Plata quemada. El año pasado, en la primera edición de este mismo concurso en homenaje a Juan Carlos Onetti, se eligió dar a conocer el fallo en una fiesta donde estaban presentes los cuatro o cinco finalistas, un mecanismo algo sádico pero que crea la ilusión de asistir a una entrega de los Oscar. Entonces uno se sorprende bendiciendo nuestro provincianismo, porque todo termina siendo conmovedoramente casero y eso, sentimos, será capaz de librarnos de peores males.
Hay, es verdad, otra posibilidad de cambiar las cosas, de torcer esta marea de frivolidad. Está, creo, en las manos (hoy un poco más vacías) de nuestros escritores. Ellos pueden exigir. Decir con Machado lo que el sistema con soberbia olvida; aquello de que “Al fin yo nada os debo, me debéis cuanto escribo”.

Ana Inés Larre Borges es directora de la revista uruguaya Brecha, en cuyas páginas se publicó originalmente esta nota.

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