Dom 19.10.2003
radar

MúSICA

Los auténticos decadentes

Todo empezó cuando Dick Rowe, ejecutivo del sello inglés Decca, decidió no pasar a la historia como “El hombre que rechazó a Los Beatles”. Por eso, cuando escuchó el demo de cinco jóvenes devotos del blues blanco decidió no cometer el mismo error dos veces y los contrató al instante. Durante los seis años que duró la relación, Los Rolling Stones grabaron varios hitos en la historia del rock. Para celebrar el relanzamiento de esos discos en la Argentina –en ediciones remasterizadas y conservando el arte original de tapa–, Radar reconstruye la historia de los Stones en la era Decca.

POR ALFREDO ROSSO
Hubo un tiempo que fue hermoso y Los Rolling Stones fueron libres de verdad. No guardaban sus sueños de rhythm and blues, más bien los ponían en práctica en los clubes londinenses, que se rendían invariablemente a su paso.
El gran crisol fue Alexis Korner, un amante del blues adelantado a su tiempo y transhumante por naturaleza. Por sus venas corría sangre griega, gitana, francesa y sus primeros quince años habían conocido el desarraigo de la vida errante. En otras palabras, tenía credenciales para tocar blues y decidió practicarlo en Inglaterra, donde su familia finalmente recaló. Una Inglaterra todavía malherida por el sueño insano del Reich. Como si hiciera falta refrescar la memoria colectiva sobre penurias como el racionamiento de comida o los cortes de energía, en las principales ciudades inglesas de fines de los ‘50 aún se veían varias manzanas urbanas con terrenos baldíos llenos de escombros, allí donde una casa victoriana tuvo una cita a ciegas con una bomba de la Lüftwaffe.
Entre tanto gris de posguerra, el blues fue un bálsamo. Esa música vibrante y melancólica a la vez, que llegaba de lugares lejanos, el Delta del Mississippi, Chicago, Memphis, encontró oídos dispuestos y corazones abiertos en muchos adolescentes británicos. Amaron instintivamente la honestidad brutal de esos sonidos que producían hombres con nombres mágicos, más propios de hechiceros o sabios jefes indios que de cantantes: Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Robert Johnson, Bukka White.
Estos chicos, Michael Phillip Jagger, Keith Richard (en esa época todavía no le había agregado la “s”) y Brian Jones, necesitaban momentáneamente un santuario, un trampolín desde donde pegar el salto, y la Blues Incorporated, de Alexis Korner y su socio Cyril Davies, se lo proporcionó.
Con la base firme de Charlie Watts y Bill Wyman, y el aporte de un sexto Stone que quedó del otro lado de la raya por cuestiones de imagen (Ian Stewart, un experto en el boogie-woogie de New Orleans), Jagger, Richards y Jones pronto dejaron la nave nodriza de la Blues Inc., enarbolaron la bandera Stone y salieron a conquistar Londres. Era 1962 y nacía uno de los grandes mitos contemporáneos.
Decca era un sello discográfico tradicional inglés que poco tiempo atrás parecía perfectamente feliz con grabar la música de las bandas de jazz que arrasaban en los salones de baile de los ‘50, los reposados sonidos de Mantovani y su orquesta, y algún que otro cantante pop de frugal peso específico. El cambio de década y de vientos musicales, sin embargo, los había encontrado dormidos. A tal punto que Dick Rowe, uno de sus cazatalentos, pasaría a la historia como “El Hombre que le dijo no a Los Beatles”, cuando rechazó la prueba que John, Paul, George y Ringo rindieron en los estudios de la compañía el primer día de 1962. Rowe y Decca no estaban dispuestos a dejar que eso volviera a ocurrir y corrieron a contratar a Los Rolling Stones ni bien comenzaron los rumores de que el quinteto del barrio de Richmond era el que se calzaba el sayo del blues blanco con más destreza y credibilidad. En esos días no les faltaba competencia: en todo el Reino Unido los aspirantes a la corona brotaban como hongos: los Animals en Newcastle, el Spencer Davis Group en Birmingham y los Yardbirds con un muy joven Eric Clapton en la propia Londres. Pero los Stones no sólo eran superiores en habilidad musical y visión: contaban a la vez con el arma secreta de Andrew Loog Oldham, un manager de su misma edad, quien pronto encontró la manera de explorar y explotar la química interna de la banda y darles esa imagen que la Inglaterra de los ‘60 consumió golosa, aunque no fuera estrictamente verídica: la de una antítesis guarra de los venerados Beatles.
Los Stones se mantenían en un equilibrio inestable. En esa época Brian Jones era lo más aproximado a un líder. Hábil en la guitarra, diestro con la armónica, Jones poseía la habilidad de comprender los secretos de cualquier instrumento que se pusiera en su camino. Era, además, un purista del blues. Keith Richards dominaba el abc guitarrero de Chuck Berry, pero mantenía un bajo perfil, quizás demasiado consciente de sus rasgos: la cara triangular y arratonada y las orejas prominentes. Mick Jagger, por su parte, era todavía un objeto de mofa de la reaccionaria prensa musical inglesa, con esa boca equinoide que pronto le ganó el sobrenombre de “Labios de neumático”. No importaba: Jagger sabía que reiría último y mejor. Las imágenes de época lo muestran estudiando el escenario, ensayando las cabriolas que no tardarían en desatar alaridos de pasión en ambos sexos y de alarma en figuras de autoridad. Su garganta aún no alcanzaba la madurez, pero la materia prima era buena y para cuando los Stones entraron al estudio de grabación para grabar su primer álbum, la voz de Mick ya manejaba una singular riqueza expresiva.
Aparecido en 1964, The Rolling Stones es un huracán de adrenalina y sexo. Un brulote que destruyó los últimos vestigios de recato victoriano, en un país que estaba cambiando a pasos agigantados. La síntesis de la típica imagen inglesa –el ejecutivo maduro de traje, paraguas y sombrero bombín– dejaría paso a la Carnaby Street multicolor, nuevo centro de la moda joven, la minifalda de Mary Quant, los autos de James Bond y... el rock. Ese primer álbum Rolling no salió, explotó. Con el erotismo a flor de piel del “King Bee” de Slim Harpo, que prometía un encuentro con el Rey Abeja, ese que “puede hacer dulce miel, nena, dejame entrar...” Con el ritmo de skiffle acelerado de “Not Fade Away”, ritmo que los Stones tomaron de Buddy Holly que lo tomó a su vez de Bo Diddley. Watts navegando sobre los tom tones, la armónica aserrando el aire viciado de tabaco del estudio y las guitarras de Richards y Jones haciéndose guiños cada vez que se encontraban a mitad de camino de clásicos como “Route 66”, “Walking the Dog” y el libidinoso himno que Willie Dixon supo poner en boca de Muddy Waters a modo de manifiesto de intenciones: “I just Wanna Make Love to You”.
The Rolling Stones fue amo y señor del ranking inglés por 11 semanas. La stonemanía corrió por Gran Bretaña, cruzó el Canal de la Mancha hacia Europa y pronto iba a reverberar en Estados Unidos. El grupo, entonces, aprovechó su primera visita a Norteamérica para grabar nuevos temas en la meca del blues eléctrico: los estudios Chess de Chicago y también en los dominios de la RCA en Hollywood, California. Este material sería la columna vertebral de sus siguientes álbumes, 12 x 5, Rolling Stones Now!, Out of Our Heads y December’s Children.
Lo fascinante de esta etapa de los Stones es ver cómo Jagger, Richards, Jones, Wyman y Watts van refinando su poder y ajustando su sonido. Todavía abundan las versiones de temas ajenos, de sus viejos ídolos de rock y blues estadounidenses. Chuck Berry es mayoría, y el “Little Red Rooster” de Willie Dixon les iba a dar su primer número uno, al salir en forma de single, pero los Stones (al igual que Los Beatles) ya habían comenzado a matizar sus covers con material de soul. Sólo que, mientras sus rivales liverpoolienses se inclinaban por el soul del sello Motown, Mick & Co. sentían más cercana la música de los sellos Atlantic y Stax.
Pero el manager Oldham no en vano venía de trabajar junto a Brian Epstein, el descubridor de Los Beatles, y a su lado había comprendido que el futuro estaba en el material propio. Por eso les insistió a Jagger y Richards para que se encerraran a escribir canciones, lo que produjo un dramático giro en el eje de poder dentro del grupo en perjuicio de Brian Jones. Mientras el binomio compositor de Mick y Keith daba sus primeros pasos a tientas, con baladas simples o tibios remedos de rhythm and blues como “Heart of Stone”, “What a Shame” y “Grown up Wrong”, el cambio no se notó demasiado. Pero en 1965 le encontraron la vuelta con esa maravillosa reflexión nihilista sobre el aburrimiento y los castillos de arena de la sociedad de consumo, “(I Can’t Get No) Satisfaction”, que les dio su primer gran suceso internacional. A partir de allí Brian –fundador y líder– quedó en minoría. En un primer momento, esto jugó en beneficio del grupo, porque Brian, que no dominaba el arte de componer, era, en cambio, un intuitivo multiinstrumentista y en los años que van del ‘65 al ‘67 enriqueció la música del grupo con la incorporación de clavicordio, dulcimer, vibráfono y sitar, entre otros instrumentos.
Los singles exitosos siguieron llegando. “Get off of My Cloud” y “19th. Nervous Breakdown” prolongaron la temática de frustración, libido pugnando por expresarse e impaciencia ante la idiotez ajena. A lo largo y ancho de Occidente los jóvenes de los ‘60 eran una nueva tribu luchando por reivindicaciones sociales, sexuales y políticas, y Los Rolling Stones se convirtieron en la bandera de su rebeldía. Aftermath (1966) es el primer disco armado en un 100 por ciento con temas originales de Jagger y Richards. En Argentina se llamó Consecuencias y también se podría llamar Cicatrices, porque muestra los primeros subproductos de la fama: junto al dinero y la adulación masiva aparecen el cinismo y la misoginia. Detrás de su fusión pionera de rock y sonidos de la India, “Paint it Black” oculta un personaje peleado con el mundo. La destinataria de “Stupid Girl” (“Chica tarada”) recibe una filípica descalificadora de dos minutos y medio, mientras que la niña de “Under My Thumb” no le va mejor: “Bajo mi pulgar / está la chica que alguna vez me tuvo a su merced”. Pero no todo es arrogancia. Aftermath es también el comienzo de una etapa experimental para los Stones, que se vuelcan aquí a los ritmos folk, incluyen instrumentos poco ortodoxos, como el sitar, y se atreven a concluir el disco con tema improvisado en el estudio, “I’m Going Home”, que supera los diez minutos. A esta época corresponde, asimismo, el primer álbum en vivo: Got Live If You Want It, registrado en el Royal Albert Hall. Un fiel testimonio del frenesí colectivo que desataban Jagger, Richards, Jones, Wyman y Watts devenidos enfants terribles del Swingin’ London.
El año 1967 está asociado con la revolución psicodélica y la cultura hippie opuesta a una sociedad capitalista de consumo masivo. Es la época del Verano del Amor de San Francisco, de las marchas contra la guerra en Vietnam y también el momento en que Los Beatles abren un nuevo capítulo para el rock con Sgt. Pepper’s. En medio de tanta euforia, los Stones pasan un año de perros. El viejo establishment inglés parece ansioso por quebrarlos física y moralmente a través de una persecución sistemática por supuesta posesión de drogas. Richards, Jagger y especialmente Brian Jones entran y salen varias veces de la cárcel. Aun así, les queda tiempo para grabar otro simple provocador como “Let’s Spend the Night Together”. Hoy parece un juego de niños una canción que dice: “Pasemos la noche juntos / satisfaré cada uno de tus deseos / y sé que tú satisfarás los míos”, pero 33 años atrás el tema pegó duro en una sociedad que no había asimilado la nueva actitud sexual de los jóvenes.
A pesar de las tribulaciones que les produjeron los roces con la ley, Los Stones tuvieron tiempo de editar dos álbumes en 1967. Between the Buttons es un collage de rhythm and blues, pop psicodélico, baladas dylanianas y hasta aires de vaudeville. El costado machista del grupo no dudaba en predicar una poligamia militante en “Yesterday’s Papers”, igualando a la chica de ayer con la de los diarios de la víspera. Pero en otras canciones la aproximación a las relaciones entre los sexos es mucho más ecuánime, como demuestran el Jagger vulnerable y tierno de “She Smiled Sweetly” y el celoso amante que encarna en “Who’s Been Sleeping Here”. Between the Buttons es algo así como la perla perdida de la psicodelia pop inglesa, a tono con el Something Else de los Kinks o el Odget Nut Gone Flake de los Small Faces.
Cuando los Stones quisieron ser expresamente psicodélicos –con Their Satanic Majesties Request–, el mundo musical les cayó encima, comparándolo –desfavorablemente– con Sgt. Pepper’s. Sin embargo, el álbum ha resistido bien el paso del tiempo y, si bien la suma de sus partes puede ser superior al todo, se trata de unas partes irresistibles: “She’s a Rainbow” es la pintura de una chica idealizada, plena de bullicioso barroquismo; “2000 Man” imagina al hombre del futuro, desbordado de tecnología pero espiritualmente vacío; y “Citadel” comenta con melancólica ironía las recientes experiencias carcelarias del grupo. Majesties es también el último álbum en el que Brian Jones participa de manera activa. Deteriorado por el cúmulo de excesos y cada vez más eclipsado por Jagger y Richards (un círculo vicioso) Jones aportaba cada vez menos. Pronto se echarían de menos las sutilezas de su guitarra slide o el color especial que agregaba con un toque de sitar o un pasaje de clavicordio. Es difícil imaginar hacia adónde se hubiera dirigido la música de los Stones si Brian Jones hubiese conservado su lucidez, pero hacia mediados de 1969 se había vuelto inmanejable, por lo que a nadie sorprendió su reemplazo por el joven guitarrista Mick Taylor. La misteriosa muerte de Brian pocos días después cerró todo un capítulo en la vida del grupo.
A esa altura Los Rolling Stones habían recuperado el curso del rhythm and blues que les dio su temprana fama con el álbum Beggars’ Banquet. Entre poemas de amor en lenguaje de blues como “No Expectations” y tragicómicos dramas country como “Dear Doctor”, se hallaban viñetas de romance y sensibilidad social (“The Salt of the Earth”, “Factory Girl”) expresiones de lujuria desatada (“Stray Cat Blues”) y el tema que se convertiría en insignia, “Sympathy for the Devil”, donde el Angel Caído se confiesa instigador de un minucioso compendio de atrocidades humanas ocurridas a través de los siglos, dando a entender, sin embargo, que los humanos siempre le hemos hecho un espacio en nuestros corazones. “Street Fighting Man”, por otra parte, era Mick Jagger como reportero urbano, envidioso del ímpetu belicoso e idealista de los estudiantes parisinos del ‘68. Amparado en la inteligente producción de Jimmy Miller, Beggars’ Banquet recupera, además, el filo ominoso y amenazante de los mejores Stones. El despliegue de Richards en la guitarra es particularmente conmovedor. Sus notas tienen una nueva expresividad y su reconocido manejo del léxico de blues adquiere una soltura inédita. La llegada de los ‘70 tendría un significado más profundo que la mera formalidad calendaria. Los Rolling Stones inician la década con Let It Bleed, que ya desde el título mismo (“Déjalo sangrar”) parecía aludir a la espiral de violencia que rodeó esos años, marcados a por la masacre del clan Manson, los asesinatos de Martín Luther King y de Robert Kennedy. En Bolivia masacraban al Che y las malas ondas del Festival de Altamont (punto final de la gira de los Stones por EE.UU. en 1969) señalaron el lado B del sueño de música, paz y amor que pareció representar Woodstock.
El tema “Gimme Shelter” refleja con creces el clima de incierta amenaza que se palpaba en el aire: “Hoy una tormenta amenaza mi vida / Si no consigo refugio / voy a desaparecer / la guerra, chicos, está a un solo tiro de distancia...” Altamont había sido un balde agua helada, un anticlímax para una gira mágica y misteriosa que, por fortuna, quedó registrada para la posteridad en el álbum en vivo Get Yer Ya Ya’s Out. El disco fue la despedida a Decca, una relación irreparablemente deteriorada por los años y los continuos conflictos. Ya la banda pensaba en su propio sello grabador y en el logo de la lengua que se convertiría en marca de fábrica. ¡Pero qué despedida fue Get Yer Ya Ya’s Out! Unos Stones sin azúcar agregada; sólo la imponente presencia de sus integrantes que pasan revista a grandes momentos de su repertorio, honran a sus maestros Chuck Berry y Robert Johnson y –en definitiva– demuestran por qué a partir de allí pasaron a llamarlos “la banda de rock and roll más grande del mundo”.

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