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Domingo, 5 de octubre de 2014

LA LEYENDA DEL SANTO PECADOR

MUSICA Con 80 años recién cumplidos, Leonard Cohen acaba de lanzar un nuevo y excelente disco, Popular Problems, un disco que está a la altura de sus mejores trabajos cuando ya se no esperaba tanto de él. O quizá sí: para este hombre religioso cuya experiencia mística terrenal es ser oficiante de la belleza, nunca es tarde porque la búsqueda no se termina. Y así otra vez, con canciones elegantes y letras prodigiosas, ofrece lo más parecido a una experiencia religiosa que puede dar un artista contemporáneo.

 Por Marcelo Figueras

En su deseo de aproximar los cauces divergentes de la fe y la filosofía, Tomás de Aquino concibió cinco argumentos para demostrar la existencia de Dios. Hay que admitirlo: eran ingeniosos. Pero hoy contamos con pruebas de la divinidad más convincentes que esos silogismos medievales. Cuando quiero creer que la discreción de Dios no es su modo de decir que se hartó de nuestra especie (¿quién podría culparlo?) o, para ponerlo de otro modo: cuando admito que no me molestaría encontrármelo, botella de por medio, en ese bar por el que compartimos debilidad, lo que hago es escuchar canciones de Leonard Cohen.

En los términos reduccionistas de la crítica, la obra musical de Leonard Cohen (Montreal, 1934) expresa, mediante un rango melódico limitado y una poesía excelsa, la tensión que hay entre los aspectos menos edificantes de la condición humana y su aspiración a trascender, contra toda esperanza. Sin embargo, sus canciones responden a demandas que, a diferencia de aquellas que suelen inspirar a los artistas, exceden la persecución de la simple excelencia estética. (“Leonard no es ni ha sido nunca antisistema –dijo Arnold Steinberg a su biógrafa, Sylvie Simmons–. Sólo que no ha hecho nunca lo que hace el sistema.”)

Desde su debut discográfico (Songs of Leonard Cohen, 1967, cuando tenía ya 33 y era casi un anciano para los parámetros del boom inspirado por Beatles y Stones) hasta la colección que bautizó Popular Problems (2014, lanzada este 21 de septiembre, el día que cumplió 80), lo que hacen sus canciones es, básicamente, ensanchar nuestra noción de lo que constituye una experiencia religiosa.

Basta que abra la boca para que entendamos que estamos oyendo otra cosa, y por completo; algo que se aparta voluntariamente de los cánones que la radio y la TV consagran desde hace décadas. Cohen sonó siempre como un hombre que sobrevivió a mil tormentas a la intemperie. Su voz es milagrosa, porque transmite una autoridad por completo desprovista de jactancia. El adjetivo que mejor la describe es ultraterrena, desde que consigna a la vez proximidad y excepción. Las cuerdas vocales de Cohen describirían el Apocalipsis con sobriedad. Si su voz resonase en la hora de nuestra muerte, atravesaríamos ese umbral sin miedo.

“No lo busques / En los frágiles arroyos de la montaña: / Son demasiado fríos para dios alguno”, decía el poema inicial de su debut literario, Let Us Compare Mythologies (1956). Su primera canción, “Suzanne”, sugirió poco después cuál sería el sendero que tomaría positivamente en esa busca. Ya había allí una experiencia religiosa presentada de un modo doble, especular: está el dios solitario que anhela retomar contacto con los hombres, que se olvidan de él hasta que la muerte los apura (“Sólo los que se ahogaban podían verlo”), y está el narrador que siente conexión con Suzanne, la mujer “medio loca” que persuade a héroes y niños de asomarse al abismo “por amor”. En ambos casos, el deseo de comunión es místico y erótico en simultáneo.

Nieto de un rabino, Cohen perdió a su padre –el principio rector masculino– a los nueve. (En su novela The Favourite Game, de 1963, este acontecimiento mueve al protagonista a escribir por primera vez.) La madre de Cohen, Masha, le había enseñado ya a “reír y llorar con toda el alma”. La niñera que lo crió le contagió además su pasión por Jesús, el dios marinero a quien menta en “Suzanne”. De adulto, Cohen devendría discípulo del budista Roshi, al punto de dedicar años a la vida monástica. Pero nunca registró esa constelación de devociones como una contradicción; más bien sincretizó creencias y ritos durante medio siglo, como si complementasen del modo más natural. Había asimilado desde pequeño el hecho de ser un kohen, miembro de una casta sacerdotal descendiente de Moisés. Por esa razón, aun cuando las reglas de la taxonomía sugieran que se lo defina como un artista, más adecuado sería describir a Leonard Cohen como oficiante de una fe particularísima.

La obra de Cohen parte de la certeza que, se trate de un judío, un cristiano, un musulmán o incluso de un ateo (porque el budismo no es teísta), la sed que todo ser humano siente por aquello que, a falta de nombre mejor, llamamos dios es tan prolongada como la vida misma. En inglés, una de las palabras que es sinónimo de deseo es longing, derivada de la raíz long, largo o duradero. (El libro de poemas que editó en 2006 se llama, precisamente, Book of Longing.) Es posible, pues, que este deseo de unión mística sea el único que no descartamos a medida que crecemos; aquel que nos acompañará hasta el final. Lo indiscutible es que alentarlo supone resistencia y, al mismo tiempo, la capacidad de esperar sin desesperar.

La dificultad de perseverar en un camino tan extenso, cuando el mundo se transformó en un kiosco 24 / 7 que vende satisfacción efímera, es uno de los problemas populares a que alude en su obra nueva: la canción “Slow” –o sea, lento– explica la razón por la cual la fe religiosa se le da tan bien. “La lentitud está en mi sangre”, dice. “Me gusta quedarme por acá, mientras (el tiempo) vuela. / Un fin de semana en tus labios. / Una vida entera en tus ojos”. (Alguna vez declaró que sus procesos eran tan letárgicos, que sólo ingiriendo Speed se adecuaba al ritmo de los demás.) Al mismo tiempo, “Slow” reafirma uno de los temas recurrentes en Cohen: el terreno común entre los deseos de la carne y la sed de dios.

Cohen pertenece a la clase de hombres sagrados que, a la manera de Agustín de Hipona, incurrieron en todos los excesos; sólo que, a diferencia del autor de Confesiones, no se arrepintió nunca. Según Cohen, los placeres nos aproximan a la experiencia de la divinidad. En muchos de sus versos, el narrador preserva el gesto de quien se inclina o cae de rodillas en perfecta ambigüedad: puede tratarse del creyente que se hinca ante dios, del hombre que busca entre las piernas de su amante para complacerla... o de ambas cosas a la vez. Si Cohen no practica los vicios con la intensidad de antaño no es porque abomine de ellos, sino porque el cuerpo ya no le responde. (“Me duelen todas las partes con las que solía jugar”, dice en “Tower of Song”.) Pero eso no significa que ahora menosprecie las emociones que ponen en movimiento. Una de las canciones de Popular Problems, “My Oh My” (algo así como: Vaya vaya), describe en cantidad de versos digna de un haiku la historia de un amor que dura lo que un abrazo, entre –está sugerido– un hombre de su edad y alguien mucho más joven.

La saciedad es un extremo del movimiento pendular que practicamos constantemente, en busca de equilibrio. No hay nada malo en entregarse a los placeres, siempre y cuando se acepte que existe un tiempo para todo, incluidos la disciplina, el silencio y el ayuno. En su novela Beautiful Losers, Cohen escribió: “Por favor, haz que me vacíe; si estoy vacío, puedo recibir; si puedo recibir algo, significa que viene de algún lugar fuera de mí; si viene de fuera de mí, no estoy solo. No puedo soportar esta soledad”. Si bien es cierto que su experiencia en materia de ayunos nació de la coquetería (hijo de un hombre que vendía trajes de etiqueta, Cohen mamó elegancia desde la cuna: ser loser no era una tragedia, siempre y cuando uno lograse ser también beautiful), entendió pronto que esos clamores de su cuerpo expresaban verdades que lo trascendían. Después de todo, vivimos en un universo que expresa el nombre de dios –siguiendo la tradición judía, Cohen lo escribe incompleto: no god, sino g-d– “en cada átomo”, como dice otra de las canciones de Popular Problems, “Born in Chains”.

En su obra, la belleza es parte de la misma, imperativa búsqueda religiosa. Cohen asume la existencia de una belleza natural, propia de la trama del universo; pero en lo que hace al fenómeno humano, la considera hija del trabajo, de un esfuerzo que nos empuja al límite de nuestras fuerzas. La experiencia de lo divino no conduce necesariamente a las aguas calmas del dogma; todo el que la haya rozado sabe que más bien, por el contrario, perturba. (“Tu amor confunde tanto”, le dice a dios en “Born in Chains”.) Pero Cohen encontró su propia forma de destilar la experiencia mística en este mundo: por eso se consagró como oficiante de la causa de la belleza. Una belleza esquiva, caprichosa, capaz de ignorar al mejor pintado para besar en la boca al más indigno, como Cohen subrayó al componer “Dance Me to the End of Love” en el más berreta de los teclados Casio.

Una canción de 1979, “Came So Far for Beauty”, convierte esta busca en una historia. Allí describe una odisea en pos de la Belleza personificada, que el narrador emprende dejando atrás “mi paciencia y mi familia, mi obra maestra sin firmar”. Sobre el final cuenta que, al llegar a su presencia –tratándose del seductor Cohen, la belleza no puede sino ser una mujer desnuda–, no logra siquiera tocarla. “Su estrella –alega– (estaba) más allá de mi orden.”

Todos los que conocemos su obra sabemos que ese verso es de una modestia innecesaria. En Cohen, cómo se enuncia es importante. Uno de los poemas de su primer libro habla de un hombre “que decía palabras de modo tan bello / que apenas pronunciaba sus nombres / las mujeres se le entregaban”. No me extrañaría que, tiempo después, haya convertido esos versos en una profecía autocumplida. Pero, más allá de la “voz dorada” que supo ganarse a fuer de beber y fumar –de la que se mofa en “Tower of Song”, con el humor que es parte de su marca de fábrica y no debería faltar en ninguna religión–, en Cohen lo que importa más es qué se dice... y ante todo, qué se calla.

Circula desde hace mucho, a modo de vox populi, la versión de que puede escribir y corregir una misma canción durante décadas. Más allá del mito (“Es importante –dijo en un poema llamado “Story”– que uno comprenda su parte en una leyenda”), lo cierto es que sus trabajos terminados lo revelan. Cohen es un orfebre de la palabra. Sus textos son prodigiosos: por su economía, por la elegancia y musicalidad de sus versos, por la gracia con que se desplaza entre el lirismo, la mordacidad y ese deseo insatisfecho que llama longing. ¿Cuántos artistas venderían su alma por una canción como “Hallelujah”?

Existen infinitas formas de elogiar un clásico como “Chelsea Hotel # 2”, que relata el fugaz encuentro entre esos dos “trabajadores de la canción” que eran Cohen y Janis Joplin. (Y en cuyo momento clave ella dice, realzando su condición de beautiful loser: “Somos feos pero tenemos la música”.) Sin embargo, el mejor modo de ensalzar la canción es sostener que, con igual o mayor elocuencia que Santo Tomás, “Chelsea Hotel # 2” prueba la existencia de dios... o por lo menos, que dios merecería existir para arrogarse el mérito de semejante obra.

Popular Problems cierra con “You Got Me Singing”, que conviene oír como coda a otro clásico de Cohen: “If It Be Your Will”. Aquella canción de 1984 planteaba una entrega total a la voluntad divina, para abogar a continuación por piedad “para todos esos corazones ardientes del infierno”. “Y haz que nos acerquemos / Y líganos con fuerza / A todos tus niños, aquí / En nuestros harapos de luz”, para agregar el twist mordaz (si no le permiten empilcharse para la ocasión, Cohen sería capaz de faltar al Apocalipsis): “...Vestidos para matar”.

Tal vez el modo más apropiado de traducir “You Got Me Singing” sería aquí: Me hiciste cantar. Cohen vuelve a hablarle a dios, sólo que ahora con la familiaridad que merece un viejo compañero de peregrinajes. La canción suena a reproche amistoso, como si pasase factura de que, como de costumbre –como ya se lo hizo a Job, en su ocasión–, dios sacó la mejor parte de la transacción entre ambos. “Como el prisionero que está en la cárcel... / Como si mi perdón ya hubiese sido enviado por correo... / Me hiciste cantar / La canción del Hallelujah”.

A esta altura de su vida, Cohen es consciente de haber servido a la causa divina como la grieta de la que cantó por primera vez en Anthem (1992): “Hay una grieta en todo / Así es como la luz se cuela”. Cualquiera que se haya expuesto a su obra compartirá la experiencia: esa voz, esas palabras, esa música, nos han permitido vislumbrar una belleza sublime, que cabría calificar de inhumana si no fuese tan esencialmente nuestra; aquello a que deberíamos aspirar a diario, aun en medio de la desolación. Su obra entera funciona, así, como “la invitación / A que un pecador no puede negarse / Y es casi como la salvación / Y es casi como la tristeza” (“Almost Like the Blues”.)

Si Tomás Aquino no hubiese estado constreñido por la escolástica, habría comprendido que, a menudo, el mejor modo de zanjar la distancia entre la fe y la filosofía es una obra de arte. De estar al alcance, las canciones de Cohen habrían sonado constantemente en su iPod. (Aun a pesar de los versos que lo sonrojarían, y bien podrían haberle valido la hoguera.)

Con la sagacidad que lo caracterizó siempre –y que Job en persona habría aplaudido–, Cohen cierra Popular Problems diciendo que dios se salió con la suya. Pero a nosotros, que lo seguimos desde hace tanto, no puede engañarnos. Si alguien acabó trasquilado aquí, es el dios que envidia esa voz, esa pinta, ese sombrerito, esa labia, y que nunca deja de preguntarse si no le habría ido mejor de parecerse más a Leonard Cohen.

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