PáGINA 3
Por Yasmina Reza
1He
tenido un sueño. Mi difunto padre me visitaba.
¿Qué tal? le dije. ¿Has visto a Beethoven?
Él se enfurruñaba y meneaba la cabeza, enojado y triste:
¡Ni me hables! ¡Qué horrible encuentro!
No me digas, papá...
Muy antipático. Muchísimo prosigue mi padre.
Me acerco a él, dispuesto a abrazarlo, ¿y sabes qué me
dice? ¡Cómo se ha atrevido a tocar el adagio de la Hammerklavier!
¡Cómo ha podido pensar por un segundo en interpretar un compás
de la Hammerklavier!
¿Y tú qué le dijiste?
Discúlpeme, maestro, le contesté, lo creía
por encima de esas cosas ahora. ¿Y sabes qué dijo él?
¡Estar muerto no significa ser sensato!
2
Poco antes de morir para ser exactos, un mes antes,
mi padre me llamó desde el cuarto de baño. Estaba de pie, desnudo
ante el espejo, y me dijo, mirándose:
Mira aquí: Auschwitz. Y ahí: una mujer embarazada de siete
meses. ¿Las piernas? Conchita. Y la cara, ni más ni menos que
la Máscara de la Muerte.
De pie a su lado, contemplo en el espejo ese cuerpo que se ha vuelto tan extraño.
Lo que él llama Auschwitz son sus hombros y sus escuálidos brazos.
El vientre convertido en monstruosa protuberancia se debe a las falencias de
su hígado. Las piernas, deformes de gruesas, sin vestigios de tobillo,
efecto que todos adjudicamos a la cortisona, pero en el fondo sabemos que es
a causa de los tumores que presionan las arterias, son iguales a las de Conchita,
nuestra cocinera de Saint-Cloud, que las tenía así de modo natural.
Y la cara, ni más ni menos que la Máscara de la Muerte está
repitiendo él, pero como hablando de otra persona, o de una evidencia
casi cómica de su desnudez. Sin especial emoción, salvo una pizca
de asombro ante algo que no puede dejar de sorprenderle y que, ¿quién
sabe?, tal vez debería estudiar con más detenimiento.
Me oigo decir:
Es cierto que en este momento no estás fantástico, papá.
A lo que me contesta sorpresivamente:
¡No es verdad!
Y, acto seguido, se ríe. Los dos nos reímos, yo sentada en el
borde de la bañadera, él poniéndose el camisón.
Él con ganas, y yo también al final, no por las ganas de reír
sino por verlo reírse, por el hecho de que aún pueda reírse,
de que los dos seamos capaces de reírnos ante tamaño espectáculo.
No se puede decir ni más ni menos que la Máscara de la Muerte
si se cree en ello realmente. Quiero decir, si se cree realmente que tras ese
rostro aguarda la Muerte. Lo que él contempla de veras, en su rostro
demacrado y amarillento, tal vez cree que es una máscara pasajera. Es
posible llevar la Máscara de la Muerte como un adorno pasajero. Y todo
eso merece observación y curiosidad. Pero todo eso era, sin duda, pasajero:
las piernas de Conchita, el vientre y los brazos... Una mala jugada del cuerpo.
Todas cosas pasajeras, que yo confirmo como pasajeras con mis palabras: Es
cierto que en este momento no estás fantástico, papá.
En este momento confirma el carácter pasajero de esas cosas. De esa manera
podemos reírnos los dos, en el cuarto de baño, un día de
octubre de 1992, de la curiosa evolución de las apariencias.
3
Un día de febrero de 1987, cuando todavía era desconocida,
almorzaba con mi padre en Lipp. Poco antes había comprado un ejemplar
de mi primera obra de teatro, que llevaba algún tiempo representándose
en La Villette, y lehabía escrito una pequeña dedicatoria para
su amigo Arthur. Mi padre se había metido el ejemplar en el bolsillo
al salir del restaurante.
¿Dónde vas?
A casa.
Te acompaño me dice.
Caminamos juntos por la rue de Rennes cuando, de repente, aparece en sentido
contrario un hombre embutido en un abrigo gris más bien corto.
¡Mira quién viene por ahí! exclama mi padre.
Reconozco a Raymond Barre. Mi padre se ha parado, sonrisa deslumbrante, el cuerpo
dispuesto a recibir al amigo íntimo. ¿Lo conoce?,
pienso, convencida de lo contrario. Raymond Barre ya está delante de
nosotros.
Señor Barre dice mi padre, al tiempo que le estrecha calurosamente
la mano, permítame que le presente a mi hija Yasmina, la gran autora
teatral de la que habla todo el mundo.
Un poco desconcertado, Raymond Barre me saluda cortésmente.
Señor ministro balbuceo, no se sienta obligado a...
Sí, sí... Me parece, en efecto, haber oído... En
cualquier caso, la felicito.
Encantado e indiferente a nuestro embarazo, mi padre saca entonces de su bolsillo
el libro, para mi horror (¿se dispone a ofrecerle a monsieur Barre el
ejemplar destinado a Arthur?), cuyo título exhibe, como para confirmar
una verdad sabida por todo el mundo.
Raymond Barre menea la cabeza benévolamente. Mortificada, repito:
No se sienta obligado, ni mucho menos... Mi padre...
¿Sabes, querida? interrumpe mi padre con aires de hombre
de mundo que no quiere demorarse en una cosa obvia. ¿Sabes, querida,
que, al igual que nosotros, el señor Barre es una gran aficionado a la
música? ¿No es cierto, señor ministro? Y antes de
que yo pueda terminar de registrar este giro imprevisto de la situación,
papá entona con voz sonora y ostensiblemente musical, los primeros compases
del Quinteto K. 516, de Mozart: Taralalalalá, tirilalalalá...
En cuanto comienza a desarrollar el tema, Raymond Barre entra en el quinto compás:
Tirilalalalá...
Con voz igualmente decidida, modula de modo espontáneo y sin preocuparse
por el resto del universo, siguiendo esa batuta que son las manos enguantadas
de mi padre que vuelan por el aire.
Quienes pasan ese día de febrero de 1987 por la rue de Rennes a la altura
de ese Monoprix que pronto dejará de existir, en el frío gris
y el estruendo de los coches, ven uno con löden beige, el otro con
abrigo de lana gris, uno con gorro de astracán, el otro de sombrero cabeceante
a dos amigos cantando Mozart.
Tres minutos antes no se conocían; al final de su dúo se estrecharán
la mano y nunca volverán a verse.
Estos tres extraordinarios fragmentos pertenecen al último libro de Yasmina Reza (la autora de Art), que con el título Hammerklavier (nombre con el que se conoce popularmente la Sonata para piano en si bemol mayor, opus 106, de Beethoven) distribuirá Anagrama en nuestro país los primeros días de marzo.
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