PáGINA 3
Lloren, chicos, lloren
Por Claudio Zeiger
No es menor el tema del llanto en la televisión de estos días. ¿Cómo y con qué hacer llorar? ¿Por dónde está pasando la emoción a flor de piel, otrora monopolio de la telenovela? Para no crear suspenso en vano puede adelantarse, sin temor a equivocación, que el llanto masivo en el 2003 es propiedad de “Operación Triunfo”, que llegó a hacer picos de 50 puntos de rating a viva voz y a lágrima viva. Como se aprecia, estamos hablando de televisión masiva en serio, fenómenos que claramente exceden los marcos de un programa y entran en el terreno de los efectos colectivos.
¿Recuerdan cuánto llamaba la atención el desborde de llanto en “Gran Hermano I”, cuando el reality era la más flamante novedad de la pantalla? Y luego las finales de “Gran Hermano”, donde es seguro que habrá llorado gente que ni lo había visto antes, tan solo dejándose llevar por la marea de los sentimientos ajenos. Hace poco, otro hecho llamativo: Marley –el conductor, o sea la figura de contención por excelencia– se deshizo en lágrimas (de emoción) cuando se enteró de que Pablo y Claudio (en ese momento dos posibles nominados) pasaban a la final del programa. La producción no le había avisado del cambio y Marley fue convertido súbitamente en un ingenuo espectador. Y, como se dice, se quebró. Su llanto, obviamente, llevó a más llanto. Las últimas emisiones del programa, la gala final y sus coletazos (historias de vida de los ganadores, en especial la de Claudio Basso; la elección de un nuevo participante para grabar su disco) fueron picos de terrible emotividad. Y nos hacen sospechar que hay algo bastante más decisivo de lo que podría pensarse (para la historia de la televisión) detrás de tanta lágrima.
En los años 60 se lloraba con “El amor tiene cara de mujer” y en los 70 con “Rolando Rivas, taxista”, “Pobre diabla” o “Un mundo de veinte asientos”, y unos años después era posible atribularse frente a los arrebatos patéticos de “Rosa de lejos”. Ya en los albores de los 80 (posdictadura, por cierto) se empezaba a dejar de llorar con un producto como “Amo y señor”, que apostaba más al destape en ciernes, la sensualidad y los cachetazos de Arnaldo que al amor desgarrado o a las cosas simples del barrio. Y de allí en más, derramar lágrimas de pura, desinteresada y despojada emoción se fue tornando cada vez más difícil frente a las telenovelas argentinas. En gran parte por la complejidad y sofisticación creciente de los productos (superproducciones como “Más allá del horizonte”, barrocas tiras como “Perla negra”, propuestas naïf como “Celeste, siempre Celeste” y “Muñeca brava”) y en gran parte porque ya ni las más tradicionales amas de casa deben conservar esa dosis de virginidad necesaria para creer a fondo en las ficciones de la consolación, aquellas en las que la ficción viene a corregir y mejorar la realidad, produciendo un efecto de reparación simbólica y de infinito consuelo en la vida del espectador diciendo, de una forma o de otra, que el pobre puede salir de pobre. Y sin embargo, cuando todo parecía estar definitivamente perdido para la causa de la telenovela; cuando creíamos que los tiempos cínicos iban a imponerse por siempre; cuando sólo quedaban las lágrimas de cocodrilo de los talk shows y los mediáticos, ¡oh sorpresa! vuelve el club de la lágrima de la mano de un moderno folletín sobre el ascenso social llamado “Operación Triunfo”.
¿Quién no querría vivir en la academia para siempre, protegido por unos profesores más buenos que el pan, detenido en el exacto instante en que el mundo es nuevo, al borde de cumplir el sueño, vivir una eterna final? “Operación Triunfo” es eso: una reparadora parábola sobre las ilusiones (en el imperio de los realities se habla con insistencia de “cumplir un sueño”) y el salir de pobre en un mundo sin crueldad, amortiguado por los efluvios del arte, los acordes de la música. Un mundo donde, rareza al fin tratándose de tele, se valora más la belleza interior que la belleza exterior. Y la humildad por sobre la canchereada. Ya había pasado con “Gran Hermano”: los más humildes corren con ventaja. Son ellos los que permiten de una forma u otra (de igual a igual, de padres a hijos, de adolescente proyectado en futuro artista) identificarse con los participantes como los tacheros se identificaban con Rolando Rivas en 1973. ¿Por qué a mí, o a mi hijo o a mi vecino no nos puede pasar algo bueno si les pasa a ellos? ¿Por qué no le doy la oportunidad a él que es humilde y canta bien? ¿Por qué no reparar un pedacito de la infinita injusticia del mundo?
Uno podría imaginar una telenovela imposible: se habilitan líneas para que el público llame y decida si Pablo Echarri, por poner un ejemplo, se queda con Celeste Cid o con Carolina Fal en “Resistiré”. Los guionistas deberían ajustarse a la decisión del público y continuar el guión según la votación. Pero esta telenovela es imposible porque contradice la libertad de la ficción, su condición esencial, más allá de que los géneros, los auspiciantes y los códigos televisivos impongan tantos límites. Pero en la ficción el público no decide y quiere ser consolado lo más lejos posible de la realidad. (Por eso se puede aventurar que el futuro lo esté marcando el otro gran boom de la TV de hoy, “Los simuladores”: ficción en libertad, que rompe los límites que hasta hace poco eran sagrados, una especie de súper ficción inverosímil.)
¿Qué son los simuladores sino grandes reparadores simbólicos de los males de la sociedad? La imaginación es el remedio, pero la cura es pura ficción. Puro entretenimiento. En cambio, la televisión verité, por estos días, parece estar monopolizada por “Operación Triunfo”: multitudes verdaderas aclamando a sus representantes verdaderos. Una palpitante competencia donde en el fondo nadie pierde, salvo la oportunidad. La idea de la reparación y el consuelo son tan fuertes como en aquellas telenovelas de los 70. La diferencia –vertiginosa para el futuro de la TV– es que lo que ayer era ficción hoy es no ficción. Lo que ayer terminaba con la boda de un rico y un pobre hoy es una bola lanzada hacia adelante en esta mezcla rara entre televisión popular y cultura pop. La diferencia es que el taxista Rolando Rivas no existe y el albañil Claudio Basso sí. Cuando el público reacciona –en un abrir y cerrar de ojos– la ilusión se ha vuelto realidad. ¿Cómo no llorar?