Domingo, 5 de octubre de 2014 | Hoy
A casi veinte años del estreno de Rapado, su primer largometraje, el cine de Martín Rejtman logró concretar una paradoja: lo convirtió en un director de inconfundible impronta personal basada en un estilo tan lacónico como leve, al tiempo que esa primera película lo situaba como el supuesto pionero del Nuevo Cine Argentino, rol que él mismo relativiza. Ahora, a diez años de Los guantes mágicos, se presenta Dos disparos, una inmersión en la permanente comedia de consumos, trivialidades y pequeñas batallas de la clase media con un disparador que perturba y abre el camino de la ambigüedad: los dos disparos del título que se pega un adolescente un día de mucho calor y que, para seguir con las paradojas, no sólo lo hace seguir viviendo sino que pone en marcha a todos los personajes que lo rodean en una agitada y fallida búsqueda de cambios.
Por Mercedes Halfon y Mariano Kairuz
Diez años después de Los guantes mágicos Martín Rejtman estrena Dos disparos. Un nuevo largometraje de ficción. Que diez años no es nada para un director desafectado de los patrones industriales es obvio. Que una película por década es un número que delata la rigurosidad con que Rejtman produce, también. Pero la verdad es que además de guantes y armas, algo entre manos se traía durante estos años, así que la cifra no es tan cierta. En el intermedio realizó dos películas más o menos por encargo: Copacabana, su primera incursión en el terreno documental, realizado para el canal Ciudad Abierta, y Entrenamiento elemental para actores, codirigido junto a Federico León para la TV Pública. Estas dos películas abrieron el espectro Rejtman, lo expusieron a otros influjos –la mal llamada realidad, el trabajo en compañía de un otro, en aquel caso, proveniente del teatro– y lo devuelven ahora a un nuevo largometraje de su factura, algo modificado.
¿Qué hay en Dos disparos? ¿En dónde se hace patente esta cierta apertura en un lenguaje tan seco, excéntrico y reconocible como el de este director? La película se inicia con una secuencia en la que un adolescente ejecuta la acción reiterada que anuncia el título: se pega dos tiros. Esto puede entenderse como un intento de suicidio, pero el modo, la economía emocional a que Rejtman nos tiene acostumbrados, parece desmentirlo. Nadie está desesperado ni antes ni después de que esa acción suceda. Sin embargo, la familia y también las personas que rodean a esta familia –profesores, compañeros de actividades vocacionales, vendedoras de hamburguesas, literales compañeros de ruta– acusan recibo. Así, como una ondulación sobre una superficie de agua donde cayó una piedra, el relato se arma. Con un disparo como disparador. Un centro violento elidido y una historia que deriva disparatadamente a través de muchos personajes: Mariano, el adolescente en cuestión; su madre, una abogada durante la feria judicial; su hermano Ezequiel, técnico de PC; la chica que le gusta al hermano y trabaja en un Pumper Nic; el solemne cuarteto de flauta que integra Mariano; unos algo abusivos amigos que se hace la madre de Mariano intentando viajar a la costa, y la lista sigue.
Se percibe en Dos disparos una cierta flexibilidad en el relato, respecto de tus películas anteriores. Más personajes, más historias, una deriva.
–Con mis otras películas siempre sentí que había una sola manera de hacerlas, que sólo podían terminar de una manera y que si cambiaba una sola cosa ya dejaba de ser la película que yo quería que fuera. Pero en ésta, sobre el final del montaje frenamos la edición en un momento, hicimos unos cambios y tuve la sensación de que podrían haber sido otros los cambios, que podría haber quitado o agregado algo, y que sin embargo la película hubiera sido la misma. En ese sentido creo que es menos rígida que las anteriores y que eso es así porque la historia es más abierta, no hay una sola historia clara, tiene una estructura más deforme. Creo que eso también tiene que ver con algo que sucede bastante en el arte, que es que muchas veces en los primeros años, el primer período uno hace cosas más simples y puras, y después la obra se hace más impura, un poquito más extraña; y lo que veo en muchos casos –no digo el mío porque todavía no llegué a ese punto– es que al final se vuelve a encontrar esa pureza y simpleza. Yo creo que en mis últimos tiempos se complejizaron las cosas que escribo y que filmo, y eso tiene que ver con cierta inquietud de cambio.
¿Como surgió la historia? Llama mucho la atención la secuencia inicial, una escena de suicidio, quizá de lo más fuerte que se ha visto en tu obra.
–La idea de la película, la secuencia inicial, surge de una situación real. Estaba en Salta hace mucho tiempo, en un festival de cine y pasaban mi primera película, Rapado. Estaba en la entrada del cine junto con mi amigo y montajista Martín Mainoli. En un momento me señaló un chico que bajaba las escaleras. “Ese chico es la tercera vez que va a ver Rapado –me dijo–. Hace un tiempo se pegó dos tiros y sobrevivió.” Me pareció raro porque la película se había mostrado muy pocas veces en Salta. Decidí tomar ese personaje como punto de partida del guión que estaba escribiendo desde hacia tiempo. En realidad desde antes de Los guantes mágicos. En un momento del proceso de escritura de Los guantes mágicos, el personaje de Ezequiel de Dos disparos, por ejemplo, vivía en el mismo edificio que Alejandro, y si no me equivoco le compraba el auto. Mis guiones van transformándose todo el tiempo, hasta que en algún momento encuentran su forma. Igual, la secuencia inicial no es una escena de suicidio. Mariano encuentra un revólver y hace con ese objeto lo que se supone que se tiene que hacer, dispararlo. Los personajes de mis películas son por lo general muy poco reflexivos y actúan, más que piensan. Es un impulso, dice Mariano, hacía mucho calor.
Tal vez la confusión entre suicidio e impulso tiene que ver con esta falta o cierta parquedad en la expresión de las emociones en tus películas. Particularmente, por el modo en que hablan los personajes.
–Creo que en todas mis películas hay un tono muy medido, pero que también siempre se desbordan por algún lado. Yo, que se supone que soy el director del plano fijo, en Silvia Prieto en algunos momentos uso zooms y cámara en mano; creo que más que ser un director rígido, como se me define a veces, incorporo una gran cantidad de elementos, pero siempre en cantidades medidas. Mis películas no son llanas, ni tienen un tono completamente monótono. Estoy seguro de que los actores no hablan de manera monocorde, sino que tienen un registro más neutro y al mismo tiempo hay gran cantidad de matices, una música trabajada con los actores en los ensayos y por mí en la escritura. Pero escucho todo el tiempo lo de la monotonía en cómo hablan los personajes de mis películas y creo que tiene que ver con un promedio de películas en las que se habla de una forma mucho más exasperada.
La diferencia la marcás por oposición.
–Uno parte de la base de intentar hacer películas que marquen una diferencia, si no ¿para qué hacer películas? Bueno, por dinero tal vez, pero no es mi caso. Aunque tampoco es cuestión de estar buscando esa diferencia caprichosamente. Cualquier manera de hablar en una cinematografía es una ficción, nunca se habla como en la calle, en todos lados lo que hay es un sistema de representación del habla. En el cine argentino de los años ’40 las películas tenían una naturalidad falsa, porque construyeron un sistema durante décadas y la gente se acostumbró, pero luego eso se perdió y cuando yo empecé a hacer películas, en los ’80, ese sistema estaba destruido y no se había inventado nada nuevo. Para colmo estaba el doblaje, nada de sonido directo. Un desastre. Así que sentí que tenía que empezar a investigar nuevamente y ver cómo hacer hablar a los actores. Por eso en mi primer corto, en Dolli vuelve a casa, casi no hay diálogos: porque sentía que tenía que encontrar una manera de hablar que a mí me resultara natural. No natural en el sentido de como la gente habla en la calle, sino natural en función de la escena que estaba filmando. Y eso es algo que yo fui construyendo para mis películas, para el sistema con el que yo filmo.
Otro de los detalles más llamativos de Dos disparos y del cine de Rejtman es cierto borramiento de las marcas de una época. Aparece un Pumper Nic como en los ’80, los jóvenes van a las disquerías a escuchar CD con auriculares como en los ’90, hay boliches de la costa argentina que parecen de los ’70, la tecnología está, pero es disfuncional. “No es que les huyo a las marcas de época, porque de hecho en Dos disparos hay Internet y celulares –dice Rejtman–. Pero la sensación que tengo en las películas es que estoy corriendo contra el tiempo para filmar lugares que ya pronto no van a estar más. En la mayoría de mis películas, las locaciones en las que filmo, cuando termino el rodaje, o unos meses después, desaparecieron”.
Por ahí tenés una atracción natural hacia esos lugares en extinción.
–Pero no hay nada deliberado, es algo que sucede. Tiene que ver con que uno tarda mucho en hacer una película y cuando escribís hay determinadas condiciones, pero cuando terminás de filmar esas condiciones ya no están. Pero tampoco me importa eso, en todo caso lo tomo como un valor, eso de estar filmando algo que está en vías de extinción, porque para mí el cine es un poco eso, filmar el presente. El cine es presente. Y eso quiere decir que lo que filmaste ya fue. El local de comidas rápidas en el que filmamos es un antiguo Pumper Nic, el último, que ya no lo era pero conservaba el logo en una puerta, y un menú medio trucho del viejo Pumper, y le quedaban unos muebles y otros los llevamos. Sé que hay algo medio anacrónico en lo que hago, pero también tiene que ver con que no me gusta cuando las películas quieren marcar una época con toda su estética, marcarla mucho, como hace la serie Mad Men, donde todo es de los ’60. Creo que todas las épocas son mezcla; nunca son del todo las épocas, todo el tiempo estamos en transición, todo está cambiando; y tratar de fijar las cosas en un momento determinado con un estilo determinado, suena falso.
Llama la atención la aparición de la música –de un modo central, si bien siempre hay un vínculo en tus películas– a través del grupo de flautas. ¿Como apareció esta idea?
–En mi adolescencia tuve un grupo de flautas dulces. Dos de las flautas que usa el grupo son mías, en el estuche de una de ellas encontré hace poco un papelito con los nombres de los integrantes del grupo y sus números de teléfono. La película tiene muchos datos de mi biografía. Igual nada más lejos de ser autobiográfica.
¿Por ejemplo?
– Hay detalles, como que mis abuelos tenían una quinta y en un placard en esa quinta yo sabía que había un revólver en el último estante, y cada tanto lo veía, pero jamás se me ocurrió agarrarlo. En cuanto al grupo de flautas: yo estudié flauta dulce en el secundario durante muchos años y después flauta traversa y más tarde hice el servicio militar, donde me pagaban un sueldo por tocar en la banda; con el dinero que me pagaban me compraba discos de música clásica, en ese tiempo mi interés por la música fue muy vital. Estaba un poco asqueado: tocando en la banda de Prefectura vi a mucha gente que estaba interesada en la música y que la única manera que tenía de vivir de eso era estar en una banda militar; es una paradoja si querés, pero es una realidad; la música se ensució demasiado para mí. Y tampoco es que quería ser un músico profesional.
Hace dieciocho años que se estrenó Rapado, el primer largometraje de Rejtman, que fue durante años el principal referente de las nuevas generaciones de cineastas locales, los del Nuevo Cine Argentino. Casi dos décadas después, estrena una película que exhibe ese mismo pulso que funcionó –en parte por oposición a lo que había en ese momento– como anticipación a lo que estaba por venir; sin embargo, él siempre se resistió a que se hablara de su “paternidad” sobre el Nuevo Cine. “No es que reniegue de esa idea de influencia que me asignan, sino que me parece que hay otros factores que tienen que ver con el surgimiento del Nuevo Cine Argentino –dice Rejtman–. Yo estuve en el lugar en el que estuve un poco antes que los demás pero eso también vino de otro lado: estudié cine afuera y volví con una información que a lo mejor aquí en ese momento no existía. Vi mucho cine que en ese momento era imposible ver acá y estudié en una universidad de Estados Unidos donde la cosa en ese momento era salir a la calle y filmar con lo que tenías a mano y fue un poco eso también lo que traté de hacer. Y lo hice un poquito antes que los demás. Los cineastas del Nuevo Cine Argentino son un poco más jóvenes pero más que hijos míos, son hijos de las escuelas de cine, de la sección Contracampo del festival de Mar del Plata. Coincidió que apareció una nueva crítica de cine en Argentina con dos revistas, Film y El Amante; es decir, toda una serie de factores objetivos que dieron lugar al Nuevo Cine Argentino”.
Dijiste hace poco que te parecía que la misma crítica que apoyó e impulsó el Nuevo Cine ahora parece haberlo declarado muerto.
–Trato de ver todo lo que se hace en cine argentino independiente y este año en el Bafici mi sensación fue que hasta las películas que no me gustaron mucho estaban bien, que había un nivel muy alto. Se ve que soy el único que piensa eso, porque lo digo y me miran como si estuviera un poco loco.
Puede ser que lo pasó fue que estos veinte años elevaron la vara: que subió la calidad y se les exige cada vez más a las películas.
–Yo tengo la actitud de los inmigrantes que después de haber vivido la pobreza de la guerra, de la persecución y de los ghettos, llegaron a un país que les da todo. Tengo el recuerdo de haber vivido un momento en donde no había nada en el cine y ahora me parece una tontería estar despotricando contra una situación que está bastante buena.
A la vez se hizo común la sospecha de que muchos empezaron filmar con un ojo puesto en los festivales.
–Es cierto; pero también es verdad que pasó no solo en el cine argentino sino en el cine independiente en general, con el sistema de talleres y laboratorios de cine que se armaron en todo el mundo, que por un lado ayudó a que el cine mejorara en calidad, pero por otro hizo que se perdiera un poco cierta frescura y salvajismo que es lo que deberían tener las óperas primas. Porque todo se vio como estandarizado por diez mentores que leyeron un proyecto y que les aconsejaron cosas diferentes y volvieron locos a los directores, atemorizándolos incluso, cuando lo que los nuevos directores deberían hacer es aquello en lo que creen, incluso aunque se equivoquen. Pero no es algo que pasó en el cine argentino sino en los directores nuevos en general; es el síndrome workshop. Hay que luchar contra eso.
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